Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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La puerta de acero del horno se abrió y el mudo murmullo del fuego eterno se convirtió en un rugido rojo. El calor se abalanzó sobre ellos como una bestia salvaje muerta de hambre. Y entonces le dieron a Ammu, la Ammu de Rahel, para comer. Su pelo, su piel, su sonrisa. Su voz. El modo en que utilizaba a Kipling para amar a sus hijos antes de meterlos en la cama: Somos de la misma sangre, vosotros y yo. Su beso de buenas noches. El modo en que los mantenía con la cara quieta (apretándoles las mejillas y haciéndoles poner boquita de pez) con una mano mientras con la otra los peinaba y les hacía la raya. El modo en que le sostenía las bragas a Rahel para que se metiera en ellas. La pierna izquierda, la pierna derecha. Todo eso se lo dieron a la bestia para comer y quedó satisfecha.

Ella había sido su Ammu y su Baba y los había querido el Doble.

La puerta del horno resonó al cerrarse. No hubo lágrimas.

El encargado del crematorio había salido calle abajo a tomarse un té y tardó veinte minutos en volver. Eso fue lo que Chacko y Rahel tuvieron que esperar para que les dieran un recibo de color rosa a cambio del cual les entregarían los restos de Ammu. Sus cenizas. Los granitos de arena de sus huesos. Los dientes de su sonrisa. Todo lo que ella fue, comprimido en un pequeño recipiente de arcilla. El recibo número Q498673.

Rahel le preguntó a Chacko cómo se las arreglaban los del crematorio para saber de quién eran las diferentes cenizas. Le contestó que algún sistema tendrían.

Si Estha hubiera estado con ellos, habría guardado el recibo. Él era el guardián de los papeles. El custodio natural de billetes de autobús, recibos de banco, comprobantes de caja, matrices de talonarios de cheques. Pequeño Hombrecito era. A bordo de un barco iba. (Pim-pim.)

Pero Estha no estaba con ellos. Todos habían decidido que era mejor así. Le escribieron. Mammachi dijo que Rahel también debía escribirle. ¿Escribirle qué? Querido Estha: ¿Qué tal estás? Yo estoy bien. Ammu murió ayer.

Rahel no le escribió. Hay cosas que uno no puede hacer, como escribir una carta a una parte de sí mismo. A sus pies, o a su pelo. O a su corazón.

En el estudio de Pappachi, Rahel (ni vieja ni joven), con el polvo del suelo en los pies, levantó la vista del Cuaderno de Ejercicios y vio que Esthappen Desconocido se había marchado.

Se bajó (del taburete, de la mesa) y salió a la galería. Vio cómo la espalda de Estha desaparecía por la puerta del jardín.

Era media mañana y estaba a punto de llover otra vez. El verdor -en aquellos últimos instantes de luz extraña y resplandeciente, antes de que cayera el agua- era intensísimo.

Un gallo cacareó a lo lejos y su voz se partió en dos. Como una suela que se hubiera desprendido de un zapato viejo.

Rahel estaba allí con sus Cuadernos de ejercicios destrozados. En la galería delantera de una vieja casa, bajo una cabeza de bisonte con ojos como botones, donde años atrás, el día que llegó Sophie Mol, se representó el ¡Bienvenida a casa, querida Sophie Mol!

Las cosas pueden cambiar en un solo día.

8. ¡BIENVENIDA A CASA, QUERIDA SOPHIE MOL!

La casa de Ayemenem era una antigua mansión, noble y señorial, que mantenía las distancias. Como si no tuviera nada que ver con la gente que vivía en ella. Como un viejo de ojos legañosos que contempla los juegos de los niños y lo único que ve en la euforia de sus gritos y en su entusiasta entrega a la vida es la fugacidad.

El pronunciado tejado de tejas se había ido oscureciendo y cubriendo de musgo por las lluvias y el paso del tiempo. Los marcos triangulares de madera encajados en los gabletes tenían intrincadas tallas, y la luz que se filtraba a través de ellos y formaba dibujos sobre el suelo estaba llena de secretos. Lobos, flores, iguanas. Formas que cambiaban a medida que el sol se movía por el cielo. Y morían puntualmente al anochecer.

Las puertas no constaban de dos, sino de cuatro paneles de madera de teca. De tal modo que, en los viejos tiempos, las damas podían mantener cerrada la mitad inferior, apoyar los codos en ella como en un alféizar y regatear con los vendedores que llegaban a la casa, sin mostrarse de cintura para abajo. En teoría, podían comprar alfombras o pulseras con el pecho cubierto y el trasero al aire. En teoría.

Nueve empinados escalones unían el camino para coches con la galería delantera de la casa. Aquella elevación le otorgaba la dignidad de un escenario, y todo lo que allí pasaba adquiría el aura y la importancia de una representación teatral. Desde la galería se dominaban el jardín ornamental de Bebé Kochamma y el camino de gravilla para coches que lo rodeaba serpenteando cuesta arriba hasta acabar al pie de la pequeña colina sobre la que se alzaba la casa.

Era una galería muy ancha, fresca incluso al mediodía, cuando el sol estaba más abrasador.

Cuando se hizo el suelo de cemento rojo, se le echó dentro la clara de casi novecientos huevos. Eso le daba un brillo intenso.

Debajo de la cabeza de bisonte disecada, con ojos como botones, que tenía los retratos de su suegro y su suegra a ambos lados, estaba sentada Mammachi en una silla baja de mimbre y junto a una mesa de mimbre sobre la que había un florero verde donde se inclinaba un único tallo de orquídeas de color púrpura.

La tarde era tranquila y calurosa. El Aire esperaba detenido.

Mammachi sostenía un reluciente violín bajo el mentón. Llevaba unas gafas de sol oscuras estilo años cincuenta, de montura negra y extremos puntiagudos con falsos brillantitos incrustados. Vestía un sari almidonado y perfumado de color hueso y oro. Los pendientes de diamantes brillaban en sus orejas como candelabros diminutos. Los anillos de rubíes le iban grandes. Tenía un cutis fino y pálido, arrugado como la película de nata que se forma en la leche al enfriarse y salpicado de minúsculos lunares rojos. Era preciosa. Anciana, majestuosa, fuera de lo común.

Una Madre Viuda y Ciega con un violín.

Cuando era más joven, con habilidad y previsión, Mammachi había ido guardando todo el pelo que se le caía en una bolsita bordada que atesoraba en su tocador. Cuando reunió una cantidad suficiente, hizo con él un moño rodeado de una redecilla que guardaba bajo llave en un armario junto a sus joyas. Cuando se hizo mayor y su cabellera empezó a ser menos abundante y plateada, se ponía el moño negro azabache prendido a su cabecita blanca, para darle más volumen. A su modo de ver, aquello era perfectamente aceptable, ya que todo el pelo era suyo. Por la noche, cuando se quitaba el moho, dejaba que sus nietos le hicieran una trenza con el poco pelo que le quedaba en la cabeza, hasta convertirlo en una cola de rata gris, aceitada y sujeta con una goma en la punta. Uno le trenzaba el pelo mientras el otro contaba sus incontables lunares. Por turnos.

En el cuero cabelludo, cuidadosamente ocultas bajo la escasa cabellera, Mammachi tenía protuberancias con forma de media luna. Cicatrices de antiguas palizas de un antiguo matrimonio. Cicatrices del florero de latón.

Tocaba el Lentement: un movimiento de la suite en re de la Música acuática de Haendel. Detrás de las puntiagudas gafas oscuras, tenía cerrados los ojos, ya inservibles, pero podía ver cómo la música abandonaba su violín y se elevaba igual que humo hacia la tarde.

Por dentro, su cabeza era como una habitación con cortinas oscuras corridas en un día luminoso.

Mientras tocaba, su mente retrocedió hacia la época de su primera partida de botes de encurtidos profesionales. ¡Qué hermosos le habían parecido! Tenía los botes, precintados, sobre una mesa cerca de la cabecera de su cama, para poderlos tocar nada más despertarse por la mañana. Se había acostado temprano, y se despertó poco después de la medianoche. Los buscó a tientas y, al tocarlos, sus ansiosos dedos quedaron recubiertos de una película de aceite. Los botes de encurtidos nadaban en un charco de aceite. Había aceite por todas partes. En un círculo debajo del termo. Debajo de la Biblia. Cubría toda su mesilla de noche. Los mangos habían absorbido el aceite y se habían hinchado, y los botes se salían.

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