La abuela tenía siempre ante sus ojos los grandes y anchos pétalos. No dejaba una sola hierba en el arriate.
Cuando las cabezas de las adormideras estaban ya secas y amarillentas, sacaba el cuchillo más grande del cajón y las cortaba todas sobre un cesto de mimbre. Y luego, cuando cocinaba, las ollas se le resbalaban, los platos se le rompían en la mano, los vasos se estrellaban en el suelo frente a ella, los estropajos cogían mal olor y no se secaban de un día para otro de tanto lavarlos, los cuchillos se mellaban, los gatos se adormilaban en las sillas de la cocina y ronroneaban y roncaban. Y tras su aguja de coser, la abuela hablaba de las amapolas de su infancia.
La bisabuela, que ahora cuelga enmarcada sobre la cama de la abuela, le vació un día, de golpe, tres cabezas de adormidera en la garganta. La abuela se tragó los duros granos y cayó en un profundo sueño. Sus padres y los peones se fueron al campo y la dejaron durmiendo en la casa, y al volver por la tarde aún la encontraron dormida.
También le dieron otro día cagarruta de corneja, que sabía a yeso y era calífera, áspera y picante. Los trocitos te pellizcaban la lengua, y acababas sumida ne un largo sueño, negro como una corneja.
A Franz, un hermano de la abuela que no paraba de llorar, le pusieron un día un trozo demasiado grande de caca de corneja en la boca y nunca más volvió a despertarse. Se puso tieso y la cara se le llenó de manchas azules. Y como sólo quería seguir durmiendo, lo enterraron precipitadamente, sin funerales ni música, en un ataúd hecho en casa con las tablas bastas y rasposas de una gran caja de mermelada.
El yegüero se lo llevó al cementerio en su carretilla entre el polvo de las calles y el vacío del pueblo. Nadie se dio cuenta de que había muerto alguien, casa tampoco lo notó nadie. Aún quedaban suficientes niños, un dormitorio lleno, una salita llena y un banco junto a la estufa igualmente lleno. En invierno se paseaban por el pueblo solos y se turnaban para ir a la escuela, pues en casa no había zapatos suficientes para tantos pies. En casa no se echaba de menos a nadie. Cuando no estaba uno, estaba el otro.
Hoy en día no tienen sino una niña en casa y ésta tiene siete pares de zapatos y qué sé yo cuántas cosas más. La casa está vacía, y ahí están los zapatos siempre limpios y relucientes, porque la niña no debe caminar sobre la porquería y cuando llueve la llevan en brazos.
La abuela carraspea y se pasa horas y horas sin decir nada. A veces va de arriba abajo por la casa cantando: «El llanto, o el vino, les enturbia los ojos a las mujeres». Una vez lo canta con «llanto», y otra, con «vino». Y tiene cien arriates llenos de amapolas en la memoria, y todas las flores blancas que han crecido en el huerto se le marchitan en la cara y caen a tierra cuando ella pasa. Y una fina lluvia negra de semillas de amapola va cayendo de sus faldas, tan pesadas que apenas la dejan caminar de tanta amapola.
Mamá se echa a llorar. Y al llorar habla tanto cuanto llora, tanto como cuando habla, y siempre le viene un romadizo de agua vidriosa que ella se limpia en las mangas.
Papá está otra vez borracho. Enciende el televisor y mira la pantalla vacía de la que sólo sale un centelleo que a su vez emite música. Y la cara de papá está tan vacía como la pantalla, y mamá dice apaga ese televisor, y papá se limita a bajar totalmente el volumen y deja que siga centelleando y entona una canción, la de los «Tres compañeros que salen a correr mundo».
Al llegar a «mundo» papá levanta mucho la voz y señala la calle a través de la ventana. El empedrado está lleno de cagarruta de ganso. «¿En qué lugar del ancho mundo se quedaron?» La voz de papá se ablanda. «El viento los ha dispersado, porque nadie, nadie una mano les ha dado.» El viento del pueblo tiembla sobre las briznas de hierba y la cagarruta de ganso. Papá tiene la cara, los ojos, la boca y los oídos llenos de su propia canción ronca.
La cocina está llena de humo. De la olla de remolachas vuelve a subir un vapor denso que llega hasta el techo y nos devora las caras.
Horadamos con la mirada esa cálida niebla, que pesa y nos oprime el cráneo. Desviamos la mirada de nuestra soledad, de nosotros mismos, y no soportamos ni a los otros ni a nosotros mismos, y los otros tampoco nos soportan.
Papá canta, y la cara se le cae cantando bajo la mesa, sobre los listones cruzados que sostienen las patas, maldita sea, somos una familia feliz, maldita sea, la felicidad se evapora en la olla de remolachas, maldita sea, de vez en cuando el vapor nos corta la cabeza de un mordisco, de vez en cuando la felicidad nos corta la cabeza de un mordisco, maldita sea, la felicidad nos devora la vida.
Mi cara cae sobre las pantuflas de fieltro de la abuela. Ahí está la oscuridad, ése es el gran refugio negro en el que no hace falta respirar, el lugar don de uno puede asfixiarse consigo mismo. Mamá llora y habla, mamá habla y llora. Mamá habla llorando y llora hablando.
Cuando llora, mamá articula frases largas que no acaban nunca y serían bonitas si no tuvieran que ver conmigo. Pero contienen esas palabras duras, y papá vuelve a entonar su canción y cantando saca el cuchillo del cajón, el cuchillo más grande, y sus ojos me dan miedo, y ese cuchillo corta todo lo que yo quiero pensar.
De pronto mamá deja de hablar, papá ya ha levantado el cuchillo y está amenazando. Papá canta y amenaza con el cuchillo, y mamá sólo lloriquea en voz muy queda, con un nudo en la garganta.
Pone luego otro plato blanco sobre la mesa, que ya está puesta, y coloca en él una cuchara tan delicadamente que ni se la oye rozar el borde del plato.
Yo temo que la mesa caiga de rodillas, que se desplome antes de que nos sentemos a ella o cuando estemos comiendo.
El abuelo llega del patio interior y tiene los zapatos sucios de estiércol y hierba. En los bolsillos de su americana tintinean los clavos.
El abuelo tiene todos sus trajes llenos de clavos, hasta los bolsillos de sus trajes domingueros están repletos de clavos. Incluso en su pijama encontró una vez mamá un clavo y se puso frenética y recorrió toda la casa dando gritos.
En cada rincón hay cajones y cajas con clavos y martillos. Cuando el abuelo martillea, se oyen dos ruidos simultáneamente: uno es el del martillo y el otro proviene del pueblo. El patio entero resuena con su piso de piedra. A las flores de manzanilla se les caen los finos dientecillos blancos. Siento el peso del patio sobre los dedos del pie, el patio me oprime los pies, el patio me golpea las rodillas cuando camino. El patio es duro y grande y está cubierto de malezas. Elevo el tono de voz lo más que puedo, y el martilleo me arranca las frases de la cara.
Al abuelo le gusta hablar de sus martillos y sus clavos, y tilda a muchas personas de «maderos». Los clavos del abuelo son nuevos, puntiagudos y brillantes. Y sus martillos son macizos, pesados y herrumbrosos, y tienen mangos demasiado gruesos.
A veces el pueblo es una gigantesca caja de vallas y paredes. En ellas clava el abuelo sus clavos.
Al ir por la calle se oye el martilleo, que recuerda el de los pájaros carpinteros. Cada valla envía el eco a la siguiente. Uno deambula entre las vallas. El aire tiembla, la hierba tiembla, las ciruelas azules susurran entre los árboles. Estamos en pleno verano, y los picamaderos revolotean por el pueblo. Y a mamá, aún le quedan manos para trabajar como una negra, y la abuela tiene su amapola y apenas si se mueve por la casa, y el abuelo se encarga de la vaca y tiene sus clavos, y papá aún está con la resaca de ayer y hoy vuelve a beber.
Y Wendel todavía no ha aprendido a hablar y por las calles le tiran tierra y piedras, y lo arrojan a las charcas y a la acequia, donde el fango apesta, y los niños de la escuela le pintan la espalda con tiza y él tiene que ir por la calle cubierto de rayas de tiza. Y le salpican la cara con tinta, y sólo cuando rompe a llorar lo dejan ir a casa. Sólo cuando el rostro se le desencaja de miedo lo dejan en paz, sólo cuando tiene la nuca llena de orugas y lombrices y pulgones.
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