Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Bebé Kochamma enrolló la bandera roja y la puso en la bandeja de detrás del asiento. Volvió a colocarse el rosario dentro de la blusa, donde lo guardaba junto a sus melones. Lo hizo con mucha prosopopeya, tratando de conservar en lo posible la dignidad.

Después que pasaron los últimos hombres, Chacko dijo que ya podían bajar las ventanillas.

– ¿Estás segura de que era él? -le preguntó Chacko a Rahel.

– ¿Quién? -dijo Rahel, repentinamente cautelosa.

– ¿Estás segura de que era Velutha?

– ¿En…? -dijo Rahel, que trató de ganar tiempo mientras intentaba descifrar las desesperadas señales mentales de Estha.

– Te he preguntado que si estás segura de que el hombre que viste era Velutha -repitió por tercera vez Chacko.

– Mmm… mmmsí… mmm… mmmcasi -dijo Rahel.

– ¿Estás casi segura? -dijo Chacko.

– No… era casi Velutha -dijo Rahel-. Casi se parecía a él…

– ¿Así que no estás segura?

– Casi no.

Rahel dirigió una rápida mirada a Estha en busca de aprobación.

– Tiene que haber sido él -dijo Bebé Kochamma-. Por algo estuvo en Trivandrum. Todos van allí y vuelven creyéndose unos grandes políticos.

Nadie pareció especialmente impresionado por su clarividencia.

– Deberíamos vigilarlo -dijo Bebé Kochamma-. Si empieza con agitaciones sindicales en la fábrica… Ya he notado algunos indicios, algunas groserías, ingratitud… El otro día le pedí que me ayudara a transportar unas piedras para mi arriate de guijarros y…

– Vi a Velutha en casa antes de que nos marcháramos -dijo Estha rápidamente-. Así que, ¿cómo podía ser él?

– Espero que no lo fuera, por su propio bien -dijo Bebé Kochamma enigmáticamente-. Y la próxima vez, Esthappen, no me interrumpas cuando hablo.

Estaba molesta porque nadie le había preguntado qué era un arriate de guijarros.

Durante los días siguientes Bebé Kochamma centró en Velutha toda la furia acumulada por la humillación pública de la que había sido objeto. Le sacó punta como a un lápiz. Velutha fue creciendo dentro de su cabeza hasta llegar a encarnar la manifestación. Y al hombre que la había obligado a agitar la bandera roja. Y al hombre que la había bautizado Modalali Mariakutty. Y a todos los hombres que se habían reído de ella.

Empezó a odiarlo.

Por la forma como mantenía erguida la cabeza, Rahel se dio cuenta de que Ammu seguía enfadada. Miró su reloj. Las dos menos diez. Ningún tren todavía. Apoyó el mentón en el borde de la ventanilla. Sintió que el fieltro gris que protegía el vidrio de la ventanilla le presionaba la piel del mentón. Se quitó las gafas de sol para ver mejor la rana muerta aplastada sobre el asfalto. Estaba tan muerta y tan aplastada, que parecía más una mancha con forma de rana en el asfalto que una rana de verdad. Rahel se preguntó si el camión de reparto de leche que había atropellado a la señorita Mitten la habría aplastado hasta dejarla convertida en una mancha con forma de señorita Mitten.

Con la seguridad de un verdadero creyente, Vellya Paapen les había asegurado a los gemelos que los gatos negros no existían. Decía que sólo se trataba de agujeros negros con forma de gato en el universo.

Había tantas manchas en la carretera…

Manchas con forma de señorita Mitten aplastada en el universo.

Manchas con forma de rana aplastada en el universo.

Cuervos aplastados que habían intentado comerse las marcas con forma de rana aplastada en el universo.

Perros aplastados que se comían las manchas con forma de cuervos aplastados en el universo.

Plumas. Mangos. Escupitajos.

Durante todo el camino a Cochín.

El brillo del sol le daba directamente a Rahel a través de la ventanilla del Plymouth. Cerró los ojos y le devolvió su brillo. Incluso tras sus párpados cerrados la luz era brillante y caliente. El cielo era naranja y los cocoteros eran anémonas de mar que agitaban sus tentáculos e intentaban atrapar a una nube desprevenida y comérsela. Una serpiente transparente con motas y lengua bífida cruzaba flotando el cielo. Después un soldado romano transparente, sobre un caballo moteado. Lo que resultaba raro en los soldados romanos de los cómics, según Rahel, era que se tomaran tanto trabajo para ponerse armaduras y cascos y, sin embargo, fueran con las piernas desnudas. No tenía ningún sentido. Aunque les permitiera predecir los cambios de tiempo, o lo que fuera.

Ammu les había contado la historia de Julio César y de cómo fue apuñalado en el Senado por Bruto, su mejor amigo. Y de cómo cayó al suelo con cuchillos clavados en la espalda y dijo: «Et tu, Brute? Entonces, ¡muere, César!».

– Lo cual demuestra -decía Ammu- que no se puede confiar en nadie. Ni en la madre, ni en el padre, ni en el hermano, ni en el marido, ni en el mejor amigo. En nadie.

En cuanto a los niños, dijo (cuando se lo preguntaron) que había que esperar para saberlo. Dijo que era totalmente posible, por ejemplo, que Estha, al crecer, se convirtiera en un Cerdo Machista.

Por las noches, Estha se ponía de pie sobre su cama, envuelto en una sábana, y decía: «Et tu, Brute? Entonces, ¡muere, César!», y se dejaba caer sobre la cama sin doblar las rodillas, como si fuese un cadáver apuñalado. Kochu María, que dormía sobre una estera en el suelo, dijo que se iba a quejar a Mammachi.

– Decidle a vuestra madre que os lleve a casa de vuestro padre -dijo-. Allí podéis romper todas las camas que queráis. Estas no son vuestras camas. Esta no es vuestra casa.

Estha resucitaba de entre los muertos, se ponía de pie sobre la cama y decía: «Et tu, Kochu María? Entonces, ¡muere, Estha!», y volvía a morirse.

Kochu María estaba convencida de que Et tu era una obscenidad en inglés y esperaba el momento adecuado para quejarse de Estha a Mammachi.

La señora del coche de al lado tenía migas de bizcocho en la boca. Su marido encendió un cigarrillo torcido después de comerse el bizcocho. Soltó dos colmillos de humo por los agujeros de la nariz que le hicieron parecerse, durante un brevísimo instante, a un jabalí. La señora Jabalí le preguntó a Rahel cómo se llamaba, con una vocecita aniñada.

Rahel no le hizo caso e, inadvertidamente, hizo una pompa de saliva.

Ammu odiaba que hicieran pompas de saliva. Decía que le recordaban a Baba, su padre. Decía que solía hacer pompas de saliva y balancear las piernas. Según Ammu, así se comportaban los oficinistas, no los aristócratas.

Los aristócratas eran gente que no hacía pompas de saliva ni balanceaba las piernas. Ni hacían ruido al tragar la comida.

Aunque Baba no era oficinista, Ammu decía que a veces se comportaba como si lo fuera.

A veces, cuando estaban solos, Estha y Rahel jugaban a que eran oficinistas. Hacían pompas de saliva, balanceaban las piernas y fingían comer glugluteando como pavos. Se acordaban de su padre, al que habían conocido en el periodo de entreguerras, la de China y la del Paquistán. Una vez les había permitido dar unas caladas a su cigarrillo y después se molestó porque lo habían chupeteado y le dejaron el filtro húmedo de saliva.

– ¡No es un maldito caramelo! -dijo, enfadado de verdad.

Se acordaban de sus enfados. Y de los de Ammu. Se acordaban de una vez en que sus padres los habían zarandeado de un lado a otro de la habitación, de Ammu a Baba y de Baba a Ammu, como bolas de billar. Ammu no paraba de empujar a Estha lejos de ella, diciendo: «Ahí lo tienes. Tú te quedas con uno, yo no puedo ocuparme de los dos». Tiempo después, cuando Estha le preguntó a Ammu sobre lo ocurrido, ella lo abrazó y le dijo que habían sido figuraciones suyas.

En la única foto que habían visto de su padre (y que Ammu sólo les enseñó una vez), llevaba gafas y una camisa blanca. Parecía un jugador de criquet, estudioso y guapo. Con un brazo sostenía sobre sus hombros a Estha, que sonreía y apoyaba la barbilla sobre la cabeza de su padre. Con el otro brazo sostenía en vilo a Rahel, apretada contra su cuerpo. Las piernas le colgaban, y parecía enfurruñada y de mal humor. Alguien les había pintado unos parches rosados en las mejillas.

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