Una vez, sin embargo, lo cerró. Yo corrí a llamar a la abuela, pero cuando llegamos junto a la cama, tenía otra vez el pico muy abierto y hasta me guiñó el ojo. Pero esto ya no se lo dije a la abuela, que se puso hecha una furia porque la había hecho venir en vano desde el patio interior, y me tiró del lóbulo de la oreja con su mano dura y gritó: te voy a arrancar las orejas, ya verás.
Mamá saca las hojas de la ventana y las lava en una gran bañera de hojalata. Quedan tan limpias que en ellas se puede ver el pueblo entero, como en un espejo del agua. Parecen hechas de agua. También el pueblo parece hecho de agua. Te da vértigo si miras mucho rato el pueblo en el cristal de la ventana.
Todo está limpio. Mamá oscurece habitaciones y vestíbulos. La casa entera está deshabitada y oscura. Hasta las moscas zumban aturdidas por entre la última puerta abierta, que mamá también cierra. Luego se queda un rato como encerrada en el patio. El sol deslumbrante la ciega unos instantes. Mamá se pone la mano sobre los ojos como la visera de una gorra.
Mamá oye piar algo en el canalón. Los gorriones se han hecho un nido. Mamá aprende otra vez a ver. Y se dirige al patio interior, a buscar la escalera grande.
El nido es pequeño y se ha soltado. Se pega a la escoba y cae al suelo. Sobre el empedrado se precipitan unos gritos de piel gris y arrugada. La gata está sentada sobre sus patas posteriores, con la cola tranquila y estirada tras de sí. Los polluelos aún pían entre sus fauces. Aún se defienden en su esófago. La gata mira el sol, satisfecha.
Mamá todavía sigue en lo alto de la escalera. Los peldaños le achatan la planta de los pies. Las plantas de sus pies están sobre mí. Me aplastan la cara. Mamá se para sobre mis ojos y me los hunde. Mamá me hunde las pupilas en el blanco de los ojos. Mamá tiene manchas azul oscuro en las plantas de los pies.
Mamá me mira de soslayo. Su media cara es grande y fría como una media luna. Mamá ya sólo tiene esa media cara, en la que su ojo es tan delgado como una fisura. La escalera se tambalea, y mamá se columpia por encima del pueblo. Mamá puede tocar con sus manos a los muertos que están en el cielo.
Sobre el pueblo sopla un aire caliente; no hay un solo pájaro en el aire; está anocheciendo.
El portón de la calle chirría. Entra papá. Ya está aquí. Hoy puede caminar recto. Papá no está borracho.
Mi corazón palpita de alegría. Aguardo la noche. También hay miedo en la alegría. Mi corazón palpita de miedo en la alegría, de miedo de no poder seguir alegrándome, de miedo de que el miedo y la alegría sean la misma cosa.
Intenté cenar. Mis dientes no encajaban uno en otro. La saliva tenía un sabor extraño en mi boca, como si no fuera mía. Hasta el agua que quise beber se me atascó en la garganta.
Quizás esta noche sea una de esas pocas noches tranquilas. Quizá pueda peinar otra vez a papá, quizá le encuentre alguna cana y se la arranque de raíz.
Quizá pueda atarle a papá un lazo rojo en el pelo. Hoy no le tocaré las sienes.
Nunca más le tocaré la cara. Ésta es su muerte.
Un día la abuela volvió a caerse sobre el empedrado, cerca del pozo. El jubón no se le subió esa vez hasta los brazos, y me quedé riendo un buen rato. También me di cuenta de que la caída no había sido tan fuerte por culpa del empedrado, sino de mis carcajadas.
A la abuela le enyesaron el brazo. Lo tuvo todo un verano enyesado. Por el extremo de la escayola le asomaba la mano, una mano de verdad. El brazo de yeso de la abuela era precioso. Era muy blanco y parecía muy fuerte. Una vez le dije que le quedaba muy bien. Se enfadó y me tiró una pantufla. No me golpeó, pero yo rompí a llorar.
El brazo de yeso de la abuela se le ensució con el tiempo. El médico de la ciudad, que se lo había hecho, tenía la cara hinchada y muy pálida. Cuando vio en qué estado estaba el brazo, la cara se le hinchó aún más.
Sobre él se veían varias salpicaduras de estiércol de vaca, restos de hojas de tomate, muchas manchas de ciruela azules, y unas cuantas de grasa. Había todo un verano concentrado allí encima, y el médico parecía tener algo en contra de él. Le hizo un nuevo brazo de yeso. Pero el primero era más bonito. El nuevo no me gustaba. Era de un blanco brillante, y en él la abuela parecía un tanto desmañada.
Aquel día la abuela me llevó a la ciudad.
Y con su nuevo brazo de yeso nos metimos a un parque. Allí me invitó a pan blanco y salchichón. Un grupo de palomas se afanaba de un lado a otro ante nuestro banco. No me tenían miedo y picoteaban el pan que les iba tirando.
La abuela se sacudió las migas de pan del delantal, y cuando nos levantamos me compró un gran helado color rosa. Pero antes de que empezara a lamerlo, la abuela recalcó que no me lo merecía porque en el tren no me había quedado sentada en mi sitio como una chica buena. Yo quería coger amapolas rojas en el campo; quería que el tren se detuviera. No hubiese tardado mucho. Era rápida cogiendo flores. Pero el tren pasaba como una furia junto a todas las amapolas rojas.
Cada vez que bajaba al valle con el abuelo a recoger arena, un tren muy bonito pasaba siguiendo el río. Lo oía desde lejos. Hacía unos ruidos rítmicos y preciosos, y por sus ventanillas asomaban cabezas. Yo daba brincos de alegría y hacía señas con la mano. Y las manos de las ventanillas me las devolvían, aun estando lejos seguían haciendo señas.
En las ventanillas había a veces mujeres con unos vestidos de verano preciosos. Nunca les veía bien las caras, pero sabía que eran tan bonitas como sus vestidos y que esas mujeres jamás se bajarían en nuestro apeadero, demasiado pequeño para ellas. Eran demasiado bellas para bajarse en ese apeadero.
No quería intimidarlas con mis señas, a lo mejor eran tímidas. Y al agitarse, las manos se me iban poniendo más y más pesadas hasta que al final me colgaban, inmóviles, a ambos lados.
Y me quedaba de pie junto al tren trepidante y miraba sus ruedas, y tenía la sensación de que ese tren salía de mi garganta y no le importaba destrozarme las vísceras y dejarme morir. Él lleva sus mujeres bonitas a la ciudad, y yo me moriré aquí, junto a un montón de estiércol de caballo sobre el cual zumban las moscas.
Me fui a buscar algún lugar con hierba y sin guijarros. Quería caer de espaldas para no rasguñarme la cara. Quería enfriarme en la sombra y ser una muerta hermosa.
Y seguro que también me pondrán un precioso vestido nuevo cuando me muera.
Era mediodía, y la muerte no llegaba.
Me puse a pensar que se preguntarían cómo es que me había muerto así tan de repente. Y mamá lloraría mucho por mí, y todo el pueblo vería asi cuánto me había querido.
Pero la muerte seguía sin llegar.
El verano me apabullaba con su opresivo aroma a flores proveniente de la hierba alta. Las flores silvestres se me metían bajo la piel. Bajé al río y me eché agua en los brazos. De mi piel crecieron unos arbustos muy altos y me convertí en un hermoso paisaje palustre.
Me tumbé sobre la hierba alta y me dejé resbalar hacia la tierra. Esperaba que los grandes sauces vinieran hasta mí atravesando el río, que hundiesen en mí sus ramas y esparcieran sus hojas sobre mi cuerpo. Esperaba que dijeran: eres el pantano más bello del mundo, todos venimos a verte. También traemos a nuestras grandes y esbeltas aves acuáticas, que volarán y gritarán dentro de ti. Y tú no podrás llorar, pues los pantanos deben ser valientes y si te metes con nosotros, tendrás que aguantarlo todo.
Quería ensancharme, para que las aves acuáticas cupieran dentro de mí con sus grandes alas y pudieran volar. Quería producir las caltas más hermosas, pues ellas también son pesadas y brillantes.
El abuelo ya había apilado un montón de arena en la orilla. Yo me puse a juntar las conchas rotas, las llevé al agua y bebí en ellas. Eran blancas y brillantes como el esmalte, y el agua era amarilla y tenía tierra amarilla y unos bichejos diminutos que también parecían tierra, pero pataleaban.
Читать дальше