Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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No hubo forma de contactar con él cuando Chella, su madre, murió de tuberculosis. Después Kuttappen, su hermano mayor, se cayó de un cocotero y se rompió la columna. Quedó paralítico e incapacitado para trabajar. Velutha se enteró del accidente un año después.

Hacía cinco meses que había vuelto a Ayemenem. Nunca hablaba de dónde había estado ni de lo que había hecho.

Mammachi volvió a contratarlo como carpintero de la fábrica y lo puso al frente del mantenimiento general. Aquello provocó un gran rencor entre los trabajadores Tocables, porque, según ellos, se suponía que los paravanes no debían ser carpinteros. Y, sin la menor duda, se daba por sentado que no debía volverse a contratar a los paravanes pródigos.

Para mantener contentos a los demás trabajadores, y dado que sabía que nadie más lo contrataría como carpintero, Mammachi pagaba a Velutha menos de lo que habría pagado a un carpintero Tocable, pero más que a un paraván. Mammachi no le dejaba entrar en su casa (excepto cuando necesitaba que reparase o instalase algo). Pensaba que ya podía estarle bastante agradecido de que le dejase entrar en el edificio de la fábrica y le permitiese tocar las mismas cosas que los Tocables. Decía que aquello ya era un gran paso adelante para un paraván.

Cuando regresó a Ayemenem después de estar varios años fuera, Velutha seguía teniendo la misma desenvoltura. La misma seguridad en sí mismo. Y entonces Vellya Paapen temió por él más que nunca. Pero calló. No dijo nada.

Al menos, hasta que el Terror se apoderó de él. Hasta que vio, noche tras noche, que una barquita cruzaba el río a golpe de remo. Hasta que la vio regresar al amanecer. Hasta que vio lo que su hijo Intocable había tocado. Más que tocado.

Poseído.

Amado.

Cuando el Terror se apoderó de él, Vellya Paapen fue a ver a Mammachi. Con el ojo hipotecado miraba fijamente. Con el propio, lloraba. Una mejilla le brillaba por las lágrimas. La otra permanecía seca. Movía la cabeza de un lado a otro, hasta que Mammachi le ordenó que parara. Todo su cuerpo temblaba, como si tuviera malaria. Mammachi le ordenó que dejara de temblar, pero no pudo, porque no se le pueden dar órdenes al miedo. Ni siquiera al de un paraván. Vellya Paapen le contó a Mammachi lo que había visto. Imploró el perdón de Dios por haber engendrado un monstruo. Se ofreció a matar a su hijo con sus propias manos. A destruir lo que había creado.

Bebé Kochamma escuchó las voces desde la habitación contigua y fue a ver qué pasaba. Se encontró frente a frente con el Dolor y el Conflicto, e íntimamente, en lo más profundo de su corazón, se regocijó.

Dijo (entre otras cosas): ¿Cómo es posible que haya aguantado su olor? ¿No os habéis dado cuenta de que los paravanes tienen un olor especial?

Y se estremecía haciendo mucho teatro, como un niño al que le hacen comer espinacas a la fuerza. Prefería el olor de un jesuita irlandés al olor especial de un paraván. Muchísimo más. Muchísimo más.

Velutha, Vellya Paapen y Kuttappen vivían en una pequeña choza de laterita, cerca de la casa de Ayemenem, río abajo. Para Esthappen y Rahel, a tres minutos corriendo por entre los cocoteros. Cuando Velutha se marchó, hacía muy poco tiempo que habían llegado a Ayemenem con Ammu, y eran demasiado pequeños para acordarse de él. Pero en los meses que siguieron a su regreso se convirtieron en los mejores amigos. Les habían prohibido ir a casa de Velutha, pero no obstante iban. Se quedaban sentados junto a él horas y horas, en cuclillas, como puntitos en medio de un lago de virutas de madera, preguntándose cómo se las arreglaba Velutha para saber siempre cuáles eran las formas que le aguardaban escondidas dentro de los trozos de madera. Les encantaba ver cómo la madera parecía reblandecerse y volverse tan maleable como la plastilina en sus manos. Les enseñaba a usar el cepillo. Su casa (cuando hacía un día bueno) olía a virutas de madera recién cepillada y a sol. A rojo curry de pescado cocido con leña de tamarindo negro. Según Estha, el mejor curry de pescado del mundo entero.

Fue Velutha el que le hizo a Rahel la caña de pescar más afortunada de todas las que tuvo, y el que les enseñó a ella y a Estha a pescar.

Y aquel día azul cielo de diciembre era Velutha a quien vio a través de sus gafas de sol rojas, que se manifestaba con una bandera roja en el paso a nivel en las afueras de Cochín.

Los silbatos agudos y metálicos de la policía perforaron el Ruidoso Paraguas que los cubría. A través de los agujeros irregulares abiertos en él, Rahel vio retazos de cielo rojo. Y, en el cielo rojo, milanos de un rojo intenso que revoloteaban en busca de ratas. En los ojos amarillos y hundidos de los milanos había una carretera y banderas rojas que se manifestaban. Y una camisa blanca sobre una espalda negra con una marca de nacimiento.

Que se manifestaba.

El terror, el sudor y los polvos de talco se mezclaron formando una pasta color malva entre los pliegues de la papada de Bebé Kochamma. La saliva se le coaguló formando pequeñas manchas blancas en las comisuras de la boca. Creía haber visto a un hombre en la manifestación que se parecía a una fotografía aparecida en los periódicos de un naxalita llamado Rajan, del que se rumoreaba que se había desplazado hacia el sur desde Palghat. Le pareció que la había mirado directamente.

Un hombre con una bandera roja y un rostro como un nudo abrió la puerta de Rahel porque no tenía echado el seguro. El hueco de la puerta se llenó de hombres que se habían detenido a mirar.

– ¿Tienes calor, pequeña? -le preguntó a Rahel amablemente en malayalam el hombre que parecía un nudo. Y luego, en tono que no tenía nada de amable, añadió-: ¡Pues pídele a tu papá que te compre un aire acondicionado! -y soltó una carcajada, encantado de su agudeza y su habilidad para estar a la altura de las circunstancias. Rahel le devolvió la sonrisa, feliz de que hubieran tomado a Chacko por su padre. Como una familia normal.

– ¡No le contestes! -susurró Bebé Kochamma con voz ronca-. ¡Mira al suelo! ¡Tú sólo mira al suelo!

El hombre de la bandera fijó su atención en ella. Bebé Kochamma miraba hacia abajo, hacia el suelo del coche. Como una novia tímida y asustada a la que hubieran casado con un desconocido.

– ¡Hola, guapa! -dijo el hombre lentamente en inglés-. ¿Cuál es tu nombre, por favor?

Como Bebé Kochamma no contestó, se volvió hacia sus compañeros.

– No tiene nombre.

– ¿Qué te parece Modalali Mariakutty? -sugirió uno, y soltó una risita. Modalali quiere decir terrateniente en malayalam.

– A, B, C, D, X, Y, Z -dijo otro, por decir algo.

Más estudiantes se apiñaron alrededor del coche. Todos llevaban en la cabeza pañuelos o toallas, en los que estaba impreso tinte bombay, para protegerse del sol. Parecían extras escapados del rodaje de la versión en malayalam de El último viaje de Simbad.

El hombre que parecía un nudo le entregó su bandera roja a Bebé Kochamma como si fuera un regalo.

– Toma -dijo-. Cógela.

Bebé Kochamma la cogió, aunque seguía sin mirarlo a la cara.

– ¡Agítala! -le ordenó.

Tuvo que agitarla; no tenía otra alternativa. Olía a tela nueva y a tienda. Flamante y polvorienta. Intentó agitarla como si no lo estuviera haciendo.

– Y ahora di Inquilab zindabadl

Inquilab zindabadl -susurró Bebé Kochamma.

– ¡Buena chica!

La multitud se rió a carcajadas. Se oyó un agudo silbato.

Okay! -le dijo el hombre a Bebé Kochamma en inglés, como si hubiesen concluido un acuerdo comercial satisfactoriamente-. Bye-bye!

Cerró la puerta azul cielo de un portazo. Bebé Kochamma temblaba. La multitud reunida alrededor del coche se dispersó y siguió su camino.

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