Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Allí estaba el gomoso capitán Von Trapp. Christopher Plummer. Arrogante. Duro de corazón. Con una boca que parecía un tajo. Y un silbato de policía estridente y acerado. Un capitán con siete hijos. Niños limpios como un paquete de bolitas de menta. Hacía como si no los quisiese, pero los quería. Sí que los quería. El la quería (a Julie Andrews), ella lo quería, ellos querían a los niños, los niños los querían. Todos se querían. Eran niños limpios, blancos, y sus camas tenían blandos edredones.

La casa en la que vivían tenía un estanque y jardines y una escalinata ancha y puertas y ventanas blancas, y cortinas de flores.

Los niños limpios y blancos tenían miedo de los truenos. Hasta los más mayores. Para tranquilizarlos, Julie Andrews los metía a todos en su limpia cama y les cantaba una limpia canción que hablaba de algunas de sus cosas favoritas. Éstas eran algunas de sus cosas favoritas:

1) Las niñas con vestidos blancos y lazos azules de satén.

2) Los gansos salvajes que volaban con la luna en las alas.

3) Las brillantes teteras de cobre.

4) Los timbres de las puertas y los cascabeles de los trineos y los escalopes a la vienesa con fideos.

5) Etcétera.

Y luego, dentro de las cabecitas de ciertos gemelos heterocigóticos que estaban entre el público del Cine Abhilash, surgieron algunas preguntas que necesitaban respuesta, o sea:

a) ¿Balanceaba la pierna el gomoso capitán von Trapp? No.

b) ¿Hacía el gomoso capitán Von Trapp pompas con saliva? Casi seguro que no.

c) ¿Hacía ruido al comer? No.

Ay, capitán Von Trapp, capitán Von Trapp, ¿podría querer al niño de la naranja que estaba en aquella sala olorosa?

Aunque acabara de cogerle el pito con la mano al Hombre de la Naranjada y la Limonada, ¿podría quererlo?

Y a su hermana gemela, que se inclinaba con el pelo recogido en una fuente con un «amor-en-Tokio», ¿podría quererla?

El capitán Von Trapp, a su vez, tenía ciertas preguntas que hacer:

a) ¿Son niños blancos y limpios? No. (Pero Sophie Mol, sí.)

b) ¿Hacen pompas con saliva? Sí. (Pero Sophie Mol, no.)

c) ¿Balancean las piernas como los oficinistas? Sí. (Pero Sophie Mol, no.)

d) ¿Alguna vez ha cogido alguno de ellos el pito de un desconocido?

Mmm…mmmsí. (Pero Sophie Mol, no)

– Pues entonces, lo siento -dijo el gomoso capitán Von Trapp, es algo que está fuera de toda duda. No puedo quererlos. No puedo ser su Baba. ¡Ah, no!

El gomoso capitán Von Trapp no podía.

Estha se inclinó hacia adelante y apoyó la cabeza sobre las rodillas.

– ¿Qué te pasa? -dijo Ammu-. Si vuelves a hacer el tonto, te llevo directo a casa. Haz el favor de sentarte bien. Y mira la película, que para eso te hemos traído.

Acábate el refresco.

Mira la película.

Piensa en los pobres.

Tienes suerte, eres un chico rico con paga. Sin preocupaciones.

Estha se enderezó y miró. Tenía un peso en el estómago. Tenía una sensación de oleadas verdes, de aguas espesas, de grumos, de algas marinas, de cosas que flotan, de vacío y de lleno.

– Ammu… -dijo.

– ¿Y ahora qué pasa?

Un qué dicho bruscamente, ladrado, escupido.

– Tengo ganas de vomitar -dijo Estha.

– ¿Sólo tienes ganas o vas a vomitar? -La voz de Ammu mostraba preocupación.

– No sé…

– ¿Quieres que vayamos a intentarlo? -dijo Ammu-. Te sentirás mejor.

– Vale -dijo Estha.

¿Vale? Vale.

– ¿Adonde vais? -quiso saber Bebé Kochamma.

– Estha va a intentar vomitar -contestó Ammu.

– ¿Adonde vais? -preguntó Rahel.

– Tengo ganas de vomitar -dijo Estha.

– ¿Puedo ir a mirar?

– No -dijo Ammu.

Otra vez hubo que pasar por delante del público (piernas para acá y para allá). La vez anterior para cantar. En esta ocasión para vomitar. Salir por la salida. Fuera, en el vestíbulo de mármol, el Hombre de la Naranjada y la Limonada estaba comiéndose un caramelo. Su mejilla se inflaba con el caramelo móvil. Hacía unos ruiditos suaves, de chupeteo, como el desagüe de un lavabo. Sobre el mostrador estaba el envoltorio verde de la marca Parry. Para aquel hombre los caramelos eran gratis. Tenía una fila de tarros mugrientos llenos de caramelos gratis. Limpiaba el mostrador de mármol con el trapo de color mugre que llevaba en la mano peluda sobre la que se veía el reloj. Al ver a la luminosa mujer de hombros bruñidos y al niñito, una sombra le cruzó por el rostro. Después sonrió con su sonrisa de piano portátil.

– ¿Ya de vuelta? -Mijo.

Estha tenía arcadas. Ammu lo llevó en volandas al cuarto de baño del anfiteatro. A ella.

Allí lo sostuvo entre el lavabo sucio y su propio cuerpo. Con las piernas colgando. El lavabo tenía grifos cromados y manchas de óxido. Y un entramado parduzco de grietas delgadas, muy enmarañado, como si fuera el plano de alguna ciudad grande e intrincada.

Estha tuvo varias arcadas, pero no le salía nada. Sólo pensamientos. Flotaban hacia fuera y volvían flotando para adentro. Ammu no podía verlos. Se cernían como nubes de tormenta sobre la ciudad-lavabo. Pero los hombres-lavabo y las mujeres-lavabo seguían ocupándose de sus asuntos de lavabo habituales. Coches-lavabo y autobuses-lavabo pasaban zumbando. La vida-lavabo continuaba.

– ¿No? -preguntó Ammu.

– No -contestó Estha.

¿No? No.

– Pues lávate la cara -dijo Ammu-. El agua siempre sienta bien. Lávate la cara y vamos a tomar una limonada con gas.

Estha se lavó la cara y las manos, y la cara y las manos. Tenía las pestañas húmedas y apelotonadas.

El Hombre de la Naranjada y la Limonada dobló el envoltorio verde del caramelo y abrió el pliegue con la uña larga del dedo gordo. Con una revista enrollada dejó sin sentido a una mosca y, delicadamente, la fue empujando hacia el borde de la barra hasta que cayó al suelo y allí se quedó de espaldas, moviendo sus débiles patitas.

– Es un chico encantador -le dijo a Ammu-. Canta muy bien.

– Es mi hijo -dijo Ammu.

– ¿En serio? -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada mirando a Ammu con los dientes-. ¿En serio? ¡No parece tener edad para ser su madre!

– No se encuentra bien -dijo Ammu-. Creo que beber algo fresco le hará sentirse mejor.

– Claro -dijo el hombre-. Claro, claro. ¿Naranjada y limonada? ¿Limonada y naranjada?

Terrible y temida pregunta.

– No, gracias -dijo Estha mirando a Ammu. Oleadas verdes, algas marinas, vacío y lleno.

– Y usted, ¿qué desea? -le preguntó el Hombre de la Naranjada y la Limonada a Ammu-. ¿Coca-Cola? ¿Fanta? ¿Helado? ¿Batido?

– No, nada, gracias -dijo Ammu. Una mujer luminosa, con hoyuelos muy marcados en las mejillas.

– Tenga -dijo el hombre, y alargó la mano con un puñado de caramelos, como una azafata generosa-. Esto es para su hombrecito.

– No, gracias -dijo Estha mirando a Ammu.

– Cógelos, Estha -dijo Ammu-, no seas grosero.

Estha los cogió.

– Di gracias -dijo Ammu.

– Gracias -dijo Estha (por los caramelos, por la clara de huevo blanquecina).

– De nada -contestó en inglés el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. Bueno, bueno -añadió en malayalam-, su hijo me ha dicho que son de Ayemenem.

– Sí -contestó Ammu.

– Voy por allí con frecuencia -dijo el Hombre de la Naranjada y la Limonada-. La familia de mi mujer es de Ayemenem. Sé dónde está su fábrica. Conservas y Encurtidos Paraíso, ¿verdad? Me lo ha dicho su hijo.

Sabía dónde encontrar a Estha. Eso era lo que quería decir. Era un aviso.

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