Arundhati Roy - El Dios De Las Pequeñas Cosas

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Ésta es la historia de tres generaciones de una familia de la región de Kerala, en el sur de la India, que se desperdiga por el mundo y se reencuentra en su tierra natal. Una historia que es muchas historias. La de la niña inglesa Sophie Moll que se ahogó en un río y cuya muerte accidental marcó para siempre las vidas de quienes se vieron implicados. La de dos gemelos Estha y Rahel que vivieron veintitrés años separados. La de Ammu, la madre de los gemelos, y sus furtivos amores adúlteros. La del hermano de Ammu, marxista educado en Oxford y divorciado de una mujer inglesa. La de los abuelos, que en su juventud cultivaron la entomología y las pasiones prohibidas. Ésta es la historia de una familia que vive en unos tiempos convulsos en los que todo puede cambiar en un día y en un país cuyas esencias parecen eternas. Esta apasionante saga familiar es un gozoso festín literario en el que se entremezclan el amor y la muerte, las pasiones que rompen tabúes y los deseos inalcanzables, la lucha por la justicia y el dolor causado por la pérdida de la inocencia, el peso del pasado y las aristas del presente.

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Estaba en contacto permanente con los trabajadores. Se impuso como tarea personal averiguar exactamente todo lo que ocurría en la fábrica. Ridiculizaba a los obreros por aceptar aquellos salarios cuando su propio gobierno, el gobierno popular, estaba en el poder.

Cuando Punnachen, el contable, que le leía a Mammachi los periódicos todas las mañanas, le llevó la noticia de que entre los trabajadores se hablaba de pedir un aumento de sueldo se puso furiosa.

– Diles que lean los periódicos. Hay carestía. No hay trabajo. La gente se muere de hambre. Deberían estar agradecidos de tener un empleo.

Cada vez que en la fábrica ocurría algo digno de mención, las noticias siempre eran comunicadas a Mammachi y no a Chacko. Tal vez porque Mammachi se adecuaba al esquema convencional de las cosas. Era una modalali. E interpretaba su papel. Sus respuestas, por ásperas o duras que fuesen, eran directas y predecibles. Chacko, por su parte, aunque era el hombre de la casa y decía mis encurtidos, mi mermelada, mi curry en polvo, estaba tan ocupado cambiando de chaqueta, que difuminaba los frentes de combate.

Mammachi intentó advertir a Chacko. La escuchó, pero sin prestar atención realmente a lo que decía. De modo que, a pesar de los primeros amagos de descontento en las instalaciones de Conservas y Encurtidos Paraíso, Chacko, que ensayaba la revolución, continuó aquel juego particular de llamar a los demás ¡Cantarada! ¡Camarada!

Aquella noche, en su estrecha cama del hotel, pensó medio dormido en adelantarse al camarada Pillai y organizar una especie de sindicato privado para sus trabajadores. Convocaría elecciones. Haría que votasen. Podrían establecer turnos para ser elegidos delegados sindicales. Sonrió ante la idea de mantener una rueda de negociaciones con la camarada Sumathi o, mejor aún, con la camarada Lucky-kutty, que tenía el pelo mucho más bonito.

Sus pensamientos retornaron a Margaret Kochamma y a Sophie Mol. Intensos anillos de amor oprimieron su pecho hasta que le costó respirar. Siguió tumbado despierto, contando las horas que faltaban para ir al aeropuerto.

En la cama contigua, su sobrina y su sobrino dormían abrazados. Un gemelo caliente y otro frío. Él y ella. Nosotros. En cierto modo, no eran totalmente ajenos a los presagios del funesto destino que les esperaba.

Soñaban con su río.

Con los cocoteros que se inclinaban hacia él y miraban, con ojos de coco, deslizarse las barcas. Río arriba por las mañanas. Río abajo al atardecer. Y con el sombrío sonido apagado de las pértigas de bambú de los barqueros al chocar contra la madera oscura y barnizada de los cascos.

El agua estaba tibia. Era verde grisácea. Parecía de ondulante seda.

Con peces dentro.

Con el cielo y los árboles dentro.

Y, por la noche, con la titilante luna amarilla dentro.

Cuando los olores de la cena se cansaron de esperar, bajaron de las cortinas y se escaparon a través de las ventanas del Hotel Reina de los Mares para bailar toda la noche sobre el mar con olor a cena. Eran las dos menos diez.

5. EL TERRITORIO DE DIOS

Años más tarde, cuando Rahel regresó al río, éste la saludó con una sonrisa de calavera, agujeros donde hubo dientes y una mano levantada sin fuerza desde la cama de un hospital.

Dos cosas habían ocurrido.

El río había menguado. Y ella había crecido.

Río abajo se había construido una presa a cambio de los votos del lobby de los arroceros, que tenía mucha influencia. La presa regulaba la entrada de aguas saladas provenientes de las marismas que se abren al mar de Omán. Así que ahora tenían dos cosechas al año en vez de una sola. Más arroz por el precio de un río.

A pesar de que era junio y llovía, el río no era más que una cloaca caudalosa. Una estrecha cinta de agua espesa que lamía cansinamente los bancos de lodo de las dos orillas, tachonada con el ocasional brillo plateado de algún pez muerto. Estaba invadido por una maleza espesa cuyas raíces pardas y peludas se mecían como finos tentáculos bajo el agua. Por entre la maleza caminaban jácanas de alas de bronce. Con las patas separadas. Precavidas.

En otro tiempo el río tuvo el poder de provocar miedo. De cambiar vidas. Pero ahora le habían arrancado los dientes, se le había agotado el espíritu. No era más que una cinta verdusca, lenta y enfangada, que trasladaba desperdicios fétidos al mar. Por su superficie viscosa y cubierta de maleza cruzaban bolsas de plástico brillante empujadas por el viento como volanderas flores subtropicales.

Las gradas de piedra, que antaño llevaban a los bañistas directamente al agua y a los Pescadores a los peces, estaban ahora al descubierto y no llevaban a ninguna parte, como un monumento absurdo que no conmemorase nada. Entre las grietas se abrían camino los helechos.

Al otro lado del río los empinados bancos de lodo se convertían bruscamente en bajas paredes de barro que rodeaban míseras chabolas. Los niños se sentaban al borde, con el trasero colgando, y defecaban directamente en el lodo del lecho del río, que engullía sus excrementos con un sonido de chapoteo y succión. Los más pequeños dejaban resbalar churretes de color mostaza pared abajo. A veces, por la tarde, el río crecía para aceptar las ofrendas del día y arrastrarlas hasta el mar, dejando una estela de líneas ondulantes de espuma gruesa, de color blanco sucio. Río arriba, pulcras madres lavaban ropas y cacharros en aguas que salían sin depurar de las fábricas. La gente se bañaba. Torsos que parecían separados del resto del cuerpo se enjabonaban dispuestos en hilera, como bustos oscuros, sobre una estrecha cinta verdusca y ondulante.

En los días cálidos el olor a excrementos ascendía desde el río y se cernía sobre Ayemenem como un sombrero.

También a ese lado del río, tierra adentro, una cadena de hoteles de cinco estrellas había comprado el «corazón de las tinieblas».

Ya no podía llegarse a la Casa de la Historia (donde en otro tiempo susurraron antepasados cuyo aliento olía a mapas amarillentos y que tenían las uñas de los pies duras) desde el río. Le había vuelto la espalda a Ayemenem. Los clientes del hotel eran conducidos directamente hasta allí desde Cochín a través de las marismas. Llegaban en lanchas rápidas que abrían una uve de espuma en el agua y dejaban tras de sí una película irisada de gasolina.

La vista desde el hotel era preciosa, pero también allí el agua era espesa y estaba contaminada. Había carteles que decían, con una caligrafía muy elegante: prohibido bañarse. Construyeron un alto muro para que tapara la vista de las chabolas y evitara que invadieran la hacienda de Kari Saipu. En cuanto al mal olor, poco podía hacerse.

Pero tenían una piscina para nadar. Y japuta fresca con tandoori y crepés suzette en el menú.

Los árboles seguían siendo verdes y el cielo seguía siendo azul, lo cual tenía su importancia. Así que no se arredraron y comenzaron a promocionar su maloliente paraíso -el territorio de dios lo llamaban en sus folletos-, porque aquellos listos hoteleros sabían que el mal olor, como la pobreza, era una simple cuestión de costumbre. Una cuestión de disciplina. De rigor y aire acondicionado. Nada más.

La casa de Kari Saipu, renovada y pintada, se había convertido en la pieza central de un elaborado complejo, cruzado por canales artificiales y puentes para conectar unas zonas con otras. En el agua se balanceaban barquitas. La vieja casa colonial, con su amplia galería y sus columnas dóricas, estaba rodeada de casas de madera más pequeñas y aún más viejas casas solariegas- que la cadena hotelera había comprado a viejas familias y había trasladado al «corazón de las tinieblas». Juguetes con Historia para que jugaran dentro los turistas ricos. Como las gavillas en el sueño de José, o como una multitud de nativos anhelantes presentando peticiones a un magistrado inglés, las viejas casas se habían colocado alrededor de la Casa de la Historia en actitud respetuosa. El hotel se llamaba La Herencia.

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