Array Array - Lituma en los Andes

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Lituma en los Andes: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando aquello pareció llegar a su término–sentía la boca reseca y le ardía la garganta–la señora d’Harcourt se sintió muy cansada.

— ¿Me van a matar? — preguntó, sintiendo que, por primera vez, la voz se le quebraba.

El de la casaca de cuero la miró a los ojos, sin pestañar.

— Ésta es una guerra y usted es un peón del enemigo de clase — explicó, mirándola con su mirada blanca, monologando con su voz sin matices-. Usted ni siquiera se da cuenta de que es un instrumento del imperialismo y del estado burgués. Y encimase da el lujo de tener buena consciencia, de sentirse la gran samaritana del Perú. Su caso es típico.

— ¿Me lo puede explicar? — dijo ella-. No lo entiendo, sinceramente. ¿De qué soy un caso típico?

— Del intelectual que traiciona a su pueblo — dijo el hombre, con la misma serena, helada seguridad-. Del que sirve al poder burgués, a la clase dominante. Lo que usted hace no tiene nada que ver con el medio ambiente. Sino con su clase y con el poder. Usted viene con esos funcionarios, los periódicos hacen publicidad y el gobierno gana una batalla. ¿Quién decía que éste era territorio liberado? ¿Quién que en esta zona se haba instalado ya un pedazo de la República de Nueva Democracia? Mentira. Ahí está la prueba. Vean las fotografías. Reina la paz burguesa sobre los Andes. Usted tampoco lo sabe, pero aquí está naciendo un nuevo país. Con mucha sangre y mucho dolor. Contra enemigos tan poderosos, no podemos tener contemplaciones.

— ¿Puedo al menos interceder por el ingeniero Cañas? — balbuceó la señora d’Harcourt-. Es un joven, acaso de la misma generación que usted. Nunca he conocido un peruano tan idealista, que trabaje con tanta…

— La sesión ha terminado–dijo el joven de la casaca, poniéndose de pie.

Cuando salieron estaba poniéndose el sol detrás de los cerros y el vivero de plantones comenzaba a desaparecer en una gran hoguera cuyas lenguas de fuego caldeaban la atmósfera. Le ardieron las mejillas. La señora d’Harcourt vio que el chofer estaba subiendo al jeep . Poco después, partía, por la ruta hacia Huancavelica.

— Por lo menos, él se ha librado–dijo, a su lado, el ingeniero Cañas-. Me alegro, porque el zambo es muy buen tipo.

— Lo siento mucho, ingeniero–murmuró ella-. Me siento tan culpable con usted. No sé cómo pedirle…

— Es para mí un gran honor, señora — dijo él, sin que le desfalleciera la voz-. Acompañarla en este trance, quiero decir. A los dos técnicos se los han llevado para allá, y, como son de menos jerarquía, les darán un tiro en la cabeza. Usted y yo, en cambio, somos privilegiados. Me lo acaban de explicar. Una cuestión de símbolos, parece. Usted es creyente, ano? Rece por mí, se lo ruego, yo no lo soy. ¿Podemos juntarnos? Resistiré mejor si puedo cogerle la mano. Tratemos, ¿quiere? Acérquese, señora.

— ¿Y qué decías en sueños, Tomasito? — preguntó Lituma.

Cuando el muchacho abrió los ojos, sobresaltado, el sol brillaba en la habitación y ésta lucía más pequeña y ruinosa que la noche anterior. Mercedes, peinada y vestida, lo miraba desde una esquina de la cama con unos ojillos inquisidores. En su cara flotaba una sonrisita burlona.

— ¿Qué hora es? — dijo él, desperezándose.

— Hace horas que te veo dormir–Mercedes abrió la boca y se rió.

— Vaya, vaya–dijo el muchacho, incómodo-. Menos mal que amaneciste de buen humor, hoy.

— Es que no sólo te estuve viendo dormir, también oyendo. — En la cara morena de Mercedes destellaban unos dientes blancos de ratoncita, mi cabo-. Hablabas y hablabas. Creí que te hacías el dormido. Pero me acerqué y estabas seco.

— ¿Y qué diablos decías en el sueño, Tomasito? — insistió Lituma.

— Yo me estaba comiendo un pavo que ni se imagina, mi cabo.

— Qué pronto aprendiste, qué pronto te pusiste al día–lanzó otra carcajada Mercedes, y él, para disimular su confusión, se inventó un largo bostezo-. Me seguías diciendo las cosas bonitas de anoche.

— Había llegado el momento de las coqueterías–comentó Lituma, divertido.

— Bueno, dormido se dice cualquier cosa–se defendió Carreño.

Mercedes se puso seria y lo miró derecho a los ojos. Estiró su mano hacia él, sus dedos se hundieron en sus cabellos y Tomás sintió que se los alisaba, como la víspera.

— ¿De veras sientes por mí eso que me has dicho toda la noche? ¿Eso que has seguido diciéndome dormido?

— Tenía una manera tan francota de hablar de las cosas íntimas que nunca se ha visto–murmuró Tomás, conmovido-. Me chocaba mucho, mi cabo.

— Te sabía a almíbar y caramelo, truquero–lo corrigió Lituma-. Mi paisana te había puesto ya de vuelta y media.

— ¿O es que me tenías ganas y ahora que te diste gusto se te va a pasar? — añadió Mercedes, comiéndoselo con los ojos.

— Eso de hablar, en pleno día, de las cosas que se dicen en la oscuridad y al oído a mí no me convence, mi cabo. Casi me enojo, le juro. Pero, apenas se puso a despeinarme, se me fue.

— Ya sé que no te gusta que te hable de eso — dijo Mercedes, otra vez seria-. Pero tampoco me entra eso de que, viéndome sólo un par de veces, y sin hablar ni siquiera dos palabras conmigo, te enamoraras de esa manera. Nadie me ha dicho esas cosas, horas de horas, incluso después de terminar. Nadie se ha arrodillado para besarme los pies, como tú.

— ¿Te arrodillabas y se los besabas? — se asombró Lituma-. Eso ya no era amor, sino adoración religiosa.

— Me está ardiendo la cara y no sé dónde meterme, amorcito–bromeó el muchacho.

Buscó la toalla que recordaba haber dejado la noche anterior al pie de la cama. Estaba en el suelo. La recogió, se cubrió la cintura y se incorporó. Al pasar junto a Mercedes, se inclinó a besarla. La boca contra sus cabellos, murmuró:

— Lo que te dije, lo sentía. Ésos son mis sentimientos por ti.

— Camote puro–se animó Lituma-. ¿Se tumbaron en la cama, otra vez?

— Me ha venido la regla, así que no te excites–dijo Mercedes.

— Tienes una manera de decir las cosas que me va a costar acostumbrarme–le soltó Carreño, riéndose-. ¿Me acostumbraré alguna vez o tendré que cambiarte?

Ella le dio una palmadita en el pecho.

— Anda a vestirte, para ir a tomar desayuno. ¿No te ha dado hambre lo que hiciste anoche?

— Yo me acosté una vez con una puta que estaba con la regla, en la Casa Verde de Piura–recordó Liturna-. Me rebajó la mitad. Los inconquistables me volvían loco con que me daría la sífilis.

Carreño salió al pasillo riéndose a carcajadas. No había agua en la ducha ni en el lavador, pero habían dejado una palangana y pudo lavarse como gato. Se vistió y bajaron al restaurante. Ahora estaban llenas las mesas y muchas caras se volvieron a examinarlos. La gente almorzaba ya, era pasado el mediodía. Se sentaron en la única mesa desocupada. El muchachito que servía les dijo que era tarde para el desayuno. Decidieron irse. Pagaron la noche y la administradora les indicó que las oficinas de los ómnibus y colectivos estaban por la plaza de Arenas. Antes de ir allí, pasaron por una farmacia en busca de paños higiénicos para Mercedes. Y en el mercado se compraron unas chompas de alpaca, para el frío de la Cordillera.

— Menos mal que el Chancho me había pagado por adelantado–dijo Tomás-. ¿Se da cuenta si hubiéramos estado sin un centavo en el bolsillo?

— ¿No tenía nombre el narco ése? — preguntó Lituma-. ¿Por qué le dices siempre el tipo, el Chancho, el jefe?

— Nadie sabía cómo se llamaba, mi cabo. Ni siquiera mi padrino, creo.

Comieron unos sándwiches de queso mantecoso en un cafecito y fueron a averiguar. Se decidieron por un auto que partía a las cinco de la tarde y llegaba a la capital al mediodía siguiente. De noche, la vigilancia sería más laxa en los puestos de control de la carretera. Era apenas la una de la tarde. Hicieron tiempo en la plaza de Armas, donde, a la sombra de los grandes árboles, se sentía menos el calor. Carreño se hizo lustrar los zapatos. En la vasta plaza había nubes de lustrabotas, vendedores, fotógrafos ambulantes y vagos que se asoleaban o dormían en las bancas. Y un tráfico intenso, de camiones cargados de frutas llegando de la selva o partiendo a la sierra y a la costa.

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