Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Ammu dijo que sólo los había cogido en brazos para la foto y que, incluso en aquella ocasión, estaba tan borracho que tenía miedo de que se le cayesen. Ammu dijo que estaba a unos pasos de él, lista para atraparlos en el aire si los dejaba caer. De todos modos, y a no ser por las mejillas, Estha y Rahel pensaron que era una foto bonita.

– ¡Para ya de hacer eso! -dijo Ammu tan alto que Murlidharan, que se había bajado del mojón para asomarse a mirar dentro del Plymouth, retrocedió sacudiendo los muñones, alarmado.

– ¿Qué? -preguntó Rahel, pero inmediatamente se dio cuenta de qué. Su pompa de saliva-. Lo siento, Ammu.

– Con decir lo siento no se resucita a un muerto -dijo Estha.

– Pero, ¡bueno! -dijo Chacko-. ¡No le vas a ordenar qué tiene que hacer con su propia saliva!

– ¡Tú métete en tus asuntos! -le contestó Ammu.

– Es que le trae recuerdos -le explicó Estha, el sabiondo, a Chacko.

Rahel se puso las gafas de sol. El mundo se tiñó de un color furioso.

– ¡Quítate esas gafas ridículas! -dijo Ammu.

Rahel se quitó aquellas gafas ridículas.

– Los tratas de un modo fascista -dijo Chacko-. ¡Hasta los niños tienen sus derechos, por el amor de Dios!

– No uses el nombre de Dios en vano -dijo Bebé Kochamma.

– ¡Si no es en vano! -dijo Chacko-. Lo uso para una buena causa.

– ¡Deja de hacerte pasar por el Gran Salvador de los niños! -dijo Ammu-. A la hora de la verdad, no te importan nada. Ni ellos ni yo.

– ¿Es que soy yo quien tiene que ocuparse de ellos? -dijo Chacko-. ¿Acaso son responsabilidad mía?

Dijo que, para él, Ammu, Estha y Rahel eran como llevar una piedra atada al cuello.

A Rahel le sudaba la parte posterior de las piernas. Le resbalaba la piel sobre el tapizado de cuero del asiento del coche. Estha y ella conocían lo de las piedras atadas al cuello. En Rebelión a bordo, cuando alguien moría en alta mar, lo envolvían en una sábana blanca y lo tiraban por la borda con una piedra atada al cuello, para que el cadáver no flotara. Estha no acababa de comprender cómo podían saber cuántas piedras tenían que cargar a bordo antes de zarpar.

Apoyó la cabeza sobre las rodillas.

Y se deshizo el tupé.

El traqueteo distante de un tren emergió de la carretera manchada de ranas. Las hojas de las batatas que crecían a ambos lados de la vía del tren empezaron a moverse, asintiendo en masa. Sísísísísí.

Los peregrinos calvos del autobús Beena Mol empezaron otro bhajan.

– Hay que ver a los hindúes estos… -dijo Bebé Kochamma con tono devoto-. No tienen ningún sentido de la intimidad.

– Tienen cuernos y el cuerpo lleno de escamas -dijo Chacko con sorna-. Y he oído decir que sus niños nacen de huevos.

Rahel tenía dos chichones en la frente, y Estha le dijo que le estaban saliendo cuernos. O por lo menos uno, ya que era medio hindú. No fue lo suficientemente rápida para preguntarle qué pasaba con sus cuernos. Porque todo lo que tuviera uno también lo tenía el otro.

El tren pasó a toda velocidad bajo una columna de denso humo negro. Lo formaban treinta y dos vagones de carga, cuyas puertas estaban llenas de hombres jóvenes, con el pelo cortado como si fuera un casco, que se dirigían a los confines de la Tierra para ver qué le pasaba a la gente que se caía desde allí. Los que se asomaran al borde y estiraran demasiado el cuello, también se precipitarían al vacío. Hacia la palpitante oscuridad, con sus cortes de pelo vueltos del revés.

El tren desapareció con tanta rapidez que era difícil creer que hubieran esperado tanto para tan poco. Las hojas de las batatas continuaron asintiendo mucho rato después de que el tren hubiese desaparecido, como si estuvieran totalmente de acuerdo con él y no les cupiera ninguna duda.

Una tenue capa de polvillo de carbón bajó flotando como una bendición sucia y se posó suavemente sobre el tráfico.

Chacko puso el Plymouth en marcha. Bebé Kochamma intentó mostrarse alegre. Comenzó a cantar.

El reloj del vestíbulo

suena tristemente

v también las campanas

del campanario, talán, talán

y en el cuarto de los niños

un absurdo pajarito

se asoma para decir…

Miró a Estha y a Rahel, esperando que contestaran cucú.

Pero no lo hicieron.

Se levantó una brisa automovilística. Árboles verdes y postes telefónicos pasaron velozmente por las ventanillas. Sobre los cables que pasaban se deslizaban pájaros inmóviles como si fueran maletas que nadie recogiera en la cinta transportadora de un aeropuerto.

Una pálida luna diurna colgaba enorme del cielo e iba en la misma dirección que ellos. Era tan grande como la panza de un bebedor de cerveza.

3. LAS LÁMPARAS SON PARA LOS RICOS, Y LAS VELAS DE SEBO, PARA LOS POBRES

La suciedad había cercado la casa de Ayemenem como un ejército medieval que avanzase sobre un castillo enemigo. Tapaba las grietas y se aferraba a los cristales de las ventanas.

Alrededor de las teteras zumbaban moscas enanas. En los floreros vacíos yacían insectos muertos.

El suelo estaba pegajoso. Las paredes, antaño blancas, se habían vuelto de un gris irregular. Las bisagras y los tiradores de latón de las puertas habían perdido el brillo y estaban grasientos. Los enchufes que no se usaban con frecuencia estaban atascados por la mugre. Las bombillas estaban cubiertas por una película aceitosa. Lo único que relucía eran las cucarachas gigantes, que iban raudas de acá para allá como los pasteles en una comedia de tartazos.

Bebé Kochamma había dejado de notar esas cosas hacía tiempo. Kochu María, que lo notaba todo, había dejado de preocuparse.

La chaise longue en la que se recostaba Bebé Kochamma tenía cáscaras de cacahuete incrustadas en los sietes de la raída tapicería.

En una manifestación inconsciente de democracia, impuesta por la televisión, señora y criada cogían inadvertidamente cacahuetes del mismo cuenco. Kochu María los engullía. Bebé Kochamma se los llevaba a la boca educadamente.

En el programa Lo mejor de Donahue el público presente en el estudio estaba viendo un reportaje en el que un músico callejero negro cantaba Somewhere Over the Rainbow en una estación de metro. Cantaba con convicción, como si realmente se creyera la letra de la canción. Bebé Kochamma lo acompañaba con su voz fina y trémula espesada por la pasta de los cacahuetes. Sonreía al recordar la letra. Kochu María la miraba como si se hubiera vuelto loca y cogía más cacahuetes de los que le correspondían. Al atacar las notas más altas (el where de somewhere), el músico callejero echaba la cabeza hacia atrás y su paladar ondulado de color rosa llenaba la pantalla del televisor. Iba tan andrajoso como una estrella de rock, pero la falta de dientes y la palidez enfermiza de su piel hablaban claramente de una vida de privaciones y sin esperanzas. Cada vez que un tren llegaba o se iba, cosa que sucedía a menudo, tenía que dejar de cantar.

Luego se encendieron las luces del estudio y Donahue presentó en directo a aquel hombre que, a una indicación convenida, retomó la canción exactamente en el mismo punto en que la había dejado (por el tren) y logró una conmovedora victoria de la Canción frente al Metro.

La siguiente interrupción, en mitad de su canción, fue cuando Phil Donahue le pasó un brazo por encima y le dijo: «Gracias. Muchas gracias».

Ser interrumpido por Phil Donahue era, por supuesto, totalmente diferente a ser interrumpido por el estruendo de un metro. Era un placer. Un honor.

El público del estudio aplaudió y lo miró con compasión.

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