Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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– Yo también puedo hacer eso -proclamó.

– Inténtalo, y verás qué bofetada te doy -dijo su madre.

– Señorita Rahel -dijo en voz alta la enfermera mirando alrededor.

– Lo ha expulsado -le dijo Ammu a la enfermera-. Lo ha expulsado.

Y levantó como un trofeo el arrugado pañuelo. La enfermera no entendía a qué se refería.

– Todo solucionado, así que nos vamos -dijo Ammu-. Ha expulsado la cuenta.

– El siguiente -dijo la enfermera y entornó los ojos tras sus gafas con filtros contra ratas. (Cada loco con su tema, pensó para sus adentros)-. S. V. S. Kurup.

El chiquillo desdeñoso lanzó un alarido mientras su madre lo empujaba para que entrase en la consulta.

Rahel y Estha abandonaron la clínica con aire triunfal. El pequeño Lenin se quedó a la espera de que el doctor Verghese Verghese le introdujera fríos artilugios de acero en el orificio de la nariz y le metiera mano a su madre.

Así era Lenin, entonces.

Y ahora tenía una casa, y una scooter Bajaj, y mujer, y descendencia.

Rahel devolvió el sobre con las fotografías al camarada Pillai e intentó marcharse.

– Un minuto -dijo el camarada Pillai.

Era como un exhibicionista detrás de un seto. Seducía a la gente con sus tetillas y la forzaba a ver las fotos de su hijo. Fue pasando las fotografías del paquete (todo un recorrido gráfico por la vida de Lenin en un minuto) hasta llegar a la última.

Orkunnundo?

Era una fotografía antigua, en blanco y negro. Una de las que había hecho Chacko con la cámara Rolleiflex que le trajo Margaret Kochamma como regalo de Navidad. En ella estaban los cuatro: Lenin, Estha, Sophie Mol y Rahel, de pie en la galería delantera de la casa de Ayemenem. Detrás de ellos, los adornos navideños de Bebé Kochamma colgaban del techo formando ondas. Una estrella de cartón pendía de una bombilla. Lenin, Estha y Rahel parecían animalillos amedrentados bajo la luz de los faros de un coche. Las rodillas, muy juntas; las sonrisas, congeladas en el rostro; los brazos, colgando a los lados del cuerpo como clavados con alfileres; el pecho, totalmente de frente al fotógrafo. Como si estar de lado fuera pecado.

Sólo Sophie Mol, con petulancia del Primer Mundo, se había preparado especialmente para la foto de su padre biológico. Se había levantado los párpados de tal modo que sus ojos parecían pétalos de carne surcados por venillas rosa (de color gris en la fotografía en blanco y negro). Se había colocado una dentadura postiza hecha con la peladura amarilla de una lima, a través de la cual sacaba la lengua, en cuya punta se había encajado el dedal de plata de Mammachi. (Lo había secuestrado el día de su llegada, y juró que durante las vacaciones sólo utilizaría como vaso aquel dedal.) Llevaba una vela encendida en cada mano y una pernera del pantalón vaquero acampanado subida para que se le viera la rodilla, blanca y huesuda, en la que había una cara pintada. Minutos antes de que les hicieran la fotografía había acabado de explicarles con mucha paciencia a Estha y Rahel (desechando cualquier evidencia de lo contrario, fotografías, recuerdos) que existían bastantes posibilidades de que fueran bastardos y lo que significaba bastardo. Lo cual había incluido una compleja, pero más bien inexacta, descripción de lo que eran las relaciones sexuales. «Mirad, lo que hacen es…»

Eso ocurrió pocos días antes de que muriera.

Sophie Mol.

Que bebía de un dedal.

Que daba volteretas en su ataúd.

Llegó en el vuelo Bombay-Cochín. Ensombrerada, acampanada y Querida desde el Principio.

6. LOS CANGUROS DE COCHÍN

Rahel estaba en el aeropuerto de Cochín con sus bragas nuevas de topos, que aún tenían el apresto. Se habían hecho todos los ensayos. Era el Día del Estreno. La culminación de la semana del ¿Qué Va a Pensar Sophie Mol?

Por la mañana, en el Hotel Reina de los Mares, Ammu -que por la noche había soñado con delfines y un azul intenso- ayudó a Rahel a ponerse el vaporoso Vestido de ir al Aeropuerto. Era una de esas incomprensibles aberraciones que le gustaban a Ammu, una nube de tieso encaje de color amarillo con diminutas lentejuelas plateadas y un lazo en cada hombro. La falda, con volantes, estaba sostenida con enaguas para que tuviera vuelo. Rahel estaba preocupada porque no hacía juego con sus gafas de sol.

Ammu sostuvo las tersas bragas a juego y Rahel, apoyando las manos en los hombros de Ammu, se metió en ellas (pierna izquierda, pierna derecha) y le dio a Ammu un beso en cada hoyuelo (mejilla izquierda, mejilla derecha). El elástico resonó suavemente contra su tripita.

– Gracias, Ammu -dijo Rahel.

– ¿Gracias? ¿Por qué?

– Por el vestido nuevo y las bragas -dijo Rahel.

Ammu sonrió.

– De nada, corazón -contestó, pero en tono triste.

De nada, corazón.

La mariposa que estaba sobre el corazón de Rahel alzó una patita velluda y luego la volvió a posar. La patita estaba fría. Su madre la quería un poco menos.

La habitación del Reina de los Mares olía a huevos y a café hecho en cafetera de filtro.

De camino al coche, Estha llevaba el termo Águila con agua del grifo y Rahel llevaba el termo Águila con agua hervida. Los termos Águila tenían dibujadas unas águilas con las alas desplegadas y que sostenían un globo terráqueo con las garras. Los gemelos creían que las águilas del termo se pasaban el día vigilando el mundo y la noche volando alrededor de los termos. Volaban tan silenciosas como las lechuzas, con la luna reflejada en las alas.

Estha llevaba camisa roja de manga larga con el cuello muy puntiagudo y pantalones negros muy ceñidos. Su tupé tenía un aspecto crujiente y sorprendido. Como clara de huevo bien batida.

Estha -hay que admitir que con cierta razón- dijo que Rahel tenía pinta de tonta con aquel vestido para ir al aeropuerto. Rahel le dio una bofetada, y él se la devolvió.

En el aeropuerto no se hablaron.

Chacko, que habitualmente llevaba un mundu, aquel día se había puesto un traje ajustado muy gracioso y tenía una sonrisa radiante. Ammu le colocó derecha la corbata, que no hacía juego con el traje y estaba ladeada. La corbata había desayunado y estaba satisfecha.

Ammu le dijo: «Pero ¿qué le ha sucedido de repente a nuestro Hombre del Pueblo?». Lo dijo con los hoyuelos que se le formaban al sonreír, porque Chacko estaba que reventaba. Contentísimo.

Chacko no le dio una bofetada.

Así que no se la devolvió.

En la floristería del Reina de los Mares Chacko compró dos rosas rojas que llevó con sumo cuidado.

Orondo.

Cariñoso.

La tienda del aeropuerto, que dirigía la Corporación para el Desarrollo del Turismo en Kerala, estaba a rebosar de maharajás de Air India (tamaño pequeño, mediano y grande), elefantes de madera de sándalo (tamaño pequeño, mediano y grande) y máscaras de bailarines de kathakali en papel maché (tamaño pequeño, mediano y grande). Un olor dulzón a madera de sándalo y a axilas cubiertas con camisetas de algodón (tamaño pequeño, mediano y grande) flotaba en el aire.

En la sala de espera de llegadas había cuatro canguros de cemento de tamaño natural con bolsas de cemento donde ponía utilízame. En las bolsas, en vez de canguritos de cemento, había colillas de cigarrillos, cerillas usadas, chapas de botella, cáscaras de cacahuete, vasos de papel arrugados y cucarachas.

Las rojas manchas de los escupitajos de betel salpicaban los vientres de los canguros como si fueran heridas recientes.

Los canguros del aeropuerto tenían sonrientes bocas rojas.

Y orejas con ribetes de color rosa.

Parecía que, si se les apretaba la panza, dirían «Ma-má» con ese tono de los juguetes que se están quedando sin pilas.

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