Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Seguía convencida de que, cuando Estha dijo «Et tu, Kochu María?», la estaba insultando en inglés. Creía que quería decir algo así como Kochu María, enana negra y fea. Así que aguardaba su oportunidad y esperaba encontrar el momento adecuado para quejarse de él.

Acabó de decorar la alta tarta. Después inclinó la cabeza hacia atrás y apretó la manga para vaciar el resto en su boca. Interminables espirales de pasta de chocolate cayeron sobre su lengua rosada. Cuando Mammachi la llamó desde la galería («Kochu Mariye! ¡Ya oigo el coche!»), tenía la boca llena de pasta y no pudo contestar. Cuando acabó, se pasó la lengua por los dientes y después hizo una serie de ruidos chasqueándola contra el paladar, como si acabara de tragarse algo ácido.

El ruido lejano del coche azul cielo (que ya había pasado por delante de la parada de autobús, por delante de la escuela, por delante de la amarilla iglesia y ahora subía por la carretera llena de baches entre los árboles del caucho) hizo que un murmullo recorriera las instalaciones sucias de hollín y mal iluminadas de Conservas y Encurtidos Paraíso.

Todo el proceso de la conservación (triturar, cortar, hervir y revolver, rallar, salar, secar, pesar y embotellar herméticamente) se detuvo.

«Chacko Saar vannu» decía el murmullo volador. Se dejaron a un lado los cuchillos de picar. Las verduras quedaron abandonadas, a medio cortar, sobre enormes bandejas de acero. Así como las calabazas amargas destripadas y las pinas a medio pelar. Se quitaron los dediles de goma de colores (muy brillantes, como gruesos y alegres condones). Se lavaron las manos llenas de vinagre y se las secaron en los delantales azul cobalto. Se recapturaron los mechones de pelo que se habían escapado y se los volvieron a colocar bajo los pañuelos blancos. Se desenrollaron los mundus arremangados debajo de los delantales. Las puertas de tela metálica de la fábrica, con muelles en las bisagras, se cerraron solas con gran estrépito.

Y a un lado del camino de entrada para coches, junto al viejo pozo, a la sombra de un frondoso árbol, un ejército silencioso de delantales azules se reunió para observar en medio del calor verdoso.

Delantales azules y pañuelos blancos en la cabeza, como una masa de alegres banderas blancas y azules.

Achoo, José, Yako, Anian, Elayan, Kuttan, Vijayan, Vawa, Joy, Sumathi, Animal, Annamma, Kanakamma, Latha, Sushila, Vija-yamma, Jollykutty, Mollykutty, Luckykutty y Beena Mol (chicas con nombres de autobús). Las anteriores muestras de descontento habían quedado amortiguadas bajo una gruesa capa de lealtad.

El Plymouth azul cielo cruzó la puerta del jardín e hizo crujir el camino de gravilla; al pasar aplastó pequeñas conchas y destrozó diminutos guijarros rojos y amarillos. Los niños salieron a trompicones del coche.

Fuentes desmoronadas.

Tupés aplastados.

Pantalones amarillos acampanados muy arrugados y un bolsito a la última moda Made-in-England que a su dueña le gustaba mucho. Con una mezcla de sueño y mareo a causa del cambio de horario. Después salieron los adultos con los tobillos hinchados. Entumecidos de tanto estar sentados.

– ¿Ya habéis llegado? -preguntó Mammachi, que dirigió sus gafas oscuras puntiagudas hacia los nuevos sonidos: gente que se apeaba de un automóvil, puertas de coche que se cerraban de un portazo. Bajó su violín.

– ¡Mammachi! -dijo Rahel a su preciosa abuela ciega-. ¡Estha vomitó! ¡A la mitad de Sonrisas y lágrimas! Y…

Ammu tocó a su hija suavemente en el hombro. Y su toque quería decir ¡Chissst…! Rahel miró a su alrededor y vio que estaba dentro de una representación teatral. Y que a ella le había tocado un papel muy pequeño.

Sólo hacía de paisaje. O de flor, tal vez. O de árbol.

Una cara en medio de la multitud. Una figurante.

Nadie le dijo hola a Rahel. Ni siquiera el Ejército Azul en medio del calor verdoso.

– ¿Dónde está? -preguntó Mammachi a los sonidos provenientes del coche-. ¿Dónde está mi Sophie Mol? Ven aquí y deja que te vea.

Mientras hablaba, la Melodía Suspendida que flotaba alrededor de ella como la reluciente sombrilla de un elefante sagrado de un templo se desmoronó y cayó suavemente, como el polvo.

Chacko, con su traje de Pero ¿qué le ha sucedido de repente a nuestro hombre del pueblo? y su bien alimentada corbata, condujo triunfalmente a Margaret Kochamma y a Sophie Mol, mientras ascendían los nueve escalones rojos, como si fueran un par de trofeos de tenis que acabara de ganar.

Y, una vez más, sólo se dijeron Pequeñas Cosas. Las Grandes Cosas permanecieron dentro, sin decirse.

– ¡Hola, Mammachi! -dijo Margaret Kochamma con su voz amable de maestra de escuela (que a veces daba bofetadas)-. Gracias por invitarnos. Teníamos tanta necesidad de alejarnos de todo aquello.

Mammachi percibió un tufillo a perfume barato con un toque agriado por el sudor aeronáutico. (Tenía un frasco de Dior, en su suave estuche de cuero verde, guardado bajo llave en su caja fuerte.)

Margaret Kochamma estrechó la mano de Mammachi. Los dedos eran suaves; los anillos de rubíes, duros.

– ¡Hola, Margaret! -dijo Mammachi (ni grosera, ni cortés), con las gafas oscuras todavía puestas-. Bienvenida a Ayemenem. Siento no poder verte. Como ya debes de saber, estoy casi ciega.

Hablaba lentamente y con sumo cuidado.

– No se preocupe -dijo Margaret Kochamma-. De todos modos, estoy segura de que tengo un aspecto horrible.

Soltó una risilla insegura, no demasiado convencida de que aquella fuese la respuesta correcta.

– Estás equivocada -dijo Chacko. Se volvió hacia Mammachi con una sonrisa de orgullo en los labios que su madre no podía ver-. Está preciosa, como siempre.

– Sentí mucho lo de… Joe -dijo Mammachi. Aunque sonó a que lo sentía sólo un poquito. No mucho.

Se hizo un corto silencio de Tristeza-Por-Lo-De-Joe.

– ¿Dónde está mi Sophie Mol? -dijo Mammachi-. Ven aquí y deja que tu abuela te vea.

Sophie Mol fue conducida hasta Mammachi, que levantó las gafas oscuras y se las colocó sobre la cabeza. Parecían los rasgados ojos de un gato que miraran de hito en hito la cabeza del aburrido bisonte. Éste dijo: «Ato. Rotundamente, No». En el lenguaje de los Bisontes Aburridos.

Ya incluso antes del trasplante de córnea, Mammachi sólo podía distinguir luces y sombras. Si alguien se paraba en la puerta, se daba cuenta de que había alguien allí. Pero no sabía quién era. Sólo podía leer un cheque, un recibo o un billete si se lo arrimaba tanto a los ojos que lo tocaba con las pestañas. Después lo mantenía fijo y movía los ojos en sentido horizontal. Arrastrándolos de una palabra a otra.

La que hacía de Figurante (con su traje de hada) vio cómo Mammachi arrimaba a Sophie Mol a sus ojos para mirarla. Para leerla como si fuera un cheque. Para comprobarla como a un billete. Mammachi (con el ojo por el que veía mejor) vio un pelo castaño cobrizo (mmm… mmm… casi rubio), la curva de dos mejillas redondas y pecosas (mmm… casi sonrosadas), unos ojos azules, de un azul grisáceo.

– La nariz de Pappachi -dijo Mammachi-. Dime, ¿eres una niña guapa? -le preguntó a Sophie Mol.

– Sí -dijo Sophie Mol.

– ¿Y alta?

– Soy alta para mi edad -dijo Sophie Mol.

– Muy alta -corroboró Bebé Kochamma-. Mucho más alta que Estha.

– Es que ella es mayor -dijo Ammu.

– Aun así… -dijo Bebé Kochamma.

Un poco más allá, Velutha subía por el atajo a través de los árboles del caucho. Con el torso desnudo. Llevaba un rollo de hilo eléctrico colgado de un hombro. Llevaba puesto su mundu estampado en azul oscuro y negro enrollado muy flojo por encima de las rodillas. Y en la espalda, la hoja de la buena suerte del árbol de las marcas de nacimiento (que hacía que los monzones llegaran a su debido tiempo). Su hoja otoñal en la noche.

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