Array Array - Lituma en los Andes
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La patrulla se quedó ese día en Andamarca. En la tarde y la noche los guardias republicanos y los guardias civiles hicieron registros y decomisaron prendedores, adornos, objetos que parecían de valor, y las bolsas y ataditos de dinero que encontraron escondidos en los colchones y dobles fondos de baúles y roperos. Pero ningún vecino denunció los hurtos al alférez.
A la mañana del segundo día, cuando la patrulla se aprestaba a partir llevándose a los presos, don Medardo Llantac discutió con el oficial, delante de los vecinos. El teniente–gobernador quería que se quedaran algunos hombres de la patrulla en el pueblo.
Pero el alférez tenía orden de regresar con todos ellos a la capital de la provincia. Los propios vecinos debían organizar su protección, formando rondas de vigilancia.
— Con qué armas, alférez–se desgañitaba Medardo Llantac-. ¿Nosotros con palos y ellos con fusiles? ¿Así quiere que peleemos?
El alférez repuso que hablaría con sus superiores. Trataría de convencerlos de que reabrieran el puesto de la Guardia Civil desafectado desde hacía cerca de un año. Luego, partió, llevándose amarrados en fila india a los prisioneros.
Tiempo después, los parientes de los nueve presos se desplazaron hasta Puquio y las autoridades no supieron darles la menor pista. En ningún puesto policial, ni en las oficinas del comando político–militar, figuraba que hubiese llegado un grupo de detenidos procedentes de Andamarca. En cuanto al joven alférez apodado Rastrillo probablemente había cambiado de destino, puesto que no era ninguno de los oficiales presentes y puesto que en Puquio nadie lo conocía. Para entonces, don Medardo Llantac y su mujer se habían esfumado del pueblo, sin decir ni siquiera a su madre y a sus hijos dónde se mudaban.
— Ya sé que estás despierto y que te mueres por contarme–dijo Lituma-. Bueno, Tomasito, cuéntame.
El camión entró a Huánuco al atardecer, veinte horas después de haber salido de Tingo María. Dos veces se le reventó una llanta en la carretera desfondada por las lluvias, y Tomás bajó de la tolva a ayudar al camionero, un huancaíno que no hacía preguntas indiscretas. En las afueras de Acomayo, en una barrera, desde los fardos de frutas entre los que se hallaban escondidos, lo oyeron responder «Ninguno» al guardia civil que le preguntó cuántos pasajeros llevaba. Otras dos veces se detuvieron, a tomar desayuno y a almorzar, en rancherías junto al camino, y Tomás y Mercedes bajaron también, pero sin cruzar palabra con el chofer. Éste los dejó frente al Mercado Central.
— Le di las gracias por no delatarnos en la barrera de Acomayo–dijo Tomás-. Le hicimos creer que nos estábamos escapando de un marido celoso.
— Si se están escapando además de otra cosa, no se queden por aquí–les aconsejó el chofer, a manera de despedida-. Como toda la coca de la selva pasa por esta carretera, Huánuco está lleno de soplones en busca de narcos.
Les hizo adiós con la mano y se fue. Estaba oscuro, pero no encendían aún las luces de la calle. Muchos puestos del mercado se hallaban cerrados; en los abiertos había gente comiendo a la luz de velas mortecinas. Olía a aceite, a frituras y a bosta de caballo.
— Estoy como si me hubieran machucado huesos y músculos–dijo Mercedes-. Tengo calambres, sueño. Pero, más que todo, hambre.
Bostezaba, frotándose los brazos. Su vestido floreado estaba lleno de tierra.
— Busquemos donde dormir–dijo Carreño-. Yo ando medio muerto, también.
— Carambolas, qué rico–susurró Lituma-. ¿A dormir o a otra cosa, Tomasito?
Preguntando a la gente que sorbía humeantes platos de sopa, averiguaron la dirección de una pensión y un hotelito. Debían pisar con cuidado pues el suelo estaba lleno de mendigos y vagabundos dormitando, y en las calles oscuras surgían perros enfurecidos a ladrarles. Descartaron la Pensión Lucinda, que se hallaba próxima a una comisaría. Tres cuadras más allá, formando esquina, apareció el Hotel Leoncio Prado. De dos pisos, paredes de barro y techo de calamina, tenía unos balconcitos de juguete. En la planta baja había un bar–restaurante.
— La que atendía me pidió la libreta electoral, pero no a Mercedes, y nos hizo pagarle por adelantado–dijo Tomás, demorándose en los detalles-. No le llamó la atención que estuviéramos sin equipaje. Mientras preparaba el cuarto, nos hizo esperar en el corredor.
— ¿Un solo cuarto? — se exaltó Lituma-. ¿Una sola camita, para los dos?
— El bar–restaurante estaba vacío–siguió el muchacho, sin oírlo, alargando la historia-. Pedimos gaseosas y una sopa. Mercedes bostezaba y se sobaba los brazos todo el tiempo.
— ¿Sabes lo que más lamentaría si los terrucos nos mataran esta noche, Tomasito? — lo interrumpió Lituma-. Irme de esta vida sin haber vuelto a ver una hembrita calata. Desde que pisé Naccos, me siento capado. A ti eso no parece importarte mucho, a ti te bastan los recuerdos de la piurana, ¿no?
— Lo único que faltaría es que me enferme–se quejó Mercedes.
— Eso era un pretexto–protestó Lituma-. Supongo que no le creíste.
— Será la incomodidad del camión. La sopa y un buen sueño te compondrán–la animó el muchacho.
Ella murmuró «Ojalá». Y estuvo con los ojos cerrados, tiritando, hasta que les trajeron la comida.
Así, yo podía mirarla a mis anchas–dijo Tomasito.
— Hasta ahora no puedo imaginármela–dijo Lituma-. No acabo de verla. No me ayuda nada que me digas «Es riquísima», «Es bestial». Dame detalles de cómo es, por lo menos.
— Una cara llenita, unos pómulos como dos manzanas, unos labios gruesos y una nariz bien dibujada–recitó Tomás-. Una naricita que latía cuando hablaba, olfateando como los perritos. El cansancio le había sacado unas ojeras azules, debajo de sus pestañotas.
— Pucha, estabas más templado que un becerro de la luna–se admiró Lituma-. Y sigues estándolo, Tomasito.
— A pesar de lo despeinada, a pesar de haber perdido todo el rouge y del terral del viaje, no se había afeado–insistió el muchacho-. Seguía lindísima, mi cabo.
— Tú, al menos, tienes esos recuerdos de Mercedes para consolarte–se quejó Lituma-. Yo no me traje ninguno de Piura. Ni una sola piurana o talareña que me esté extrañando, ni una sola mujer en el mundo a la que yo pueda extrañar.
Tomaron la sopa, en silencio, y les trajeron luego un apanado con arroz, que no habían pedido. Pero igual se lo comieron.
— De repente, los ojos se le llenaron de lágrimas, a pesar del esfuerzo para no llorar–dijo Tomás-. Estaba temblando y yo sabía que era por lo que podría pasarnos. Quería consolarla, pero no sabía cómo. El futuro me parecía negro a mí también.
— Sáltate esa parte y lleguemos a la cama de una vez–le pidió Lituma.
— Sécate los ojos–le alcanzó Carreño su pañuelo-. No dejaré que te pase nada, te lo juro.
Mercedes se secó la cara y permaneció callada hasta que terminaron de comer. La habitación estaba en el segundo piso, al fondo del pasillo, y a las camas las separaba un banquito de madera, como velador. El foco bailoteaba colgado de un cordón con telarañas, iluminando apenas las paredes descoloridas y cuarteadas y unos tablones que crujían bajo sus pies.
— La administradora nos alcanzó dos toallas y un jabón–siguió dando rodeos Tomasito-. Nos dijo que si queríamos bañarnos lo hiciéramos de una vez, porque de día no subía el agua.
Salió y Mercedes lo hizo tras ella, con la toalla al hombro. Regresó un buen rato después y el muchacho, que se había echado en la cama y estaba tenso como una cuerda de guitarra, se sobresaltó al sentirla en el cuarto. Venía con la toalla envuelta en la cabeza corno un turbante, el vestido desabotonado y los zapatos en la mano.
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