Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Las niñas siempre las tienen en los muslos, solía decir Ammu.

Rahel miraba a Estha con la curiosidad de una madre que mira a su hijo mojado. Una hermana a su hermano. Una mujer a un hombre. Un gemelo a otro gemelo.

Se le ocurrieron dos ideas al mismo tiempo:

Que era un desconocido desnudo con el que se había topado por casualidad. Que era alguien a quien había conocido antes de que la vida comenzara. Alguien que la había guiado (nadando) para salir del adorable vientre de su madre.

Ambas cosas insoportables en su polaridad. En su irreconciliable distanciamiento.

Una gota de lluvia relucía en el extremo inferior del lóbulo de la oreja de Estha. Gruesa, plateada a la luz, como una pesada gota de mercurio. Rahel alargó la mano. Se la tocó. La quitó.

Estha no la miró. Se replegó en un silencio aún mayor. Como si su cuerpo tuviera el poder de dirigir sus sentidos hacia el interior (apelotonados, ovoides), alejándolos de la superficie de la piel, hasta algún recoveco más profundo e inaccesible.

El silencio se recogió las faldas y, como la Mujer Araña, trepó ágilmente por la resbaladiza pared del cuarto de baño.

Estha colocó su ropa mojada en el barreño y empezó a lavarla con un pedazo de jabón azul brillante que se deshacía en pequeños fragmentos.

4. EL CINE ABHILASH

El Cine Abhilash se anunciaba como la primera sala de Kerala con pantalla de cinemascope de 70 mm. Y, para que quedase aún más claro, el diseño de la fachada era una réplica en cemento de la pantalla curva del cinemascope. En la parte superior (letras de cemento, luces de neón) ponía cine abhilash en inglés y malayalam.

En los lavabos ponía él y ella, ella para Ammu, Rahel y Bebé Kochamma. él sólo para Estha, porque Chacko se había ido a comprobar sus reservas en el Hotel Reina de los Mares.

– ¿Sabrás ir solo? -preguntó Ammu, preocupada.

Estha asintió.

Rahel entró detrás de Ammu y Bebé Kochamma en ella por una puerta de formica roja que se cerraba sola lentamente. Se volvió sobre el suelo de mármol resbaladizo de grasa para decirles adiós con la mano a Estha el Solitario (con un peine) y a sus zapatos beige puntiagudos. Estha esperó en el vestíbulo de mármol, sucio y con espejos que lo observaban aburridos, hasta que la puerta roja se llevó a su hermana. Luego se volvió y se dirigió a él.

En ella Ammu sugirió que, para hacer pipí, Rahel no se sentara en la taza. Dijo que los aseos públicos están sucios. Como el dinero. Nunca se sabe quién los ha usado. Leprosos. Carniceros. Mecánicos. (Pus. Sangre. Grasa. Sustancias que vuelven impuro a quien las toca.)

Una vez, Kochu María la llevó a la carnicería, y Rahel se dio cuenta de que el billete verde de cinco rupias que les devolvieron tenía una diminuta mota de carne roja. Kochu María la quitó con el pulgar. El jugo había dejado una mancha roja. Se guardó el dinero en el corpiño. Dinero sanguinolento con olor a carne.

Rahel era demasiado pequeña para mantenerse en equilibrio con las piernas abiertas sobre la taza, así que Ammu y Bebé Kochamma la sostuvieron con las piernas dobladas sobre sus brazos. Los pies, con las puntas hacia adentro, enfundados en unas sandalias Bata. Levantada por los aires con las bragas bajadas. Durante unos momentos no ocurrió nada, y Rahel levantó la mirada hacia su madre y su tía abuela bebé con picaros signos de interrogación (y ahora, ¿qué?) en los ojos.

– Venga -dijo Ammu-. Pssss…

Pssss era el sonido del pipí. Mmmm, el de la caca.

Rahel soltó una risita tonta. Ammu soltó una risita tonta. Bebé Kochamma soltó una risita tonta. Cuando empezó a salir el chorrito, corrigieron su postura aérea. A Rahel aquello no le daba vergüenza. Terminó y Ammu le pasó el papel higiénico.

– ¿Quién va ahora, tú o yo? -le preguntó Bebé Kochamma a Ammu.

– Da igual -dijo Ammu-. Venga, ve tú.

Rahel le sostuvo el bolso. Bebé Kochamma se levantó el sari arrugado. Rahel estudió las enormes piernas de su tía abuela pequeña. (Años más tarde, durante una clase de historia en el colegio, al leer en voz alta «El emperador Babur tenía la tez del color del trigo y unos muslos como pilares», aquella escena aparecería ante ella como iluminada por un flash: Bebé Kochamma balanceándose como un gran pájaro sobre un retrete público. Con unas venas azuladas, como una red entretejida de bultitos, que le trepaban por las pantorrillas translúcidas. Con hoyuelos en las gordas rodillas. Llenas de pelos. ¡Pobrecitos piececillos diminutos, que tenían que cargar con semejante peso!) Bebé Kochamma esperó un momentín. Con la cabeza inclinada hacia adelante. Con una sonrisa estúpida. Con los pechos colgando. Como melones dentro de la blusa. Echando el trasero, un poco levantado, hacia atrás. Cuando brotó el sonido, espumoso y borboteante, lo escuchó con los ojos. Un arroyo amarillo que corría rumoroso por un desfiladero entre montañas.

A Rahel le gustaba todo aquello. Sostener el bolso. Hacer pipí unas delante de otras. Como amigas. Entonces no podía comprender lo maravilloso que era sentir aquello. Como amigas. Nunca volverían a estar así, todas juntas. Ammu, Bebé Kochamma y ella.

Cuando Bebé Kochamma acabó, Rahel miró el reloj.

– ¡Cuánto has tardado, Bebé Kochamma! -dijo-. Son las dos menos diez.

Friega, friega, estregadera (pensó Rahel),

tres mujeres en una bañera.

Espera un momento, dijo Lento.

Creía que Lento era una persona. Lento Kurien. Lento Kutty. Lenta Mol. Lenta Kochamma.

Lento Kutty. Rápido Verghese. Y Kuriakose. Tres hermanos con caspa.

Ammu hizo un pipí como un susurro. Contra un lado de la taza, de modo que no se oyera el ruido. La dureza de su padre había abandonado sus ojos, y ahora volvían a ser los suyos. Al sonreír se le marcaban unos hoyuelos profundos, y ya no parecía enfadada. Ni por lo de Velutha ni por las pompas de saliva.

Era una Buena Señal.

En él, Estha el Solitario tenía que hacer pipí sobre las bolitas de naftalina y las colillas de cigarrillo del urinario. Hacer pipí en la taza habría sido como aceptar la derrota sin luchar. Pero era demasiado bajo para hacer pipí en el urinario. Necesitaba Altura. Buscó Altura, y, en un rincón de él, la encontró. Una escoba sucia, una botella aplastada medio llena con un líquido lechoso (fenol) en el que flotaban unas cosas negras. Una fregona fláccida y dos latas de no-se-sa-bía-qué oxidadas. Podían ser de productos de Conservas y Encurtidos Paraíso. De trozos de pina en almíbar. O de rodajas. Rodajas de piña. Salvado el honor gracias a las latas de su abuela, Estha el Solitario colocó las latas de no-se-sabía-qué frente al urinario. Se alzó sobre ellas, un pie en cada una, e hizo pipí con cuidado, de modo que sólo unas gotas cayeron fuera. Como un Hombre. Las colillas, antes húmedas, quedaron empapadas y girando en un remolino. Ahora sería difícil encenderlas. Cuando terminó, llevó las latas hasta el lavabo al pie del espejo. Se lavó las manos, se humedeció el pelo, y luego, dominado por el tamaño del peine de Ammu, que era demasiado grande para él, se reconstruyó el tupé con esmero. Se lo alisó peinándolo hacia atrás, después lo empujó hacia adelante y, finalmente, lo inclinó hacia un lado con un movimiento giratorio. Volvió a meterse el peine en el bolsillo, se bajó de las latas y las puso de nuevo con la botella, la fregona y la escoba. Las saludó a todas con una inclinación de cabeza. A todo el tinglado: botella, escoba, latas y fregona fláccida.

– Saludo -dijo y sonrió porque, cuando era más pequeño, tenía la impresión de que había que decir «Saludo» cuando se saludaba. Había que decirlo para hacerlo. «Saluda, Estha», le decían y él saludaba y decía «Saludo», y entonces la gente se miraba y se reía, y él se mosqueaba.

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