Array Array - Lituma en los Andes
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— Bueno, ya sé que no tenemos una comisaría a su altura–dijo Lituma-. Tendrá que conformarse con lo que hay. Tampoco este puesto está a la altura nuestra. ¿No, Tomasito?
— Sí, mi cabo–murmuró el guardia, despertando.
— Deje, por lo menos, que Dionisio se vaya. Quién va a atender la cantina, si no. Nos van a robar todo y esos cuatro cachivaches es lo único que tenemos.
Lituma la examinó una vez más, intrigado. Gruesa, amorfa, sumida en sus harapos de ropavejera, con sólo las protuberantes caderas recordando al mundo que eso era una mujer, la bruja hablaba sin la menor emoción, como por cumplir una formalidad, mostrando que en el fondo no le preocupaba lo que pudiera ocurrirle. Dionisio todavía parecía más desdeñoso que ella de su suerte. Había vuelto a entrecerrar los ojos y a desentenderse del mundo. Como si ambos estuvieran muy por encima de todo esto. Todavía se la daban de soberbios, puta madre.
— Vamos a hacer un trato–dijo, por fin, Lituma, derrotado por una súbita desmoralización-. Ustedes me van a dar su palabra de no moverse del campamento. Ni siquiera veinte metros. Con esa condición, los dejaré que vivan en su negocio, mientras investigamos.
— ¿Y adónde iríamos? — entreabrió los ojos Dionisio-. Si pudiéramos, ya nos habríamos ido. ¿No están ésos ahí, escondidos en los cerros, con las piedras listas? Naccos se ha vuelto una prisión y ustedes y nosotros estamos prisioneros. ¿No se ha dado cuenta todavía, señor cabo?
La mujer se puso de pie con gran trabajo, cogiéndose de su marido. Y, sin despedirse de los guardias, ambos salieron de la choza. Se alejaron a pasitos cortos, buscando las piedras o las elevaciones donde había menos barro.
— Te has quedado tieso con lo que te adivinó la bruja, Tomasito.
Lituma le ofreció un cigarrillo. Fumaron, viendo achicarse y desaparecer en la ladera las siluetas de Dionisio y Adriana.
— ¿Te ha impresionado lo de la gran pena de amor? — echó una bocanada de humo Lituma-. Bah, quién más, quién menos, la tiene todo el mundo. ¿O te crees el único que sufre por una hembrita?
— Usted me dijo que nunca ha conocido eso, mi cabo.
— Bueno, pero sí he tenido mis encamotamientos–dijo Lituma, sintiéndose disminuido-.Sólo que a mí se me pasan ahí mismo. Con polillas, casi siempre. Una vez, en Piura, en esa Casa Verde que te he contado, me enamoré como loco de una trigueñita. Pero, para decirte la verdad, nunca he llegado al extremo de sentir ganas de matarme por una mujer.
Fumaron un buen rato, en silencio. Allá abajo, al pie de la ladera, una figurita comenzaba a trepar por el sendero, en dirección al puesto.
— Creo que nunca sabremos lo que les pasó a esos tres, Tomasito. La verdad, por más que los del campamento den a entender que Dionisio y doña Adriana están comprometidos, no acabo de tragármelo.
A mí también me cuesta creerlo, mi cabo. Pero cómo se explica que todos los peones terminen acusándolos.
— Se explica porque todos los serruchos son unos supersticiosos que creen en diablos, pishtacos y mulos–dijo Lituma-. Y como Dionisio y su mujer son medio brujos, los relacionan con las desapariciones.
— Yo no creía hasta ahora en nada de eso–trató de bromear el guardia-. Pero, después de lo que me leyó doña Adriana en la mano,. me conviene creer. Eso del corazón grande me ha gustado.
Ya Lituma podía distinguir a la persona que subía: llevaba un casco de minero que despedía reflejos en la tarde ahora luminosa, de cielo radiante y sin nubes. ¿Quién hubiera dicho que hacía unos minutos había trombas de agua, truenos, negras nubes panzudas?
— Ah, carajo, la bruja te compró–le siguió la broma Lituma-. ¿No los habrás hecho desaparecer tú a esos tres, Tomasito?
— Quién sabe, mi cabo.
Terminaron riéndose, nerviosos y con unas risitas insinceras. Y, mientras, a la vez que veía ya muy cerca al hombre con casco, Lituma no podía apartar de su cabeza a Pedrito Tinoco, el mudito que hacía mandados, el que limpiaba los barracones, el que había visto con sus ojos la matanza de vicuñas en Pampa Galeras. Desde que Tomasito le contó su historia, lo tenía presente casi todo el tiempo. ¿Por qué lo recordaba siempre en ese lugar, entre el parapeto y aquellas rocas grises, lavando la ropa? El del casco llevaba una pistola en la cintura y un bastón parecido a los de la policía. Pero vestía de civil, con blue jeans y un chaquetón en el que se distinguía un brazalete negro en el antebrazo derecho.
— No hay duda que muchos aquí saben muy bien lo que pasó, aunque no quieran abrir la boca. Los únicos papanatas que están en la luna somos tú y yo. ¿No te sientes un gran cojudo aquí, en Naccos, Tomasito?
— Me siento saltón, más bien. Claro que todos saben algo, aunque mientan y quieran descargar sus culpas en el cantinero y su mujer. Hasta creo que se han puesto de acuerdo para darnos a entender que Dionisio y doña Adriana fueron los invencioneros. Así nos despistan y se libran de toda responsabilidad. ¿No sería mejor enterrar este caso, mi cabo?
— No es que me importe nada esclarecerlo, Tomasito. Por el trabajo, quiero decir. Pero yo soy muy curioso. Se me ha metido el gusanito de saber qué les pasó. Y desde que me contaste lo del mudito y el teniente Pancorvo, no voy a dormir tranquilo hasta que sepa.
— La gente anda asustada, ¿lo ha notado? En la cantina, en la obra, entre las cuadrillas. Hasta entre los indios de la comunidad que todavía no se han ido. El ambiente es tenso, como si fuera a pasar algo. Puede ser el rumor ese de que van a parar la carretera, de que se quedarán todos sin trabajo. Y, también, tantas matanzas por todas partes. No hay nervios que aguanten. El aire está caldeado. ¿No lo siente?
Sí, Lituma lo sentía. Las caras de los peones andaban reconcentradas, sus ojos se volvían a derecha y a izquierda como para sorprender a un enemigo acechante, las conversaciones en la cantina o entre las barracas eran entrecortadas, lúgubres y se interrumpían en su presencia. ¿Era por las desapariciones? ¿Estaban asustados porque cualquiera de ellos podría ser el cuarto?
— Buenas tardes, cabo–dijo el hombre con casco de minero, haciéndoles una venia de saludo. Era un mestizo alto y fuerte, con la barba crecida. Traía unos botines de minero, de anchas suelas, embarrados hasta los tobillos. Trató de limpiárselos, antes de entrar a la choza, zapateando fuerte en el travesaño del umbral-. Vengo de La Esperanza. A buscarlo a usted, cabo Lituma.
La Esperanza era una mina de plata, a unas cuatro horas de marcha, al oriente de Naccos. Lituma no habla estado allá, pero sabía que varios peones del campamento eran mineros licenciados de esa empresa.
— Anoche nos cayeron los terrucos e hicieron destrozos–explicó, quitándose el casco y sacudiéndose unos pelos largos, llenos de grasa. Su chaqueta y pantalón estaban empapados-. Mataron a uno de mis hombres e hirieron a otro. Soy el jefe de seguridad de La Esperanza. Se llevaron los explosivos, la plata de la planilla y mil cosas más.
— Lo siento mucho, pero no puedo ir–se disculpó Lituma-. Sólo somos dos en el puesto, yo y mi adjunto. Tenemos un problema serio que resolver. Tendría que pedir instrucciones a la comandancia de Huancayo.
— Ya lo hicieron los ingenieros–replicó el hombre, con mucho respeto. Sacó un papel doblado del bolsillo y se lo alcanzó. Hablaron por radio con sus jefes. De Huancayo dijeron que usted debía encargarse. La Esperanza está dentro de su jurisdicción.
Lituma leyó y releyó, descorazonado, el telegrama. Eso decía. En esa mina estaban mejor equipados que en este campamento cochambroso. Él aquí estaba incomunicado, ciego y sordo a lo que ocurría en el mundo exterior. Porque la radio del campamento funcionaba tarde, mal y nunca. ¿Quién había tenido la absurda idea de instalar un puesto de la guardia civil en Naccos? Hubieran debido instalarlo en La Esperanza, más bien. Pero de haber estado allí, él y Tomasito hubieran tenido que enfrentarse a los terrucos. Estaban cerquita, entonces. La soga se apretaba en el cuello un poquito más. Carreño se había puesto a preparar café en el primus. El hombre de la mina se llamaba Francisco López. Se dejó caer en el pellejo en el que había estado sentada doña Adriana. La tetera empezó a hacer gorgoritos.
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