En la calle, el hombre gordo aún lo sigue con sus ojillos duros, y en la taberna se sienta a otra mesa y sólo de vez en cuando le mira la cara a través del ángulo que forma su brazo.
Y ya empieza a propagarse el fuego, ya se revuelca con sus ardientes faldas rojas y sube hasta los tejados. Y en el cielo de la aldea tiembla ya el incendio.
Fuego, grita alguien, luego chillan dos y al final braman todos la misma palabra, y la aldea entera se agita sobre la colina. Los hombres acuden con cubos.
Llegan los bomberos de su fiesta gremial con una bomba de incendios pintada de rojo que tiende hacia los árboles un brazo chillón y oscilante. Todo crepita y relumbra en torno al gran henil en llamas. Luego se oye un crujido, y las vigas se quiebran y caen a tierra. Y la caldera hierve, y las caras se ponen rojas y negras y se hinchan de miedo.
Me quedo de pie en el patio, y las piernas me brotan del cuello. No tengo sino este nudo en la garganta. Mi gaznate brinca por encima de las vallas.
El fuego me tortura con sus tenazas. El fuego se va acercando, y mis piernas son ya madera negra carbonizada.
Yo he prendido el fuego. Sólo los perros lo saben. Cada noche trasguean por mi sueño. No contarán nada, dicen, pero me ladrarán hasta que muera.
A nuestro patio fueron llegando hombres que vaciaban la leche en el huerto y se llevaban los cubos, y tiraban de la manga de mi padre diciéndole ven, tú también eres bombero y tienes un gorro precioso y un uniforme rojo oscuro. Papá se hizo eco de su clamor y salió detrás de ellos. Papá advirtió su terror en los ojos. Y su uniforme rojo oscuro echó a andar delante de él por el empedrado. Y a cada paso su gorro precioso le comía un trozo de su espesa cabellera. Un sudor cálido me bañaba la frente, las ondas rojas me quemaban el nervio óptico bajo los párpados.
Corro por la pradera. Allí está la multitud boquiabierta.
Y yo.
Siento sus penetrantes ojos en mi nuca.
Y a mi lado está siempre el hombre de la caja de fósforos.
Su codo, al lado mismo de mi brazo está su codo. Es duro y puntiagudo.
De sus zapatos caen trocitos de tierra del huerto. Nadie me mira. Todos no son más que espaldas y talones y lazos de delantal y puntas de pañuelos. Todos callan. Y aún hoy siguen callando, pero me excluyen.
Y él gana el juego de cartas el domingo. Y baila fabulosamente, el hombre de la caja de fósforos.
Desde que en el pueblo sólo quedan once alumnos y cuatro maestros, que en su conjunto integran la llamada escuela primaria, el maestro de educación física enseña también agronomía. Desde entonces, en las clases de agronomía se practica el salto de longitud sobre una poza de arena siempre húmeda y lo que se conoce como el juego de las naciones, en verano con pelotas auténticas y en invierno con bolas de nieve. En este juego los alumnos se agrupan por países. El que recibe un pelotazo debe retirarse tras la línea de tiro, y, como está muerto, ha de seguir mirando hasta que todos los demás jugadores de su país hayan sido liquidados, o, como se dice en el pueblo, hayan caído por la patria. El maestro de educación física suele tener problemas a la hora de agrupar a los alumnos. Por eso, al terminar cada clase se anota a qué país ha pertenecido cada alumno. El que en la clase anterior pudo ser alemán, deberá ser ruso en la clase siguiente, y el que en la clase anterior fue ruso, podrá ser alemán en la siguiente. A veces el maestro no consigue convencer a un número suficiente de alumnos de que sean rusos. Cuando ya no sabe qué hacer, les dice: sois todos alemanes y basta. Y como en este caso los alumnos no entienden por qué habrían de combatir, son agrupados en sajones y suabos.
En verano, los alumnos también tienen tinta roja, y tras caer abatidos a tiros, se pintan manchas coloradas en la piel y en la camisa.
El maestro de educación física, es decir el director de la escuela, que además enseña música y alemán, también se hizo cargo hace unos días de las clases de historia, pues aquel juego es igualmente idóneo para la clase de historia.
Junto a la escuela queda el parvulario, donde los niños cantan canciones y recitan poemas. En las canciones se habla de excursiones y cacerías, y en los poemas, de amor a la madre y a la patria. A veces, la maestra del parvulario, que aún es muy joven -lo que en el pueblo se llama una mozuela- y toca muy bien el acordeón, enseña a los niños canciones de moda en las que aparecen palabras inglesas como darling y love. Resulta que a veces los chiquillos pellizcan a sus compañeras debajo de la falda o las miran por la angosta rendija de la puerta del retrete, algo que la maestra llama una vergüenza. Como esto suele ocurrir de vez en cuando, en el párvulario también se celebran reuniones de padres de familia, que en el pueblo se llaman diálogos con la maestra. En ellas, la maestra da a los padres una serie de indicaciones -que en el pueblo se llaman consejos- sobre cómo castigar a sus hijos. El castigo más recomendado y que se adapta a cuaquier falta, es el arresto domiciliario. Durante una o dos semanas se le prohíbe al niño salir a la calle cuando vuelve a casa del parvulario.
Junto al parvulario está la plaza del mercado. En ella se compraban y vendían hace años ovejas, cabras, vacas y caballos. Ahora vienen una vez al año, en primavera, unos cuantos hombres embozados de los pueblos vecinos y traen en sus carros cajas de madera con lechones. Los lechones sólo se venden y compran por parejas. Los precios no dependen tanto del peso como de la raza, que en el pueblo se llama calidad. Los compradores traen consigo a algún vecino o pariente y examinan la constitución del cochinillo, que en el pueblo se llama físico: si tiene patas, orejas, hocicos o cerdas largas o cortas, o si tiene la cola enroscada o estirada. Si no quiere venderlos a mitad de precio, el vendedor tendrá que encerrar de nuevo en su caja de madera aquellos lechones con manchas negras o distinto color de ojos, que en el pueblo se llaman lechones de mal agüero.
Además de cerdos, los aldeanos crían también conejos, abejas y aves de corral. Las aves de corral y los conejos se llaman ganado menor en los periódicos, y la gente que cría aves de corral y conejos son los llamados criadores de ganado menor.
Aparte de cerdos y ganado menor, la gente del pueblo tiene también perros y gatos a los que, como se cruzan entre sí hace ya decenios, resulta imposible distinguir unos de otros. Los gatos son aún más peligrosos que los perros; se cruzan, lo que en el pueblo se llama aparearse, incluso con los conejos. El hombre más viejo del pueblo, que ha sobrevivido a dos guerras mundiales y a muchas otras cosas y personas, tenía un gran gato rojo. Su coneja trajo al mundo -lo que en el pueblo se llama parir- tres veces seguidas conejitos con manchas rojas y grises que maullaban y que el veterano ahogaba puntualmente. A la tercera vez, el viejo ahorcó a su gato. Después de eso, la coneja trajo dos veces al mundo conejitos atigrados, y tras la segunda vez el vecino ahorcó a su gato atigrado. La última vez, la coneja tuvo crías de pelo largo y crespo, pues un gato de la calleja vecina o del pueblo vecino, que es producto del cruce de un perro con un gato del pueblo, tiene ese tipo de pelaje. No sabiendo entonces qué hacer, el hombre más viejo del pueblo mató a su coneja y la enterró, pues no quiso probar su carne al no haber tenido ella hacía años otra cosa que gatos en la barriga. Todo el pueblo sabe que el viejo llegó a comer carne de gato en Italia, cuando era prisionero de guerra. Lo cual no significa, ni mucho menos, dice él mismo, que tenga que soportar la desvergüenza de su coneja, porque una aldea suaba no está, gracias a Dios, en Italia, aunque a veces él tenga la impresión de que igual podría estar en Cerdeña. La gente del pueblo, sin embargo, atribuye esa impresión a la arterioesclerosis del viejo, y dice que ya está un poco chocho.
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