Yo llevaba un vestido de aire húmedo. Había encontrado unos zapatos enormes junto a la puerta. Eran de papá, pues todo aquí en la casa era de alguien, especialmente la ropa, los zapatos y las camas. Ni una sola noche hubo intercambio de camas o de habitaciones, ni un solo mediodía intercambiamos nuestros puestos en la mesa, ni una sola mañana intercambiaron papá y el abuelo sus trajes. Sólo yo andaba a veces por la casa con las viejas pantuflas de fieltro o los zapatos pringosos de papá, o me ponía los dengues impregnados de olor a naftalina de la abuela cuando mamá estaba trabajando.
Un sapo avanzaba a saltitos por el empedrado. Tenía la piel ajada y demasiado grande, con arrugas por todas partes. Desapareció de un salto entre las fresas. Tan atrozmente ajada tenía la piel que no se oyó susurrar ni una hoja.
Sentí frío en los talones y las pantorrillas.
El frío me dislocaba los pómulos. Tenía los dientes fríos. Los ojos se me helaban. En la cabeza me dolía el pelo. Sentí que me había crecido en profundidad, dentro de la cabeza, y que estaba mojado hasta las raíces, o quizá sólo frío, qué más daba. Era cortante, sus puntas quedaban expuestas a la noche, y su propio peso y longitud habían quebrado las hebras.
Encerré a la noche en el patio. La puerta era caliente y seca por dentro. La madera me hizo bien a las manos. Las deslicé varias veces sobre ella y me asusté al notar que estaba acariciando una puerta. Junté los pies y bajé de los zapatos de papá al pasillo, pisando con las medias el entarimado desnudo y mis tobillos me precedieron rumbo a la cocina. Abrí la puerta, temblé un instante todavía, y mamá me preguntó si hacía frío fuera, si hacía otra vez frío fuera. Acentuó las palabras «otra vez», y yo pensé que fuera hacía frío, pero no «otra vez», porque cada día el frío es diferente, siempre otro frío, diariamente un frío distinto y cargado de escarcha. Pero no hacía frío, sólo había un poco de humedad. Otra vez has tenido miedo, dijo.
Mamá y papá habían cenado.
La abuela y el abuelo estaban ya en su dormitorio. Se oía la radio a través de la pared.
Sobre la mesa de la cocina se veían los platos de col fermentada y salchichas ahumadas. También había cortezas de tocino y migas de pan. Papá había retrocedido mucho su silla para apoyarse contra la pared. Se estaba escarbando los dientes con un fósforo.
Eran las noches en que me dejaban peinar a papá. Papá tenía una cabellera espesa en la que podía hundir mis manos hasta las muñecas. Era un pelo áspero y pesado. A veces se me metía uno bajo la piel, y me hacía estremecer de frío y de calor.
Yo buscaba las canas. Me dejaban arrancárselas, pero no había muchas. A veces no encontraba ni una.
Podía hacerle la crencha a papá, atarle pequeños lazos, pasarle horquillas de alambre muy cerca del cuero cabelludo. Podía anudarle pañuelos en la cabeza y ponerle collares y dengues.
Lo único que no me permitían era tocarle la cara.
Y cuando por descuido lo hacía, pese a todo, papá se arrancaba lazos y horquillas y dengues y collares, y, dándome un empellón, me gritaba: Te largas de aquí ahora mismo. Yo acababa siempre en el suelo y rompía a llorar, y mordía el peine en mi desesperación, y en ese momento sentía que no tenía padres, que aquellos dos no eran nadie para mí, y me preguntaba qué hacía yo en esa casa y en esa cocina con ellos, por qué conocía sus ollas y sus costumbres, por qué no me largaba definitivamente de allí a cualquier otro pueblo, a casas de extraños, para quedarme sólo un instante en cada casa y luego seguir viaje, antes de que ellos también se volvieran malos.
Papá no decía palabra. Y yo debía entender de una vez por todas que no toleraba manos en su cara: ésa es mi muerte.
Cuántas veces deseé que en la nariz le creciera a mano, o quizás en la mejilla, una mano que él tuviera que llevar siempre en la cara y de la que no diera desprenderse de un empellón. Sólo al lavarse tocaba la cara con las manos, que además eran sus propias manos, y en su cara había entonces más espuma y jabón que manos. La ira de papá le temblaba en los pómulos y en la barbilla.
Le hubiera gustado jugar contigo, me dijo una vez mamá, pero tú siempre lo echas todo a perder, y basta ya de llorar ¿me oyes?
Quise decir algo, pero tenía la boca tan llena de lenguas que no pude articular una sola palabra.
Miré mis manos. Yacían como cercenadas en el alféizar de la ventana, frente a mí, totalmente inmóviles. Las uñas estaban otra vez sucias. Olí una de mis manos y no pude determinar qué olor era. La mugre no tenía olor, y mi piel tampoco.
Moví los dedos como si estuvieran muy fríos. Quisieron caerse al suelo, pero yo permanecí sentada en la silla, recta como un huso.
El lazo rojo estaba junto a la pata de la mesa. Lo recogí y lo puse en el alféizar. Volví a cogerlo en mi mano y apreté el puño. Cuando abrí la mano, tenía piel muy arrugada y sudada, y el lazo estaba húmedo y ovillado. Me limpié las uñas con una horquilla de alambre y vi lo chatas y anchas que eran.
Papá estaba enfrascado en su periódico. Avanzaba penosamente entre las letras. Detrás de la pared, la radio del abuelo hablaba sobre Adenauer. Mamá estaba sentada detrás de un paño blanco. La aguja subía y bajaba entre su frente y sus rodillas. Papá y mamá hablaban, una vez más, muy poco, y la mayor parte de ese poco versaba sobre la vaca y el dinero. Durante el día trabajaban y no se veían, por la noche dormían espalda contra espalda y tampoco se veían.
Mamá estaba bordando un pequeño tapiz. El que había sobre la cocina económica tenía muchas manchas de óxido producidas por el alambre de colgar ropa y estaba todo raído. La mujer que colgaba sobre la cocina tenía un solo ojo. Su otro ojo y parte de la nariz se habían quedado en la lavadora. Sostenía una bandeja y un cucharón en las manos, y llevaba una flor enganchada al pelo.
También tenía, y eso me encantaba, unos zapatos de tacón alto. Debajo de sus zapatos se leía lo siguiente: No olvides, querido esposo, mi consejo, y evita bares, aguardiente y vino añejo. En tu casa nunca dejes de cenar, y ama a tu mujercita, que así te ha de durar.
Mamá tenía muchos de estos paños en casa. Sobre la mesa de la cocina había uno con manzanas, peras, una botella de vino y un pollo asado sin cabeza. Debajo se leía: El buen yantar, las penas hace olvidar.
Este dicho les gustaba a todos en la casa. Mamá tenía que copiárselo a muchos de nuestros visitantes ni un trozo de papel periódico, pues ellos también querían bordarlo.
Mamá decía que esos paños eran muy bonitos y, además, muy instructivos.
Mamá sólo cosía de noche, cuando la casa estaba limpia y en el patio hacía frío y había tanta noche que no se podía salir.
Durante el día, mamá no tenía tiempo para coser. Y diariamente repetía una y otra vez que no tenía tiempo, que no daba abasto a tanto trabajo. Coser no era un trabajo, por eso cosía de noche.
Mamá trabajaba como una negra. Pero la gente del pueblo no elogiaba su diligencia. Sólo hablaban de que la vecina era un cero a la izquierda, y que si se ponía a leer libros en pleno día, y que si tenía la casa patas arriba, y que si su marido era otro cero a izquierda por aguantar todo aquello.
Las miradas de mamá van del cubo de agua al piso y viceversa. Cada sábado lava el pasillo, y cada vez se pasa allí horas arrodillada.
Un buen día mamá se arrodillará en el montón arena y lavará a fondo los senderos. Y toda la arena se le meterá bajo las uñas. Y la arena volverá a secarse y a juntarse. Mamá soñó una noche con esa arena y a la mañana siguiente nos contó el sueño y se rio, pero aún tenía las imágenes a flor de piel.
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