Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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A los del hotel les gustaba contarles a los clientes que la casa de madera más antigua, con su gran despensa hermética revestida con paneles, que podía almacenar suficiente arroz para alimentar a un ejército durante un año, había sido el hogar de los antepasados del camarada E. M. S. Namboodiripad, el «Mao Tse-tung de Kerala», según explicaban a los no iniciados. Los muebles y los adornos que habían llegado con la casa estaban expuestos. Un paraguas rojo, un sofá de mimbre, un arca de madera de las que se aportan en las dotes. Había unos carteles aclaratorios que decían: paraguas tradicional de kerala y arca de dote tradicional.

De modo que así estaban las cosas, la Historia y la Literatura habían sido reclutadas por el comercio. Kurtz y Karl Marx iban de la mano a dar la bienvenida a los clientes ricos al bajar del barco.

La casa del camarada Namboodiripad funcionaba como comedor del hotel; allí turistas semibronceados en traje de baño bebían a sorbitos agua de coco tierno (servida en el propio coco) y viejos comunistas, que en la actualidad trabajaban como porteadores de sonrisas vestidos con trajes regionales de colorines, se inclinaban ligeramente tras las bandejas con las bebidas.

Por las noches (para conseguir un Toque Regional) a los turistas se les ofrecían actuaciones abreviadas de kathakali («Que no requieran demasiada concentración», les decían los del hotel a los bailarines). De ese modo las viejas historias se veían empobrecidas y amputadas. Las seis horas de una obra clásica quedaban reducidas a una actuación de veinte minutos.

Las actuaciones se llevaban a cabo junto a la piscina. Mientras los percusionistas percutían y los bailarines bailaban, los clientes del hotel jugaban con sus niños en el agua. Mientras Kunti revelaba su secreto a Karna a la orilla del río, parejas de enamorados se ponían aceite bronceador unos a otros. Y mientras algunos padres jugaban con sus núbiles hijas adolescentes a juegos sexuales sublimados, Poothana daba de mamar al joven Krishna de su pecho emponzoñado y Bhima le arrancaba las entrañas a Dushasana y bañaba los cabellos de Draupadi en su sangre.

La galería trasera de la Casa de la Historia (adonde llegó un grupo de policías Tocables, donde estalló un pato inflable) había sido cerrada y convertida en la bien ventilada cocina del hotel. Ahora lo peor que podía encontrarse allí eran brochetas y natillas con caramelo. El Terror había pasado. Vencido por el olor a comida. Silenciado por el canturreo de los cocineros. Por el alegre repiqueteo del cuchillo al picar ajos y jengibre. Por el vaciado de vísceras de mamíferos pequeños, cerdos y cabritos. Por el troceado de la carne en dados. Por el sonido de quitarle las escamas al pescado.

Algo yacía enterrado en el suelo. Bajo la hierba. Bajo veintitrés años de lluvias de junio.

Una pequeña cosa olvidada.

Nada que nadie fuera a echar de menos.

Un reloj de plástico con la hora pintada.

Señalaba las dos menos diez.

Una pandilla de niños seguía a Rahel en su paseo.

– ¡Hola, hippie! -le dijeron con veinticinco años de retraso-. ¿Cómo te llamas?

Luego alguien le tiró una piedrecilla y la niñez de Rahel huyó, agitando sus delgados brazos.

En el camino de vuelta, deambulando alrededor de la casa de Ayemenem, Rahel fue a dar a la calle principal. También allí las casas habían brotado como hongos, pero el hecho de que estuvieran situadas bajo los árboles y de que los estrechos senderos que partían de la calle principal y conducían hasta ellas no fueran aptos para los vehículos a motor, era lo que daba a Ayemenem cierta semblanza de tranquilidad rural. Pero lo cierto era que había aumentado de población hasta alcanzar el tamaño de una pequeña ciudad. Tras la frágil fachada de verdor vivía una multitud que podía congregarse de manera casi instantánea. Para apalear a un conductor de autobús imprudente hasta matarlo. Para destrozar el parabrisas de un coche que se aventurara a circular cuando se celebraba un mitin de la Oposición. Para robarle a Bebé Kochamma la insulina importada y los bollos de crema que llegaban directamente desde la Mejor confitería de Kottayam.

El camarada K. N. M. Pillai estaba de pie en la parte exterior de la Imprenta La Buena Suerte, junto al murito medianero, hablando con un hombre que estaba al otro lado. El camarada Pillai tenía los brazos cruzados sobre el pecho y se sujetaba posesivamente las axilas como si alguien se las hubiera pedido prestadas y acabara de negarse a dejárselas. El hombre que estaba al otro lado del murito hojeaba con aire de falso interés un montón de fotografías que estaban en un sobre de plástico. Las fotografías eran en su mayor parte retratos de Lenin, el hijo del camarada K. N. M. Pillai que vivía en Delhi y trabajaba -realizando los arreglos de pintura, fontanería y electricidad- para las embajadas de Holanda y Alemania. Para apaciguar cualquier temor que sus clientes pudieran albergar acerca de sus tendencias políticas, había alterado ligeramente su nombre. Ahora se llamaba Levin. P. Levin.

Rahel intentó pasar por delante sin que la vieran. Pero era absurdo imaginar que pudiera lograrlo.

Aiyyo! ¡Rahel, chica! -dijo el camarada K. N. M. Pillai, que la reconoció al instante-. Orkunnilleyl ¿Y el camarada tío?

Oower -contestó Rahel.

¿Se acordaba de él?

Por supuesto que se acordaba.

La pregunta y la respuesta no eran más que el preámbulo de buena educación para iniciar una charla. Ambos, ella y él, sabían que hay cosas que pueden olvidarse y otras que no, que quedan en los estantes polvorientos cual pájaros disecados con ojos siniestros que miran de soslayo.

– Bueno, bueno… -dijo el camarada Pillai-. Creo que ahora vives en América.

– No -dijo Rahel-. Vivo aquí.

– Claro, claro -dijo el camarada Pillai con tono impaciente-, pero cuando no vives aquí, vives en América, supongo.

El camarada Pillai abrió los brazos y dejó al descubierto sus tetillas, que miraron a Rahel como los ojos tristes de un San Bernardo por encima del murito medianero.

– ¿La reconoces? le preguntó el camarada Pillai al hombre que sostenía las fotografías señalando a Rahel con la barbilla.

El hombre no la había reconocido.

– Es la hija de la hija de Kochamma, la de Conservas y Encurtidos Paraíso -dijo el camarada Pillai.

El hombre puso cara de estar en la inopia. Evidentemente, era forastero. Y no comía conservas. El camarada Pillai intentó otro camino.

– ¿Recuerdas al Pequeño Bendecido? -le preguntó. El Patriarca de Antioquía apareció breves instantes en el cielo y saludó agitando su mano marchita.

Las cosas empezaron a encajar. El hombre que sostenía las fotografías asintió con entusiasmo.

– ¿Recuerdas al hijo del Pequeño Bendecido? Benaan John Ipe. El que estuvo en Delhi -dijo el camarada Pillai.

Oower, oower, oower -dijo el hombre.

– Pues ésta es la hija de su hija. Vive en América.

El hombre que asentía asintió ahora con más vehemencia al establecer mentalmente quiénes eran los antepasados de Rahel.

Oower, oower, oower. Y ahora vive en América, ¿verdad?

No era una pregunta. Era pura admiración.

Recordó vagamente un tufillo a escándalo. Había olvidado los detalles, pero recordaba que se trató de un asunto de sexo y muerte mezclados. Había salido en los periódicos. Tras un momento de silencio y otra tanda de gestos de asentimiento, el hombre le devolvió el sobre de las fotografías al camarada Pillai.

– Muy bien, camarada, he de marcharme.

Tenía que coger un autobús.

– Bueno… -La sonrisa del camarada Pillai se hizo más amplia al concentrar toda su atención en Rahel como un reflector. Tenía las encías de un color rosa extraordinario como recompensa a toda una vida de vegetarianismo a ultranza. Era de esos hombres de los que cuesta imaginar que alguna vez fueron niños. O bebés. Parecía como si hubiera nacido siendo ya un hombre de mediana edad. Con entradas en la frente.

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