Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Y por delante de la gente que miraba a la gente que miraba a la gente.

Un cartel pequeño que colgaba de un árbol grande decía ¿problemas de venéreas? consulte el dr. o. k. alegría.

– ¿Tú a quién quieres Más en el Mundo? -le preguntó Rahel a Sophie Mol.

– A Joe -dijo Sophie Mol sin titubear-. Es mi papá. Se murió hace dos meses. Hemos venido a reponernos del shock.

– Pero tu papá es Chacko -dijo Estha.

– Chacko no es más que mi auténtico papá -dijo Sophie Mol-, pero mi papá de verdad es Joe. Nunca me pega, bueno, casi nunca.

– ¿Cómo puede pegarte, si está muerto? -le preguntó Estha muy atinadamente.

– Y vuestro papá, ¿dónde está? quiso saber Sophie Mol.

– Está… -Y Rahel miró a Estha buscando ayuda.

– … en otro sitio -dijo Estha.

– ¿Quieres que te diga mi lista? -le preguntó Rahel a Sophie Mol.

– Si quieres… -contestó Sophie Mol.

La «lista» de Rahel era un intento de poner orden en medio del caos. La revisaba constantemente, debatiéndose siempre entre el amor y el deber. No era, ni mucho menos, un indicador real de sus sentimientos.

– A los que más, a Ammu y a Chacko -dijo Rahel-. Luego, a Mammachi…

– Es nuestra abuela -explicó Estha.

¿Más que a tu hermano? -le preguntó Sophie Mol.

– Nosotros no contamos -dijo Rahel-, y además Estha puede cambiar. Lo ha dicho Ammu.

– ¿Qué quieres decir? ¿Cambiar a qué? -preguntó Sophie Mol.

– A Cerdo Machista -dijo Rahel.

– Pues no creo -dijo Estha.

– Bueno, da igual, y después de Mammachi, a Velutha, y después…

– ¿Quién es Velutha? -quiso saber Sophie Mol.

– Es un hombre al que queremos mucho -dijo Rahel-, y después de Velutha, a ti.

– ¿A mí? ¿Y por qué me quieres? -dijo Sophie Mol.

– Porque somos primas hermanas, o sea, que tengo que quererte -dijo Rahel. Una mentira piadosa.

– Pero si ni siquiera me conoces -dijo Sophie Mol-, y además yo no te quiero.

– Pero me querrás cuando me conozcas -dijo Rahel, confiada.

– Lo dudo -dijo Estha.

– ¿Por qué? -preguntó Sophie Mol.

– Porque sí -dijo Estha-. Y, además, probablemente Rahel va a ser enana.

Como si querer a un enano fuera algo que quedase fuera de toda posibilidad.

– ¡No es verdad! -dijo Rahel.

– ¡Sí es verdad! -dijo Estha.

– ¡No es verdad!

– ¡Sí es verdad!

– ¡No es verdad!

– ¡Sí es verdad! Mira, somos gemelos -explicó Estha a Sophie Mol-, y ya ves que es mucho más baja que yo.

Rahel no tuvo más remedio que coger aire, sacar pecho y ponerse junto a Estha, espalda contra espalda, en el aparcamiento del aeropuerto, para que Sophie Mol viera que no era mucho más baja que él.

– Puede que sólo vayas a ser una persona diminuta -sugirió Sophie Mol-. Es más que ser enana y menos que… una Persona Normal.

El silencio que siguió era reflejo de la inseguridad provocada por aquella componenda.

En la puerta de acceso a la sala de espera de llegadas una silueta en la sombra, con la boca roja y forma de canguro, le dijo adiós con una pata de cemento a Rahel. Besos de cemento zumbaron por el aire como pequeños helicópteros.

– ¿Sabéis contonearos al andar? -quiso saber Sophie Mol.

– No. En la India no nos contoneamos -dijo el Embajador Estha.

– Pues en Inglaterra, sí -dijo Sophie Mol-. Todas las modelos se contonean en la tele. Mirad, es muy fácil.

Y los tres, capitaneados por Sophie Mol, cruzaron el aparcamiento del aeropuerto contoneándose con el balanceo de las modelos, con dos botellas Águila y un bolsito a la última moda «Made-in-England» brincándoles en las caderas. Enanitos húmedos de sudor que caminaban como personas mayores.

Unas sombras los seguían. Aviones de plata en un cielo azul iglesia, como mariposas nocturnas atraídas por un haz de luz.

El Plymouth azul cielo con alerones tuvo una sonrisa para Sophie Mol. Una sonrisa de tiburón con parachoques cromado.

La sonrisa automovilística de Conservas y Encurtidos Paraíso.

Al ver la baca del coche con los botes de conservas pintados y la lista de los productos Paraíso, Margaret Kochamma dijo:

– ¡Oh, Dios mío! Me siento como si fuera a meterme en un anuncio.

Decía «¡Oh, Dios mío!» muy a menudo.

¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

– No sabía que teníais rodajas de piña -dijo-. A Sophie le encanta la piña, ¿verdad, Soph?

– A veces sí y a veces no -dijo Soph.

Margaret Kochamma se subió de un salto en el anuncio con sus pecas de la espalda y sus pecas de los brazos y su vestido de flores que dejaba las piernas al descubierto.

Sophie Mol se sentó delante, entre Chacko y Margaret Kochamma, con el sombrero asomando por encima del respaldo del asiento del coche. Porque era su hija.

Rahel y Estha se sentaron en el asiento de atrás.

El equipaje iba en el maletero.

Maletero era una palabra preciosa. Fortachón era una palabra horrible.

Cerca de Ettumanoor pasaron junto a un elefante sagrado muerto. Se había electrocutado con un cable de alta tensión que había caído sobre la carretera. Un técnico municipal de Ettumanoor supervisaba los trabajos para retirar el cadáver. Había que ser muy cuidadoso, porque la decisión que se tomase serviría de precedente para las futuras retiradas de paquidermos sagrados muertos por electrocución. Era un asunto que no debía tratarse a la ligera. Había un coche de bomberos y algunos bomberos que no sabían muy bien qué hacer. El técnico municipal tenía unos impresos y gritaba mucho. Había un carrito de Helados Alegría y un hombre que vendía cacahuetes en cucuruchos de papel estrechos, hábilmente diseñados para que no cupieran en ellos más de ocho o nueve cacahuetes.

– ¡Mirad, un elefante muerto! -dijo Sophie Mol.

Chacko se detuvo para preguntar si no sería por casualidad Kochu Thomban (Colmillo pequeño), el elefante del templo de Ayemenem que todos los meses iba un día a la Casa de Ayemenem a que le dieran un coco. Pero le dijeron que no.

Aliviados al saber que se trataba de un elefante desconocido, continuaron la marcha.

– ¡ Grasias a Dios! -dijo Estha.

– ¡ Gracias a Dios, Estha! -lo corrigió Bebé Kochamma.

Durante el camino, Sophie Mol aprendió a reconocer los primeros efluvios del hedor que anunciaba que se aproximaba un cargamento de caucho en bruto y a taparse la nariz hasta mucho después de que el camión que lo transportaba hubiese pasado.

Bebé Kochamma propuso que cantaran una canción.

Estha y Rahel tuvieron que cantar en inglés con voces obedientes. Alegres. Como si no les hubieran obligado a ensayar durante toda la semana. El Embajador E. Pelvis y la Embajadora I. Palo.

BendIIIto sea el SeñOOOr por siEEEmpre,

bendlllto sea y alabAAAdo.

Su pro-nun-cia-ción era perfecta.

El Plymouth atravesaba a toda velocidad el calor verdoso del mediodía promocionando conservas en el techo y con el cielo azul cielo en los alerones.

Justo en las afueras de Ayemenem chocaron con una mariposa de color verde col (o tal vez fue la mariposa la que chocó con ellos).

7. CUADERNO DE EJERCICIOS

En el estudio de Pappachi la colección de mariposas diurnas y mariposas nocturnas se había desintegrado hasta convertirse en montoncitos de polvo iridiscente que cubría la parte de abajo de los expositores de cristal, y los alfileres que las atravesaban habían quedado desnudos. Algo cruel. Los hongos y el abandono habían invadido la habitación. Un viejo hula-hoop de color verde neón colgaba de un gancho de madera que había en la pared como un enorme halo de santo desechado. Una hilera de hormigas negras relucientes cruzaba el antepecho de la ventana con los traseros levantados como una fila de chicas de revista, todas acompasadas, en un musical de Busby Berkeley. Sus siluetas se recortaban contra el sol. Lustrosas y bellas.

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