Arropan cualquier trabajo casero en una serie de gestos y ademanes precisos, y sus cabezas se inclinan en una continua búsqueda de ausencia y autoevasión. A lo largo del día salen de sí mismas refugiándose en la madera, el paño y la hojalata de sus labores domésticas.
Y este mediodía aflojan las cintas de sus delantales y jubones, los dejan caer al suelo y sacan sus vestidos negros de los armarios.
Y al dirigirse a los armarios alzan la mirada al techo para no verse desnudas, pues en cualquier habitación de la casa puede ocurrir aquello que se llama oprobio o impudicia. Basta con que una se mire desnuda en el espejo o, al subirse las medias, piense que se está tocando la piel. Con ropa somos personas, sin ropa no somos nadie. Sólo esa vasta superficie que llamamos piel.
Para llorar se visten de negro desde los zapatos hasta la flocadura de sus huesudos pañuelos de cabeza, cimbreándose de un lado a otro entre los pliegues
Sólo en apariencia han superado sus hijas la indumentaria tradicional. Al moverse van desenrollando las telas de los trajes regionales suabos, y, pese a su flacura, sus cuerpos dan la impresión de no caber en esos trajes, de encontrarse fuera de las costillas. Pero sus cerebros llevan puesta esa indumentaria.
Con las piernas desnudas y limitadas por sus angostos trajes caminan las hijas a pasitos cortos y en muda dependencia junto a los sombríos y holgados jubones. También ellas usan zapatos negros, medias negras -aunque transparentes-, y vestidos negros.
En la mano llevan unos grandes bolsos triangulares de charol negro, que oscilan, muy tiesos, de un lado a otro, y parecen de hojalata. En esos bolsos hundidos nunca hay más que un pañuelo y un rosario, y en el fondo tintinea la calderilla.
Y no saben cómo hay que llevar esos bolsos, tarea que nada tiene en común con la de manejar una escoba, un azadón o un cuchillo de cocina, ni con la de castigar físicamente a sus animales domésticos y a sus hijos. Dan unos cuantos pasos llevándolos en la mano, luego los dejan resbalar hasta la altura del codo doblado -del que quedan suspendidos como de una alcayata y les baten al caminar las magras posaderas-, para al final cogerlos otra vez en la mano y dejar que les froten los muslos mientras caminan.
Pese al calor opresivo, las hijas llevan la cabeza envuelta en pañuelos negros porque sus cabellos son o rubios o negros, aunque en este último caso no lo suficiente como para invitar al llanto.
Entran como bandadas de negros pájaros en la casa donde vive el guardián de noche, pisotean el patio con su asedio mudo y calculado, pasan ante la puerta abierta de la cocina de verano y aún logran ver el resto de la cuerda colgada en la viga.
Dilatan sus fríos ojos de pez y llevan el hielo hasta una habitación iluminada por velas y llena de flores de plástico y olor a cadáver, donde el diablo está paralizado tras la puerta, en un espejo cubierto de negros delantales suabos para que las plegarias de los vivos y el alma del difunto suban al cielo. Con una rama de siempreviva esparcen luego, madres e hijas, agua bendita sobre el ataúd, y el agua se filtra a través del tul y resbala por los pómulos del muerto hasta el cuello estrujado, y la cara adquiere un tono amarillo verdoso y se hincha.
Y mientras rocían el agua bendita, buscan una silla con la mirada. Antes de sentarse, las madres se levantan levemente las faldas plisadas, y las hijas se acomodan los bolsos angulosos sobre los muslos, y las madres, sollozando, enrollan en los nódulos azules de sus manos el susurro metálico de los rosarios, y las hijas se tocan ligeramente las ojeras con el pañuelo y se arrancan unas cuantas lágrimas. Los hombres se quedan en el patio y van de un lado a otro frente a la cocina, y entre los enjambres de moscas que revolotean sobre sus cabezas hablan de las faenas del campo y del vino en las bodegas.
Tras la valla de alambre del patio interior aún quedan las huellas de las gallinas y las noches en la cocina de verano con los correteos por la arena. En el aire todavía flotan las miradas, revueltas como haces de mies por los escalofríos, de la fiebre en los pulmones devorados por el cáncer y del rostro de la muerte que, mudo y flexible como un gato, baja continuamente del albaricoquero. Siempre aparece de improviso, silencioso, sarcástico y pestífero.
Tiemblan las flores en el bancal sobre los gatos que chillan enzarzados y se bombean fuego en la barriga y gimen cuando les inyectan semen en el vientre y se llenan el hocico de arena a fuerza de chillar.
En el moral, las gallinas son arrancadas de su sueño, aletean un instante en el aire, caen pesadamente al suelo y acaban describiendo sobre la arena círculos concéntricos cada vez más pequeños, hasta que ya sólo tocan un punto y pesan tanto que sus patas no pueden sostenerlas.
Y entonces se desploman, arquean el cuello, abren el pico y se ahogan en la oscuridad. Mientras la luna cae y cae.
De los poros de su piel brotan entonces piojos que marchan en fila india por los huertos en busca de otras granjas, en busca de carne caliente, viva. Las madres y las hijas pasan de la habitación al patio. Primero salen los hombres de dos en dos a la calle. Las mujeres los siguen de dos en dos, cogidas del brazo.
Los grandes instrumentos de viento relumbran al sol.
La música se estrella contra las paredes de las casas y al final de la calle rebota otra vez sobre el pueblo.
El cochero vestido de negro que guía el coche fúnebre de madera negra tallada fustiga a sus caballos negros. Los caballos tienen las patas cubiertas de moscas. Avanzan moviendo las ancas ante la cara misma del cochero y dejan correr sus orines por el polvo y se asustan con la música estridente y en la confusión entreveran sus cascos.
El cura pasa rápidamente ante la iglesia agitando el incensario, pues a los muertos que no aguardan resignados a que Dios les quite la vida y les regale la muerte, sino que se la quitan impíamente ellos mismos, no se les puede llevar a la iglesia. El cura carraspea feliz y contento.
En el cementerio, una bandada de cornejas negras revolotea sobre la enorme cruz de mármol blanco que lo domina, y del ciruelo silvestre que flanquea el camino alza bruscamente el vuelo un grupo de gorriones.
Ante la tumba, el cura lanza al aire un gran monstruo blanco de incienso y entona un cántico. Él mismo arroja el primer terrón grueso sobre el ataúd, y, como a una señal convenida, todos los pájaros negros recogen un terrón y lo dejan caer sobre la tapa, abriendo mucho los ojos y persignándose. Los sepultureros se guardan las botellas de aguardiente en el bolsillo de la americana, se escupen en las manos, cogen las palas y levantan un montículo húmedo. Las bandadas de pájaros negros se dispersan por el pueblo y desaparecen tras las rendijas de los cercos y las casas. Las calles se quedan vacías. El sol que se pone tras el maizal tiene una cara roja y brumosa.
Cuando llovía, la abuela miraba las burbujitas que machacaban el empedrado y sabía cuánto tiempo iba a llover.
Predecía la lluvia, porque la notaba en las vacas, los caballos, las moscas y las hormigas. Hoy sopla viento de lluvia, decía, y al día siguiente llovía. La abuela estiraba la mano hacia la lluvia y se quedaba así hasta que los hilos de agua le chorreaban por los codos. Cuando se le mojaban las manos, salía y se instalaba de lleno bajo la lluvia.
Cuando llovía, se buscaba algún trabajo en el patio y acababa calada hasta los huesos. Eran los únicos días en que no usaba pañuelo en la cabeza y yo podía ver su gruesa trenza recogida en un moño por el que se filtraba tanta agua que el peso terminaba ladeándola. El pelo también se le empapaba hasta las raíces.
Desde los huertos me llegaba un olor a plantas silvestres. Se me instalaba, amargo, en el paladar, y al respirar me dejaba una sensación viscosa en la lengua. Los arbustos se doblaban bajo el follaje, del que goteaba lluvia.
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