Herta Müller - En tierras bajas

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Censurada en Rumanía y aclamada por la crítica alemana como una revelación, la primera obra de Herta Müller describe, desde la perspectiva de una niña, la brutalidad de una supuestamente idílica aldea durante la dictadura de Ceaucescu. Con imágenes críticas y escenas surrealistas, se compone de historias de represión permanente y de incomunicación, que empiezan en las relaciones familiares y continúan en las de los individuos con el Estado.
La crítica al régimen rumano subyacente en esta obra motivó que le fuera prohibido viajar y publicar y finalmente desembocó en el exilio de la autora en Alemania.
«Fantasía y realidad en unos textos que están muy cercanos a lo que en español llamamos Realismo Mágico.» Jesús Munárriz, El Mundo
«Honra de algún modo a todos los autores perseguidos y a todos los que han sido forzados a marcharse al exilio.» Bei Ling

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Tenía arena entre los dientes. La mordí y chirrió sentí que me raspaba entre la lengua y el paladar. De pronto intuí lo dolorosa que debía ser la muerte de las almejas.

Tenía arena en los pantalones. Al caminar me raspaba, y era el mismo dolor de las almejas al morir.

Me metí en el agua hasta la barriga. Los pantalones se me hincharon al mojarse. El agua formaba parte de mi barriga. Me pasé la mano bajo la pretina de goma y me limpié la arena de entre las piernas.

Tuve la impresión de hacer algo prohibido, pero nadie me veía. El abuelo contemplaba su arena, que seguía cayendo ininterrumpidamente sobre la orilla. Pero Dios está en todas partes. Recordé esta frase, que escuchaba siempre en la clase de religión. Yo buscaba a Dios en los árboles y al final lo encontraba con su gran barba blanca en lo alto de las copas, muy arriba, en el verano.

La Madre de Dios tenía siempre el dedo índice levantado cuando yo me sentaba delante, en el banco de los niños. Pero la expresión de su rostro era amable, y yo no le tenía miedo. Todo el tiempo llevaba el mismo vestido largo azul claro y tenía unos labios rojos muy bonitos. Y un día que el cura dijo que los lápices de labios se hacen con sangre de pulga y de otros bichos repugnantes, me pregunté por qué la Madre de Dios que había en el altar lateral se pintaría los labios. También se lo pregunté al cura, que me golpeó las manos con su regla hasta ponérmelas rojas y me mandó en seguida a casa. Estuve varios días sin poder mover los dedos.

Me fui al huerto, detrás del pajar, y me tumbé entre los tréboles y alcé la mirada hacia el verano. Ni una sola nube suspendida sobre aquel cálido día. Y no encontré la barba de Dios en todo el ancho mundo. Ese día Dios no estaba en todas partes.

El abuelo seguía sacando arena del río con la pala. Sus holgados calzoncillos le llegaban hasta la rodilla y se le pegaban a las piernas. Parecían membranas natatorias entre sus muslos.

Vi un grueso bulbo bajo la tela de lino, en el mismo lugar donde la abuela tenía su mechón de pelo. ¿Conque ése era el gran secreto de los adultos?

El abuelo tenía mucho pelo en el pecho, en las piernas, en los brazos y en las manos. En la espalda tenía dos grandes omóplatos peludos.

Los pelos del abuelo estaban húmedos y se le pegaban a la piel. Parecía que lo hubieran lamido. Sus pelos no eran feos ni bonitos, y por tanto eran inútiles, pensaba yo.

Y los dedos de sus pies eran muy largos y estaban deformados por muchos nudos de piel dura. Me sentía aliviada cuando el abuelo los tenía bajo el agua.

Cuando levantaba un pie para tirar la arena aún más lejos de la orilla, yo veía lo blanco y deslavado que era ese pie, como algo muerto y varado por el agua.

El abuelo soltó de pronto su pala y me sacó violentamente del agua. Frente a él se agitaba una fina serpiente negra. Era muy larga y delgada y hacía ondas con el cuerpo. Al nadar mantenía la cabeza chata y puntiaguda sobre la superficie del agua.

Su cuerpo era como una rama a la deriva, sólo que mucho más liso y brillante. El abuelo la había visto de lejos.

Creo que era muy fría. El abuelo le bloqueó el camino con su pala. La cogió con el mango y la tiró a la orilla, sobre la arena.

Era bella y repugnante y tan mortífera que temí por su vida y no pude desearle la muerte.

El abuelo le cercenó la cabeza con la pala.

Y de pronto ya no quise ser pantano. Sentí la piel seca cuando me la palpé, temerosa, con la punta con los dedos.

El abuelo siguió sacando arena del río.

El caballo se puso a comer la hierba alta que flanqueaba los rieles del tren. Acabó con la cabeza y el vientre llenos de cadillos.

La tarde hacía parecer más profundo el río. Aún había mucha luz en el valle. Pero el río ya estaba oscuro y el agua ya pesaba.

El abuelo salió del río y cargó su arena en el carro.

Llevó al caballo a la orilla para que bebiera.

Este inclinó su largo cuello y sorbió tanta agua que yo no lograba imaginarme cuán profundo era su vientre. Sabía, sin embargo, que es capaz de beberse la lluvia entera cuando tiene sed.

II abuelo lo enganchó al carro y partimos cerro arriba, hacia el pueblo. Por entre las tablas del carro goteaba agua. Aún había mucha agua de río en la arena. Detrás de nosotros iba quedando una huella de carro, una huella de agua, una huella de arena y una huella de caballo.

La abuela llegó del huerto con un cesto de mimbre. Había vuelto a encontrar una olla sopera entre la chatarra, detrás de las endrinas.

La llenó de tierra y plantó un geranio en ella.

Los geranios de la abuela eran tan inexpresivos como las flores de papel, aunque no había nada más bonito para ella que unos geranios en una olla sopera.

Tenía una repisa llena de geranios en el pasillo, otra repisa llena de geranios sobre la escalinata, junto a la puerta del pasillo, y otra repisa llena de geranios en el patio, junto a la puerta del huerto.

Tenía una de las ventanas del dormitorio y una de las ventanas de la cocina llena de geranios en ollas soperas. Y el montón de arena junto a la pocilga estaba lleno de vástagos de geranio. Y de todas las vigas de la casa colgaban ollas soperas.

Los geranios de la abuela florecían toda una vida.

El abuelo nunca dijo nada al respecto. En toda su vida jamás pronunció la palabra «geranio». Los geranios no le parecían feos ni bonitos. Para él eran algo inútil, como lo eran para mí los pelos de su piel. O simplemente ni los veía.

Cuando murió el abuelo, la abuela llevó a su habitación todos los geranios que había plantado.

El abuelo fue velado entre un bosque de geranios plantados en ollas soperas, que también entonces resultaron inútiles. Aquella vez el abuelo tampoco dijo nada sobre ellos.

Y después de su muerte se produjo un cambio: la abuela no volvió a llevar a casa un solo geranio ni ni sola olla sopera.

Pero aún conserva todas las ollas soperas y los geranios que había plantado hasta entonces.

Que ya son viejos, viejísimos, y florecen toda una vida.

Me había despertado. El abuelo martilleaba de nuevo. Oía rebotar el martilleo en el patio. Todo se paraba un instante de cabeza y volvía luego a su posición normal. Hasta el aire resonaba, hasta las briznas de hierba retumbaban.

Ya se me había ido el sueño. En el cuarto de al lado, la abuela sacudía el calor fuera de las camas y las pelusillas salían volando y se le metían en los ojos.

Luego llevó el orinal repleto hasta el patio interior y fue dejando tras de sí una cadena de gotas en el dormitorio, en el vestíbulo, en el pasillo y en el patio. El pulgar también se le había mojado.

Durante el día el orinal se quedaba bajo el taburete, entre las camas de matrimonio. Lo dejaban tapado con un periódico, y aunque no se veía, uno lo olía al entrar en la habitación.

Yo oía cada noche en el cuarto de al lado la orina de mamá gorgotear en el orinal. Si el ruido no era constante y se producían breves interrupciones, sabía que era el abuelo quien estaba orinando. La abuela se despertaba cada noche a las dos y media, se ponía sus pantuflas de fieltro y se sentaba en el orinal. Y si alguna vez no se despertaba a las dos y media, ya no se despertaba hasta la mañana siguiente y yo sabía que había caído en un sueño profundo y malsano y pasaría los tres días siguientes enferma en la cama.

O no tenía ningún dolor, o bien le dolía todo, y pasaba del sueño al estado de duermevela y de éste otra vez al sueño. Al cuarto día madrugaba y se entregaba a sus labores domésticas, trajinando entre sus ollas para luego fregar, barrer y volver a fregar y arrancar hierba mala en el huerto hasta que anochecía.

La abuela tenía la planta de amapola más bonita de todo el pueblo. Era más alta que la valla y abundaba en flores blancas y compactas. Cuando soplaba viento, los largos tallos chocaban unos con otros y las flores empezaban a temblar, pero no caía una sola hoja al suelo.

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