En el aparcamiento del Hotel Reina de los Mares, el Plymouth azul cielo chismorreaba con otros coches más pequeños. Bla, bla, bla, bla, bla, bla. Era una gran dama en una fiesta de señoras de clase media. Con los alerones excitados.
– Habitaciones 313 y 327 -dijo el hombre de la recepción-. Sin aire acondicionado y con dos camas. No se puede utilizar el ascensor porque lo están reparando.
Al botones que los guió hasta sus habitaciones -que no era precisamente un jovencito- le faltaban dos botones de la raída chaquetilla granate y se le veía la ropa interior, de color gris. Tenía los ojos tristones, quizá por verse obligado a llevar aquel estúpido gorrito ladeado y el barboquejo de plástico apretado que se le hundía en la colgante papada. Era una crueldad innecesaria hacer que un hombre tan mayor llevara un ridículo gorrito ladeado, así como decidir arbitrariamente, en contra de la opinión del paso del tiempo, cómo debían colgarle las carnes de la barbilla.
Había más escalones rojos que subir. La alfombra roja del vestíbulo del cine parecía seguirlos a todas partes. Como si fuera una alfombra mágica.
Chacko estaba en su cuarto. Lo pescaron en pleno festín: pollo asado, patatas fritas, maíz, sopa de pollo, dos parathas y helado de vainilla con salsa de chocolate. La salsa, en una salsera. Chacko solía decir que su ambición máxima era morirse de un atracón. Mammachi decía que eso era signo inequívoco de una desdicha reprimida. Chacko decía que no. Que era Pura Gula.
Se quedó perplejo al ver a todo el mundo de vuelta tan pronto, pero hizo como si nada y continuó comiendo.
El plan original era que Estha durmiera con Chacko, y Rahel con Ammu y Bebé Kochamma. Pero ahora que Estha no estaba bien, y que las raciones de Amor se habían redistribuido (Ammu la quería un poco menos), Rahel tendría que dormir con Chacko, y Estha, con Ammu y Bebé Kochamma.
Ammu sacó el pijama y el cepillo de dientes de Rahel de la maleta y los puso sobre la cama.
– Aquí tienes -dijo Ammu.
Dos clics para cerrar la maleta.
Clic y clic.
– Ammu -dijo Rahel-, ¿tengo que quedarme sin cenar como castigo?
Estaba dispuesta a hacer un cambio de castigo: quedarse sin cenar a cambio de que Ammu la quisiera como antes.
– Como quieras -dijo Ammu-. Pero te aconsejo que cenes. Si es que quieres crecer. Quizá podrías compartir el pollo con Chacko.
– Quizá sí y quizá no -dijo Chacko.
– ¿Y qué pasa con el castigo? -preguntó Rahel-. ¡No me has puesto ningún castigo!
– Hay cosas que traen su propio castigo -dijo Bebé Kochamma, como si le estuviera explicando a Rahel un problema aritmético que no entendiera.
Hay cosas que traen su propio castigo. Son como los dormitorios que tienen armarios empotrados. Pronto todos ellos aprenderían más cosas sobre los castigos. Que los hay de diferentes tamaños. Que algunos son tan grandes como armarios que tuvieran dormitorios empotrados. Se podría pasar toda una vida dentro de ellos, vagando por sus estantes a oscuras.
El beso de buenas noches de Bebé Kochamma dejó un rastro de saliva en la mejilla de Rahel. Se limpió restregándosela contra el hombro.
– Buenas noches, que Dios te bendiga -dijo Ammu. Pero lo dijo dándole la espalda. Ya había salido de la habitación.
– Buenas noches -dijo simplemente Estha, demasiado enfermo para estar cariñoso con su hermana.
Rahel la Solitaria los vio alejarse por el pasillo del hotel corno fantasmas silenciosos, pero corpóreos. Dos grandes y uno pequeño, con zapatos beige puntiagudos. La roja alfombra amortiguaba el sonido de sus pasos.
Rahel permaneció en la puerta de la habitación del hotel, embargada de tristeza.
Tenía dentro la tristeza de que Sophie Mol iba a llegar. La tristeza de que Ammu la quería un poco menos. Y la tristeza del presentimiento de que el Hombre de la Naranjada y la Limonada le había hecho algo a Estha en el Cine Abhilash.
Un viento punzante sopló sobre sus ojos secos y doloridos.
Chacko puso una pata de pollo y algunas patatas fritas en un platito para Rahel.
– No, gracias -dijo Rahel con la esperanza de que, si se imponía ella misma un castigo, Ammu le levantara el suyo.
– ¿Y qué tal un poco de helado con salsa de chocolate? -preguntó Chacko.
– No, gracias -contestó Rahel.
– Muy bien -dijo Chacko-, pero no sabes lo que te pierdes.
Y se acabó el pollo y luego el helado.
Rahel se puso el pijama.
– Por favor, no me digas por qué te han castigado -dijo Chacko-. No podría soportarlo. -Estaba rebañando la última gota de la salsa de chocolate de la salsera con un trozo deparatha. Su desagradable postre de después del postre-. ¿Por qué ha sido? ¿Te has rascado las picaduras de mosquito hasta que te ha salido sangre? ¿No le has dicho «gracias» al taxista?
– Mucho peor que eso -dijo Rahel, leal a Ammu.
– No me lo digas -dijo Chacko-, no quiero saberlo.
Llamó al timbre del servicio de habitaciones y apareció un cansino camarero para retirar los platos y los huesos. Intentó atrapar los olores de la cena, pero se escaparon y treparon a las cortinas marrones y gastadas del hotel.
Una sobrina sin cenar y su tío bien cenado se lavaban los dientes juntos en el cuarto de baño del Hotel Reina de los Mares. Ella, un condenado triste y rechonchito, en pijama a rayas y con una fuente con un «amor-en-Tokio». Él, en camiseta de algodón y calzoncillos. La camiseta, tensa y tirante sobre el redondo estómago como una segunda piel, se aflojaba sobre la depresión del ombligo.
Cuando Rahel, en lugar de mover el cepillo con la pasta, lo mantuvo inmóvil y movió la cabeza y con ella los dientes, no le dijo que no se hacía así.
No era un fascista.
Se turnaron para escupir. Mientras la pasta de dientes que había escupido iba resbalando por un lado del lavabo, Rahel la escudriñaba para ver si descubría algo raro.
¿Qué colores y qué extrañas criaturas habrían sido expelidos de sus espacios interdentales?
Aquella noche, ninguno. Nada inusual. Solamente burbujas de pasta de dientes.
Chacko apagó la Luz del Techo.
Ya en la cama, Rahel se quitó el «amor-en-Tokio» y lo colocó junto a las gafas de sol. Su fuente se bajó un poco, pero siguió en pie.
Chacko estaba en su cama, iluminado por la luz de la lamparita de la mesilla de noche. Era un gordo sobre un escenario oscuro. Alargó el brazo hasta su arrugada camisa, que estaba a los pies de la cama. Sacó la cartera del bolsillo y miró la fotografía de Sophie Mol que Margaret Kochamma le había enviado hacía dos años.
Rahel lo miró, y su fría mariposa volvió a desplegar las alas. Lentamente para afuera. Lentamente para adentro. El indolente parpadeo de un depredador.
Las sábanas eran ásperas, pero estaban limpias.
Chacko cerró la cartera y apagó la luz. Encendió un Charminar en medio de la oscuridad y se preguntó cómo sería ahora su hija. Nueve años. Cuando la vio por última vez estaba todavía colorada y arrugada. Era una cosita apenas humana. Tres semanas después de que Margaret, su mujer, su único amor, le hablara llorando de Joe.
Margaret le dijo que ya no podía seguir viviendo con él. Que necesitaba tener un espacio propio. Como si Chacko hubiera estado utilizando los estantes del armario de ella para su ropa. Lo cual, conociéndolo, era muy probable.
Le dijo que quería el divorcio.
Aquellas últimas noches de tortura, antes de marcharse de su casa, Chacko se deslizaba fuera de la cama con una linterna para ver a su niña dormida. Para aprendérsela. Para imprimírsela en la memoria. Para asegurarse de que, cuando pensara en ella, la imagen evocada sería exacta. Se aprendió de memoria el suave vello castaño de su cráneo aún blando. La forma de su boquita fruncida en constante movimiento. Los espacios entre los dedos de los pies. El esbozo de un lunar. Y, después, sin quererlo, se encontró buscando en su niña algún parecido con Joe. La niña le agarró el dedo índice mientras llevaba a cabo aquel estudio insensato, apesadumbrado y motivado por los celos, a la luz de la linterna. El ombligo sobresalía de su saciada tripita de satén como si fuera un monumento abovedado en la cumbre de una colina. Chacko aplicó la oreja encima y escuchó, asombrado, los ruidos del interior. Mensajes enviados de acá para allá. Órganos nuevos acostumbrándose los unos a los otros. Un gobierno nuevo que establecía sus organismos, determinaba la división de tareas, decidía quién debía hacer cada cosa.
Читать дальше