La tumba se ha hundido, dice mamá. Hay que echarle dos carretadas de tierra y una de estiércol fresco para que crezcan las flores. El zapato negro de mamá cruje en la arena. Es algo que bien puede hacer tu tío por tu hermano muerto, dice mamá.
La abuela se cuelga el rosario de cuentas blancas en su índice muerto.
Los ojos hundidos de papá miran el pie de cristal negro de mamá con la grieta blanca. Los zapatos negros de mamá van sorteando toperas entre tumbas desconocidas.
Atravesamos la puerta del cementerio. El pueblo se hunde en sí mismo y huele a ramos de abelo y helecho, a crisantemos y maraña de cera.
Ante mis pasos va el pequeño Sepp.
El pueblo es negro. Las nubes son de damasco negro.
La abuela desgrana su rosario de cuentas blancas. Mamá me aprieta los dedos en su mano.
Papá es nuestra alma muerta. Papá tiene hoy su día de fiesta y pasa bailando a la orilla del pueblo.
El liguero de mamá le deja marcas profundas en la cintura. Papá pega sus muslos contra una nube de damasco negro mientras baila un tango opresivo.
Mamá me ciñe la octava pretina en torno a la cintura. Las pretinas son blancas y angostas. Las pretinas son calientes y oprimen la cintura y me comprimen el aliento en la garganta.
Peter aguarda sentado en una silla, a un extremo de la mesa.
Las faldas bajeras, fruncidas en pliegues de piedra, están guarnecidas de encajes. Los agujeros de los encajes y su delicada osatura pesan y huelen a moho. Los encajes tienen venas calizas como las que recorren las largas paredes del molino viejo.
La novena falda es de color gris claro como las ciruelas al amanecer. Flota sobre las faldas bajeras de piedra. Yo sólo siento su pretina caliente. La novena falda tiene flores blancas sobre un fondo de seda gris, penumbroso. Las flores son campanillas con la cabeza inclinada. Muchas de las cabezas quedan ocultas entre los pliegues. Sólo se ven cuando empiezo a girar, cuando el acordeón resuena, cuando el clarinete negro grita, cuando la piel de ternera del tambor zumba.
Peter me hace girar en torno a su cara.
Las campanillas blancas se marean y susurran una cadencia. Mis zapatos pisan una cadencia, los flecos de mi dengue tiemblan una cadencia, mis cabellos vuelan una cadencia. Un rizo se me cae sobre la oreja, otro se me cae sobre la nuca, otro se me cae sobre la base de la nariz y huele a pasta de ciruela. El tambor zumba hueco como un puente.
Toni gira su media cara tras la cabeza de Bárbara. Mis ojos giran junto a la oreja de Toni. Mis orejas giran en torno a la cabeza de Peter.
La piel de ternera me zumba en las sienes, en los codos, en las rodillas. La piel de ternera me zumba bajo el dengue, bajo la piel, y me oprime el corazón. Tengo las caderas calientes, los muslos tensos, mis músculos empiezan a girar sobre el vientre.
Entre Toni y yo hay cuatro dengues con flecos tremolantes. Entre Toni y yo está la cara del panadero con su clarinete negro.
Mis faldas bajeras ondean en torno a mis pantorrillas. Mi falda de seda gris gira en torno a las perneras negras de Peter. Las cabezas de las campanillas blancas se estiran entre los pliegues. Mi falda de seda gris es una campana muda.
Los muslos de Peter tiemblan cálidos. Las rodillas de Peter son duras y puntiagudas. Los ojos de Peter centellean ante mi cara. Las comisuras de sus labios brillan rojas y húmedas. La mano de Peter es grande y dura. Toni levanta la mano de Bárbara hasta su oreja.
El clarinete negro enmudece. El panadero sacude la saliva de la lengüeta. El panadero canta: ven a bailar conmigo en la mañana. Peter pega a mi cuello el blanco cuello duro de su camisa.
Cierro los ojos y bailo con Toni y mi falda de seda gris a la orilla del pueblo, detrás del molino, tras el último destello de luz blanca de la bombilla alta, bajo el puente hueco.
Mi blusa es suave, sus botones son pequeños, sus ojales, grandes. Mi falda es matinal y se alza como la niebla. Las manos de Toni arden sobre mi vientre. Mis rodillas se alejan nadando una de la otra, se alejan hasta una distancia igual al largo de mis piernas. Mi vientre tiembla, las sienes me oprimen los ojos. El puente es hueco y gime, y el eco me cae en la boca. Toni jadea, y la hierba suspira. Mi falda alborea bajo mis codos. La espalda de Toni suda entre mis manos. Arriba, en la luna, detrás de mi pelo, los perros ladran olvidados, y el guardián nocturno se apoya en la larga pared con venas calizas del molino viejo y se duerme.
El puente gira en torno a mis manos, y mi lengua gira en la boca de Toni. Toni, acezante, me abre un agujero en el vientre. Mis rodillas nadan al borde del puente. El puente cae en mis ojos. Un lodo calido fluye por mi vientre y se extiende sobre mí y me pega el aliento y me en tierra la cara.
Abro los ojos. Sobre mi frente hay unas gotas temblorosas. La lluvia cansada resbala por mi garganta bajo el puente hueco.
Peter me oprime la mano con su pulgar grande, con su sudor viscoso. Peter me hace girar en torno a él y gira en torno a mí. Yo floto en torno a Peter y mis rodillas son de plomo.
El panadero sacude la saliva de su clarinete negro y canta con garganta saltarina: pero no, pero no, dijo ella, no te besaré. Sus ojos giran como el vino en el cántaro. Los negros hombros de Toni giran en torno a los flecos volantes de Bárbara.
Peter hace la ventana conmigo. Mis dedos se pegan a los suyos. Mis brazos se enroscan en sus codos. Ante mi cara gira la ventana hecha con su carne y mis manos oprimidas. A través de la ventana veo la media cara de Toni.
Entre nuestras ventanas, por entre nuestras medias caras se asoma la cara angulosa de mi madre con un pañuelo de seda negra en la cabeza, con unos ojos saltones y punzantes, con una boca sin dientes.
Los ojos punzantes nadan fuera del rostro anguloso, fuera del pañuelo de seda negra, nadan hasta el final de la calle abierta, hasta el final del pueblo encorsetado. Pasados los últimos huertos, detrás del puente hueco, los ojos punzantes rompen la tierra y se precipitan dentro.
A la salida del pueblo se yergue una cruz. Jesús está colgado al borde del camino, Jesús lanza una mirada ausente al campo de remolachas a través de una ventana de ciruelos destrozados.
Mis ojos nadan fuera de la ventana, fuera de mi cabeza, de mi boca ardiente, de mi sudor escondido. Mi ventana es ciega. Mis brazos están mortalmente cruzados en los brazos de Peter. Miro una vez más por mi ventana ciega y digo en voz baja y deprisa: tengo náuseas.
La lengua se me hunde en la boca. Me caigo sobre mi penumbrosa campana de seda gris. Me hundo en los inquietos pliegues de las faldas negras de esas mujeres viejísimas, en las manos que intentan aferrarte, en la boca sin dientes.
Las faldas negras son tan abiertas como las calles, tan cerradas como el pueblo, tan quebradizas como esa tierra que intenta aferrarte detrás de los últimos huertos, detrás de los ojos punzantes, detrás de la boca sin dientes.
El hombre de la caja de fósforos
Ei fuego consume la aldea cada noche. Primero arden las nubes.
Cada verano se lleva un granero. Los graneros se incendian siempre en domingo, cuando la gente baila y juega a las cartas. El crepúsculo rueda por las calles como un intestino grueso. Luego arde lentamente allá en el fondo, entre la paja y el entramado de tallos. Y sólo uno lo sabe, el hombre de la caja de fósforos, que ventila su odio por las plantaciones de patatas, detrás de los maizales. En ese huerto arrastraba sacos y escardaba remolachas cuando era un niño enclenque. Dormía en el establo de esa casa, y en ella fue llamado peón por una niña de su misma edad que tenía trenzas rubias y lisas y en invierno comía naranjas y le salpicaba la cara con el fragante zumo de las mondas vacías. Ahora se interna por el maizal, y el susurro que oye a sus espaldas le hace creer que él mismo es el viento.
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