Los Reyes del Cardamomo, los Condes del Café y los Barones del Caucho, viejos compinches desde el internado, habían bajado de sus haciendas remotas y solitarias y bebían a pequeños sorbos cervezas heladas en el Club de Vela. Alzaban sus copas. «Aunque la mona se vista de seda…», decían entre risas para ocultar su creciente pánico.
Aquel día la manifestación estaba compuesta por militantes del partido, estudiantes y trabajadores. Tocables e Intocables. Cargaban sobre sus espaldas un barril de odio antiguo, prendido con una mecha reciente. Había una faceta de aquel odio que era naxalita y nueva.
A través de la ventanilla del Plymouth, Rahel se dio cuenta de que la palabra que más fuerte decían era Zindabad. Y de que las venas parecían saltárseles del cuello al pronunciarla. Y de que los brazos que sostenían las banderas y las pancartas eran nudosos y fuertes.
Dentro del Plymouth nadie se movía y hacía calor.
El miedo de Bebé Kochamma yacía enrollado en el suelo del coche como un cigarro húmedo y pegajoso. Aquello no era más que el comienzo. El miedo que con el paso de los años crecería hasta consumirla. Que la haría cerrar con llave puertas y ventanas. Que la haría tener dos líneas de nacimiento del pelo y dos bocas. El suyo era también un miedo antiguo, viejo como la humanidad. El miedo a que le quitaran lo que tenía.
Intentó contar las cuentas verdes de su rosario, pero no podía concentrarse. Una mano abierta golpeó una de las ventanillas del coche.
Un puño cerrado aporreó el recalentado capó azul cielo. Se abrió de golpe. El Plymouth parecía un animal azul y anguloso de un zoológico pidiendo que le dieran de comer.
Un bollo.
Un plátano.
Otro puño cerrado lo golpeó, y se cerró. Chacko bajó el cristal de su ventanilla y le gritó al hombre que lo había hecho:
– ¡Gracias, keto ! -dijo-. ¡ Valarey gracias!
– No le estés tan agradecido, camarada -dijo Ammu-. Ha sido pura casualidad. No tenía ninguna intención de ayudarte. ¿Cómo podía saber que dentro de este viejo coche late un corazón auténticamente marxista?
– Ammu -dijo Chacko en tono tranquilo y deliberadamente despreocupado-, ¿no podrías hacer un pequeño esfuerzo para no verlo todo con tu cinismo de fracasada?
El silencio llenó el coche como si empapara una esponja. Fracasada cortó el aire como un cuchillo. El sol brilló con un suspiro estremecido. Ese era el problema con los parientes. Al igual que los médicos aviesos, sabían dónde hacer más daño al tocar.
Justo en aquel momento, Rahel vio a Velutha, el hijo de Vellya Paapen. A Velutha, su amigo más querido. A Velutha, que llevaba una bandera roja. Con camisa y mundu blancos y las venas del cuello hinchadas. El, que jamás llevaba camisa.
Rahel bajó el cristal de su ventanilla en un segundo.
– ¡Velutha! ¡Velutha! -le gritó.
Se quedó congelado durante un instante y escuchó con su bandera. Acababa de oír una voz familiar en circunstancias nada familiares. Rahel, de pie sobre el asiento del coche, se había proyectado fuera de la ventana del Plymouth como un cuerno de un herbívoro con forma de coche que se agitara libremente. Con una fuente atada con un «amor-en-Tokio» y unas gafas de sol de plástico rojo con montura amarilla.
– ¡Velutha! ¡ Ividay !¡Velutha!
Y a ella también se le hincharon las venas del cuello.
Velutha se deslizó de costado y desapareció rápidamente en el interior de la masa furiosa que lo rodeaba.
Dentro del coche, Ammu se volvió con una expresión de furia en los ojos. Golpeó las pantorrillas de Rahel, que era la única parte de su hija que estaba dentro del coche y podía golpear. Sus pantorrillas y sus pies morenos, enfundados en sandalias Bata.
– ¡Haz el favor de portarte bien! -dijo Ammu.
Bebé Kochamma tiró de Rahel, que aterrizó sobre el asiento, sorprendida. Pensó que debía de haber un malentendido.
– ¡Era Velutha! explicó sonriendo-. ¡Y llevaba una bandera!
La bandera había sido para ella lo más impresionante de todo. Lo mejor que podía llevar un amigo.
– ¡Eres una niña tonta y estúpida! -dijo Ammu.
Aquel enfado violento y repentino dejó a Rahel clavada en el asiento del coche. Estaba perpleja. ¿Por qué se había enfadado tanto Ammu? ¿Cuál era la razón?
– Pero ¡si era él! -dijo Rahel.
– ¡Cállate! -dijo Ammu.
Rahel vio que a Ammu le transpiraban la frente y el labio superior, y que sus ojos se habían endurecido y parecían canicas. Como los de Pappachi en la foto de estudio hecha en Viena. (¡Cómo corría subrepticiamente la mariposa de Pappachi, igual que un rumor, por las venas de sus hijos!)
Bebé Kochamma subió el cristal de la ventanilla de Rahel.
Años más tarde, en la fresca y despejada mañana de un domingo de otoño en el norte del estado de Nueva York, mientras iba en tren desde Grand Central a Crotón Harmon, aquella imagen le vino de pronto a la mente a Rahel. Aquella expresión en el rostro de Ammu. Como la pieza endiablada de un puzzle. Como unos signos de interrogación que se deslizasen por las páginas de un libro sin encontrar nunca en qué frase colocarse.
Aquella mirada marmórea en los ojos de Ammu. El brillo de la transpiración sobre su labio superior. Y el escalofrío de aquel silencio repentino e hiriente.
¿Qué había significado todo aquello?
El tren dominical iba casi vacío. Al otro lado del pasillo, una mujer con las mejillas agrietadas por la intemperie y bigote tosía y escupía flemas que iba envolviendo en trozos de papel que arrancaba de una pila de periódicos dominicales que llevaba sobre las rodillas. Colocaba los paquetitos en ordenadas hileras sobre el asiento vacío que había frente a ella como si estuviera organizando un tenderete de flemas. Y, mientras lo hacía, hablaba sola con tono agradable y tranquilizador.
La memoria era como aquella mujer del tren. Loca, porque se dedicaba a examinar cuidadosamente cosas oscuras, guardadas en un armario, para luego emerger con las más insólitas: una mirada fugaz, un sentimiento, el olor del humo, un limpiaparabrisas, los ojos marmóreos de una madre. Y, a la vez, bastante cuerda, porque dejaba enormes extensiones de oscuridad sin desvelar. Sin recordar.
La locura de su compañera de vagón reconfortaba a Rahel. La aproximaba más al útero trastornado de Nueva York, y la apartaba de otra idea más terrible que la perseguía. Un aroma metálico, como el de los pasamanos de acero de los autobuses y el olor de las manos de los cobradores de tanto aferrarse a ellos. Un hombre joven con la boca de un viejo.
Fuera del tren, el Hudson brillaba y los árboles tenían los colores pardorrojizos del otoño. Casi hacía frío.
– Hay un pezón en el aire -le dijo bromeando Larry McCaslin a Rahel al tiempo que apoyaba suavemente la palma de la mano contra la intimación de protesta de un pezón helado que se proyectaba bajo la tela de su camiseta de algodón. Larry se preguntó por qué no sonrió al gastarle aquella broma.
Ella se preguntó por qué sería que siempre que pensaba en su hogar lo imaginaba con los colores de las maderas oscuras y barnizadas de los barcos y de los núcleos vacíos de las lenguas de fuego que titilaban en las lámparas de latón.
Era Velutha.
De eso Rahel estaba segura. Lo había visto. Y él la había visto. Lo habría reconocido en cualquier sitio y en cualquier momento. Y, si no hubiese llevado camisa, también lo habría reconocido de espaldas. Conocía su espalda. Había ido muchas veces sobre ella. Más veces de las que podía recordar. Tenía una marca de nacimiento de color pardo claro con la forma de una hoja puntiaguda y seca. Decía que era una hoja de la buena suerte, que hacía que los monzones llegaran a su debido tiempo. Una hoja pardusca sobre una espalda negra. Una hoja otoñal en la noche.
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