Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Todo estaba lleno de mariposas nocturnas peludas; y de mariposas heladas; y de campanas de sonido grave; y de musgo.

Y había un alechuza.

La sucia cortina del aeropuerto era un consuelo y una oscuridad y un escudo.

– No le hagáis caso -repitió Ammu con una sonrisa forzada.

La mente de Rahel estaba llena de piedras atadas al cuello con los ojos azules, de un azul grisáceo.

Ahora Ammu la querría aún menos. Y Chacko tendría que dar la cara.

– Aquí llegan los equipajes -dijo Chacko alegremente, contento de poder escapar-. Ven, Sophiekins, vamos a recoger tu maleta.

Sophiekins.

Estha miró cómo caminaban a lo largo de la barandilla, abriéndose paso entre la multitud, que se echaba a un lado intimidada por el traje de Chacko y su corbata ladeada y su aspecto general de que iba a reventar de contento. Debido al gran tamaño de su vientre, Chacko se movía siempre como si estuviera subiendo una colina. Superando con entusiasmo las resbaladizas y empinadas cuestas de la vida. Él iba por el lado de acá de la barandilla, y Margaret Kochamma y Sophie Mol, por el de allá.

Sophiekins.

El hombre que estaba sentado con gorra y charreteras, también intimidado por el traje y la corbata ladeada de Chacko, le permitió que entrase en la zona de recogida de equipajes.

Cuando ya no hubo barandilla entre ellos, Chacko le dio un beso a Margaret Kochamma y, después, cogió a Sophie Mol en brazos.

– La última vez que hice esto mis esfuerzos se vieron recompensados con una mojadura en la camisa -dijo riéndose. La abrazó y la abrazó y la volvió a abrazar. Y besó sus ojos azules, de un azul grisáceo, su nariz de entomólogo y su pelo castaño rojizo ensombrerado.

Entonces Sophie Mol le dijo a Chacko:

– Mmm… perdona, ¿podrías bajarme? No… no estoy acostumbrada a que me lleven en brazos.

Así que Chacko la bajó.

El Embajador Estha vio (con ojos porfiados) que, de pronto, a Chacko el traje le iba más flojo, parecía menos a punto de reventar.

Y, mientras Chacko recogía las maletas, en la ventana que cubría la sucia cortina, el Luego se convirtió en Ahora.

Estha vio cómo el lunar del cuello de Bebé Kochamma se rechupeteaba los dedos y palpitaba de emoción anticipada, pum, pum, pum, pum y cambiaba de color como un camaleón. Pum, verde, pum, azul oscuro, pum, amarillo mostaza.

Se la van a cargar, se la van a cargar,

hoy tenemos gemelos para merendar.

– Bueno -dijo Ammu-. ¡Ya está bien! Os lo digo a los dos. Y tú, Rahel, ¡ sal de ahí!

Dentro de la cortina, Rahel cerró los ojos y pensó en el río de aguas verdes, en los peces silenciosos que nadaban en el fondo y en las alas de tul de las libélulas (que podían ver lo que ocurría detrás de ellas) al sol. Pensó en la caña de pescar que le había hecho Velutha. De bambú amarillento con un flotador que se hundía cada vez que un pez tonto se ponía a investigar. Pensó en Velutha y deseó que estuviera con ella.

Y, después, Estha la desenrolló. Los canguros de cemento la estaban mirando.

Ammu los miró. El Aire estaba en silencio, a excepción del sonido del cuello palpitante de Bebé Kochamma.

– ¿Os parece bonito…? -dijo Ammu.

Era toda una pregunta.

Y no tenía respuesta.

El Embajador Estha bajó los ojos y vio que sus zapatos (desde donde le subía la sensación de rabia) seguían beige y puntiagudos. La Embajadora Rahel bajó los ojos y vio que dentro de sus sandalias Bata los dedos de sus pies trataban de despegarse para irse con los pies de otra persona y no podía detenerlos. Pronto se quedaría sin dedos y le pondrían un vendaje como el del leproso del paso a nivel.

– Si volvéis a desobedecerme en público una sola vez más -dijo Ammu-, y digo una sola vez más, os mandaré a un sitio donde aprenderéis pero que muy bien cómo hay que comportarse. ¿Ha quedado claro?

Cuando Ammu estaba realmente furiosa, siempre decía «pero que muy bien». «Pero que muy bien» debía de ser un bien muy grande, pero a sus hijos les daba pavor oír aquella expresión.

– ¿Ha quedado claro? -repitió Ammu.

Unos ojos llenos de miedo y una fuente miraron a Ammu.

Unos ojos somnolientos y un tupé sorprendido miraron a Ammu.

Dos cabezas asintieron tres veces.

Sí. Había quedado claro.

Pero Bebé Kochamma no estaba satisfecha de que una situación tan llena de potencial se zanjase de aquel modo. Sacudió la cabeza.

– ¿Y ya está? -dijo.

¿Y ya está?

Ammu volvió la cabeza hacia ella, y aquel movimiento conllevaba una pregunta.

– No conseguirás nada -dijo Bebé Kochamma-. Estos niños son malos, son maleducados, son mentirosos. Cada vez son más salvajes. No puedes dominarlos.

Ammu se volvió de nuevo hacia Estha y Rahel y sus ojos eran unas joyas empañadas por lágrimas.

– Todo el mundo dice que los niños necesitan un Baba. Pero yo digo que no. Que mis niños no. ¿Sabéis por qué?

Dos cabecitas asintieron.

– ¿Por qué? Decídmelo.

Y no al unísono, pero casi, Esthappen y Rahel dijeron:

– Porque tú eres nuestra Ammu y nuestro Baba y nos quieres el Doble.

– Más que el Doble -dijo Ammu-. Así que recordad lo que os he dicho. La opinión que se forma la gente tiene mucho valor, y cuando me desobedecéis en público, todo el mundo se lleva una impresión equivocada de vosotros.

– ¡Vaya par de Embajadores habéis sido! -dijo Bebé Kochamma.

El Embajador E. Pelvis y la Embajadora I. Palo bajaron las cabezas.

– Y otra cosa, Rahel -continuó diciendo Ammu-, creo que ya es hora de que aprendas la diferencia entre limpio y sucio. Especialmente en un país como éste.

La Embajadora Rahel bajó los ojos.

– Tu vestido está, quiero decir «estaba», limpio -dijo Ammu-.

Esa cortina está sucia. Esos canguros están sucios. Tus manos están sucias.

Rahel estaba asustada de lo alto que Ammu decía limpio y sucio. Como si estuviera hablando con un sordo.

– Y ahora quiero que vayáis y saludéis como es debido -dijo Ammu-. ¿Vais a hacerlo o no?

Dos cabecitas asintieron dos veces.

El Embajador Estha y la Embajadora Rahel se dirigieron hacia Sophie Mol.

– ¿Adonde crees que mandan a la gente para que se comporte «Pero Que muy Bien»? -le preguntó Estha a Rahel muy bajito.

– Al gobierno -respondió Rahel muy bajito, porque lo sabía.

– Hola, ¿cómo estás? -le dijo Estha a Sophie Mol lo suficientemente alto como para que Ammu lo oyese.

– Corta el rollo, cara bollo -le contestó Sophie Mol a Estha muy bajito. Se lo había enseñado una compañera de clase paquistaní.

Estha miró a Ammu.

La mirada que Ammu le devolvió quería decir No importa lo que hagan los demás si tú has hecho lo que debes.

Mientras cruzaban el aparcamiento del aeropuerto, el calor se deslizó por sus ropas y humedeció de sudor las crujientes bragas. Los niños iban detrás de los mayores, zigzagueando entre los coches aparcados y los taxis.

– ¿A vosotros os pega vuestra madre? -preguntó Sophie Mol.

Rahel y Estha, que no estaban seguros de la intención de la pregunta, no contestaron.

– La mía, sí -dijo Sophie Mol como una invitación a que hablaran-. La mía, hasta me da bofetadas.

– La nuestra, no -dijo Estha.

– ¡Qué suerte! -dijo Sophie Mol.

Qué suerte, eres un chico rico con paga y la fábrica de la abuela que heredar. Sin preocupaciones.

Pasaron por delante del Sindicato de Trabajadores del Aeropuerto, donde estaban haciendo una huelga de hambre simbólica de un día. Y por delante de la gente que miraba a los del Sindicato de Trabajadores del Aeropuerto que hacían una jornada de huelga de hambre simbólica.

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