Array Array - Lituma en los Andes
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- Название:Lituma en los Andes
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— Usted necesita un culpable para esas desapariciones–exclamó de pronto Dionisio, como volviendo al mundo real para encarar a Lituma-.. A mal palo se arrima, señor cabo. No tenemos nada que ver. Adriana leerá el destino de la gente, pero no lo decide.
— Lo que les ocurrió a ésos está más allá de ustedes y de nosotros–le quitó la palabra su mujer-. Ya se lo he dicho. Destino, así se llama. Existe, aunque a la gente no le guste. Y, además, usted sabe muy bien que esas murmuraciones de los peones son basura.
— No son basura–lijo, detrás de ella, Carreño-. La esposa de Demetrio, quiero decir de Medardo Llantac, nos declaró antes de irse de Naccos que la última vez que vio a su marido éste le dijo que se iba a tomar una copita a su cantina.
— ¿Y no vienen todos los peones y capataces a nuestro local? — prorrumpió Dionisio, despertando de nuevo-. ¿Adónde quiere que vayan? ¿Hay otra cantina en Naccos?
— Para decir la verdad, no tenemos acusaciones concretas contra ustedes–reconoció Lituma-. Cierto. Porque lo saben a medías, o porque tienen miedo. Pero, cuando se les presiona un poco, todos insinúan que ustedes metieron la mano en estas desapariciones.
La señora Adriana volvió a reírse, con su risa amarga y desafiante. Hizo una mueca que le tomó toda la boca, como esas caras que los adultos deforman para divertir a los niños.
— Yo no le meto a nadie ideas en la cabeza–murmuró-. Yo les saco de adentro las ideas que tienen, y se las pongo ante la jeta. Lo que pasa es' que a ninguno de esos indios le gusta mirarse en el espejo.
— Yo sólo los ayudo a que se olviden de sus tristezas, dándoles de chupar–volvió a interrumpirla Dionisio, posando sus ojos acuosos y vibrátiles en Lituma-. Qué sería de los peones si no tuvieran siquiera la cantina para enterrar sus penas en alcohol.
Hubo un rayo, a lo lejos, seguido de un estruendo. Los cuatro permanecieron en silencio, hasta que el ruido cesó y quedó sólo el menudo cascabeleo de la lluvia. Toda la ladera por la que se bajaba al campamento era un lodazal, removido por múltiples arroyuelos. Por la puerta entreabierta, Lituma veía las cortinas de agua y un fondo de nubarrones sombríos. El campamento y los cerros del contorno hablan desaparecido en una mancha grisácea. Y eran las tres de la tarde.
— ¿Es cierto eso que se dice tanto de usted, doña Adriana? — exclamó de pronto Carreño-. ¿Que, de joven, usted y su primer marido, un minero con una nariz de este tamaño, mataron a un pishtaco?
Esta vez la bruja dio media vuelta para mirar al guardia. Estuvieron midiéndose un buen rato, en silencio, y, por fin, Tomasito pestañó y bajó los ojos.
— Dame tu mano, muchacho–murmuró la señora Adriana, amansada.
Lituma vio que el guardia retrocedía e iniciaba una sonrisa, pero al instante se puso serio. Dionisio lo examinaba, divertido, canturreando en voz baja. Doña Adriana mantenía la mano estirada hacia él, esperando. Su cabeza, vista de espaldas, era un plumero alborotado. Su adjunto le consultó con los ojos qué debía hacer. Lituma se encogió de hombros. Tomasito dejó que la mujer le pusiera la mano derecha entre las suyas. El cabo alargó un poco la cabeza. Doña Adriana sobaba y limpiaba la mano del guardia y la acercaba a sus ojos grandes y saltados: a Lituma le pareció que iban a salírsele de las órbitas y rodar por el suelo de la choza. Tomasito se dejaba hacer, pálido, mirándola con recelo. «Tendría que echar un carajo y acabar con esta payasada», pensaba Lituma, inmóvil. Dionisio se había vuelto a aislar en algún ensueño y, con los ojos entrecerrados, canturreaba bajito una de esas mulizas que entonan los muleros para distraer el aburrimiento en sus largos recorridos. Por fin, la bruja soltó la mano del guardia y resopló, como si hubiera hecho un gran esfuerzo.
— O sea que penas de amor–murmuró-. Ya me lo decía tu cara, muchacho.
— Eso lo adivinan siempre todas las adivinadoras del mundo–dijo Lituma-. Volvamos a las cosas serias, doña Adriana.
— Y tienes un corazón de este tamaño–añadió ella, como si no hubiera oído a Lituma; había separado las manos modelando un corazón gigante-. Qué suerte la de ésa, que la quieran así.
Lituma intentó una risita.
— Está tratando de ablandarte, Tomasito, no te dejes–murmuró. Pero el guardia no se reía. Tampoco lo escuchaba. Muy serio, miraba a la mujer, fascinado. Ella volvió a cogerle la mano y a sobársela, a escrutarla otra vez de muy cerca con sus ojos desorbitados. El cantinero seguía entonando la misma canción, a media voz, meciendo el cuerpo y dando saltitos a compás de la melodía, indiferente a todo lo demás.
— Es un amor que te ha traído desgracias, que te hace sufrir–dijo doña Adriana-. Tu corazón se te desangra cada noche. Pero eso al menos te ayuda a vivir.
Lituma no sabía qué hacer. Se sentía incómodo. No creía en brujas. Mucho menos en las habladurías y disparates sobre Adriana que corrían en el campamento y en la comunidad de Naccos, como ésa de que ella y su primer marido, un minero, habían matado con sus propias manos a un pishtaco. Pero igual se sentía descentrado y confuso siempre que se trataba del más allá. ¿Se podía adivinar la historia de las personas en las líneas de la mano? ¿En las barajas? ¿En las hojas de la coca?
— Tendrá un final feliz, así que no–te desesperes–concluyó la señora Adriana, soltando la mano del guardia-. No sé cuándo. Tal vez tengas que sufrir un poco más. Esos son unos hambrientos, nunca se cansan de pedir más y más. Pero, lo que ahora te desangra, terminará bien.
Resopló otra vez y se volvió hacia Lituma.
— ¿Está usted tratando de congraciarse con nosotros para que nos olvidemos de los desaparecidos, señora?
La bruja lanzó otra vez su risita.
— A usted no le leería la suerte ni aunque me pagara, cabo.
— Ni yo me dejaría, tampoco. Puta madre, y a éste qué le pasa.
Animado con su propia fantasía, elevando el canto que entonaba y con los ojos cerrados, Dionisio se había puesto a bailar en el sitio, en un estado de gran concentración. Cuando el guardia Carreño lo cogió del brazo y lo sacudió, el cantinero se quedó quieto y abrió los ojos, paseando por ellos una mirada asombrada, como si los viera por primera vez.
— Deja de hacerte el borracho, porque no lo estás tanto–lo reprendió Lituma-. Volvamos donde estábamos. ¿Me van a decir, por fin, lo que pasó con esos tipos? Y los dejo irse.
— Ni yo ni mi marido vimos nada–dijo ella, endureciendo los ojos y la voz-. Vaya y sonsáqueles la verdad a los que nos acusan de invencioneros.
— De todos modos, lo que pasó pasó y ya no tiene remedio, señor cabo–salmodió Dionisio-. Dese cuenta que es inútil. No se estrelle contra el destino, comprenda que es en vano.
Bruscamente, paró de llover y, al instante, el exterior se iluminó con un sol de mediodía. Lituma podía ver un arcoiris coronando los cerros que rodeaban el campamento, sobre el bosquecillo de eucaliptos. Toda la tierra, llena de charcos y riachuelos que brillaban, parecía de azogue. Y ahí estaba, en el horizonte de la Cordillera, donde las piedras y el cielo se tocaban, esa coloración extraña, entre violeta y morada, que él había visto reproducida en tantas polleras y rebozos de las indias, en las bolsas de lana que los campesinos colgaban de las orejas de las llamas, y que era para él el color mismo de los Andes, de esta sierra tan misteriosa y tan violenta. Carreño se había quedado pensativo, como ausente, con las palabras de la bruja. Por supuesto, Tomasito: te había dicho lo que querías oír.
— ¿Dónde nos va a tener presos? — La señora Adriana echó una mirada despectiva a la choza-. ¿Aquí? ¿Vamos a dormir los cuatro juntos, unos encima de otros?
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