Leonardo Boff
El anhelo de Dios
y la fuerza de los pequeños
Reflexiones teológicas sobre ecología, justicia social y el papel actual de la mujer
Título original: A saudade de Deus A força dos pequenos
Traducción: Óscar Madrigal Muñiz
Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit
Diagramación: Carla Quevedo Yenque
© 2020 Ediciones Dabar, S.A. de C.V. Mirador, 42
Col. El Mirador
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ISBN: 978-607-6121-87-0
Impreso y hecho en México.
CONTENIDO
PREFACIO
PRIMERA PARTE: TEOLOGÍA PÚBLICA: FE Y POLÍTICA
1. Desplazamiento del cristianismo, del centro a la periferia
2. La propuesta de liberación del cristianismo
3. A partir de los pequeños: la nueva Teología de la Liberación
4. Una crucifixión sin fin
6. Proteger a los hermanitos invisibles, que están debajo de la tierra
SEGUNDA PARTE: LOS POBRES DESAFÍAN AL MUNDO Y A LA CULTURA
1. Los principios de una ética mundial mínima
2. La dignidad de la Madre Tierra, titular de derechos
3. El poder, sus usos y sus abusos
4. La gentileza como virtud y como paradigma
5. Los pobres desafían el statu quo
6. La violencia en la sociedad y en la naturaleza: un enigma desafiante
TERCERA PARTE: LA MISIÓN DE LAS MUJERES: GARANTIZAR LA VIDA
1. Lo femenino es primero, por encima de lo masculino
2. El Génesis replanteado: la deconstrucción del matriarcado por el patriarcado
3. Sugerencias para lograr el equilibrio entre los géneros
4.Dios: Padre maternal y Madre paternal
5. Las mujeres han despertado la dimensión anima en Jesús
6. Cuando en la Iglesia se celebraba el placer sexual
CONCLUSIÓN: EL CAMINO HACIA DELANTE
OBRAS MENCIONADAS EN ESTE LIBRO
¿Qué lugar ocupamos en el conjunto de la creación?
Cada uno de nosotros tiene la edad del universo, es decir, unos 13,700 millones de años. Nos hallábamos todos, de manera virtual, en aquel puntito, más pequeño que la cabeza de un alfiler, pero repleto de energía, de materia y de información. Entonces tuvo lugar la gran explosión (el big bang), que dio lugar a las grandes estrellas rojas; dentro de ellas —como si de un horno se tratara— se formaron, a lo largo de millones de años, todos los elementos físico-químicos que conforman a todos los seres del universo, y también a nuestro ser.
Tras permanecer quietas durante miles de años, las estrellas explotaron y esparcieron sus elementos en todas direcciones. Así surgieron las galaxias, los conglomerados de galaxias, las estrellas, los planetas y nuestra amada Tierra, así como también el polvo cósmico, que sigue poblando los espacios siderales.
Somos hijos e hijas de las estrellas y del polvo cósmico. Somos, asimismo, parte de la Tierra viva que, en un momento avanzado de su evolución y de su cada vez más elaborada complejidad, llegó a sentir, a amar y a venerar. Es por nosotros que la Tierra y el universo piensan y sienten que forman parte de un gran Todo. Y nosotros podemos desarrollar conciencia de tal pertenencia.
¿Qué lugar ocupamos dentro de ese Todo? ¿Cuál es nuestro sitio en el proceso de la cosmogénesis? ¿Cómo nos ubicamos dentro de la Madre Tierra, cuya existencia alcanza ya los 4,300 millones de años? ¿Y dentro de la historia humana, que comenzó hace siete u ocho millones de años? ¿Cómo somos hoy, con tan solo cien mil años de existencia?
Todavía no nos ha sido dado responder a estas preguntas. Quizá recibamos la respuesta a través de la gran revelación que ocurre cuando damos el paso alquímico al otro lado de la vida. Ahí, espero, todo quedará claro y manifiesto. Dado que todos estamos umbilicalmente interrelacionados y formamos parte de la inmensa cadena de los seres y el entramado de la vida, nos sorprenderá conocer cuál es la posición que ocupamos en la grandiosa corriente del ser y la existencia. Caeremos —así lo creo yo— en los brazos de Dios Padre y Madre, de amor infinito e insondable bondad, dando fin a nuestro anhelo de Dios, y entregándonos a un abrazo amoroso que no conoce fin.
Todos están invitados a convivir en la Casa preparada desde la eternidad. Morir es ser llamados a encontrar y ocupar nuestro lugar en ese Hogar celestial. Pero hay ciertas condiciones para llegar a él.
Quienes necesiten misericordia debido a las iniquidades que cometieron, tendrán que pasar por la clínica purificadora de Dios, una especie de spa regenerador, hasta quedar completamente limpios. Solo entonces se abrirán las puertas de la Casa, y podrán ocupar su lugar en el designio del Misterio.
Aquellos que se dejaron guiar por el bien y por el amor, recibirán un abrazo infinito de paz y entrarán en la Casa que, sin duda alguna, es el Reino eterno de la Trinidad, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Cada cual debe recorrer su propio camino por este pequeño y hermoso planeta Tierra. A continuación me permito dar testimonio de algunos pasos de mi recorrido personal.
Siendo un pequeño de pocos meses de nacido, estuve condenado morir. De acuerdo con el relato que mi madre y mis tías siempre repetían, sufría de macaquinho, expresión popular del portugués brasileño que hace referencia a la anemia profunda. Vomitaba todo lo que ingería, de manera que la gente comentaba en dialecto veneciano: Poareto, va morir, es decir: “Pobrecillo, morirá”.
Mi madre, desesperada y a escondidas de mi padre, que no creía en hechicerías, acudió a una bruja, la vieja Campanhola. Después de hacer sus rezos, la mujer le dijo: “Dele un baño con estas hierbas; cuando termine de hacer el pan, espere a que el horno se entibie y meta a su hijito en él”. Y eso fue lo que hizo Regina, mi madre: me puso sobre la pala que utilizaba para meter y sacar el pan, y con ella me introdujo en el horno. Y allí me dejó, por un buen rato.
Se produjo entonces una transformación. Tan pronto como me sacaron del horno empecé, según contaban, a buscar el seno para sorber la leche materna. Después, mi madre masticaba en su boca trocitos de alimentos más sustanciosos y me los daba. Comencé a comer y me puse fuerte. Sobreviví. Aquí estoy, oficialmente anciano, con más de ochenta años.
A lo largo de mi vida sorteé diversos peligros que pudieron terminar con ella: un DC-10 en llamas, rumbo a Nueva York; un accidente automovilístico contra un caballo muerto en la carretera, con múltiples fracturas como resultado; un enorme clavo que cayó en mi frente cuando estudiaba en la universidad de Múnich, y que seguramente me habría matado de aterrizar de lleno en mi cabeza. En otra ocasión, durante un invierno en los Alpes, caí en un profundo valle; al ver cómo me hundía cada vez más, enfundado en mi hábito marrón, los campesinos bávaros me sacaron con una larga cuerda. Y muchos otros.
Recuerdo que, al agradecer la concesión del título de doctor honoris causa en política por la universidad de Turín, de manos del notable filósofo de la democracia y los derechos humanos, Norberto Bobbio, comencé así mi discurso:
Vengo de la piedra astillada, de la profundidad de la historia, de un lugar deshabitado, montañoso y cubierto de bosques vírgenes. Mis abuelos italianos y mi familia toda desbrozaron aquellas tierras inexploradas, sembradas de abetos hasta donde se perdía la vista; era Concórdia, en los límites del estado de Santa Catarina, en el sur de Brasil.
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