– ¿Y tu marido? -quiso saber.
– No ha venido.
– ¿No tienes ninguna foto?
– No.
– ¿Y cómo se llama?
– Larry. Lawrence.
– Oower. Lawrence.
El camarada Pillai asintió como si estuviera de acuerdo. Como si, de haber podido elegir, se hubiera decidido justamente por ese nombre.
– ¿Descendencia?
– No.
– Tomáis precauciones, supongo. ¿O estás embarazada?
– No.
– Pues hay que tener un hijo. Niño o niña, lo que sea -dijo el camarada Pillai-. Dos ya es opcional.
– Estamos divorciados -dijo Rahel con la esperanza de que se quedara mudo de la impresión.
– ¿Di-vor-cia-dos? -Elevó el tono de voz con cada sílaba hasta llegar a un registro muy agudo. Y pronunció esa palabra como si se tratara de algo ominoso-. Eso es un gran infortunio -dijo, cuando se recobró, con una solemnidad nada propia de él-. Un gran infortunio.
El camarada Pillai pensó que tal vez aquella generación estuviese pagando las consecuencias de la decadencia burguesa de sus antepasados.
El uno, loco. La otra, divorciada. Probablemente estéril.
Tal vez aquélla fuese la verdadera revolución. Que la burguesía cristiana hubiera empezado a extinguirse.
El camarada Pillai bajó la voz como si hubiera gente escuchando, aunque no había nadie cerca.
– ¿Y tu hermano? -preguntó en un susurro confidencial-. ¿Qué tal está?
– Muy bien -dijo Rahel-. Está muy bien.
Muy bien. Delgado y del color de la miel. Se lava la ropa con jabón que se desmenuza.
– Aiyyo paavam! -susurró el camarada Pillai, y sus tetillas se pusieron mustias con simulada consternación-. ¡Pobrecillo!
Rahel se preguntó por qué le hacía preguntas tan íntimas si luego desechaba por completa sus respuestas. Era evidente que no esperaba que le dijera la verdad, pero ¿por qué no se molestaba al menos en fingir lo contrario?
– Lenin vive en Delhi -soltó por fin el camarada Pillai, incapaz de guardarse lo orgulloso que estaba-. Trabaja para varias embajadas. ¡Mira!
Le alargó el sobre de celofán a Rahel. La mayoría de las fotografías eran de Lenin y su familia. Su mujer, su niño, su nueva scooter Bajaj. Había una en que Lenin le estrechaba la mano a un hombre muy bien vestido, de piel muy rosada.
– Es el primer secretario del Partido Socialista Unificado de la República Democrática Alemana -dijo el camarada Pillai.
En las fotografías, Lenin y su mujer tenían aire de estar contentos. Como si tuvieran un frigorífico nuevo en el salón y hubieran dado la entrada para la compra de una vivienda de protección oficial.
Rahel recordó el incidente que había hecho que Lenin se convirtiera en alguien con identidad propia, el momento en que Estha y ella dejaron de verlo como un simple pliegue del sari de su madre. Estha y ella tenían cinco años, y Lenin unos tres o cuatro. Se encontraron en la clínica del doctor Verghese Verghese (el pediatra y manoseador de madres más importante de Kottayam). Rahel estaba con Ammu y Estha (que había insistido en ir con ellas). Lenin estaba con Kalyani, su madre. Tanto Rahel como Lenin tenían el mismo problema: un Cuerpo Extraño Alojado en la Nariz. Ahora parecía una coincidencia extraordinaria, pero en su momento no había tenido nada de insólito. Era curioso cómo podían encontrarse connotaciones políticas hasta en lo que los niños eligen para meterse en la nariz. Ella, nieta de un Entomólogo Imperial; él, hijo de un trabajador militante de base del Partido Comunista. Ella, una cuenta de cristal; él, un garbanzo verde.
La sala de espera estaba repleta.
Desde detrás de la cortina de la consulta del médico llegaba un murmullo de voces siniestras, interrumpido por los alaridos de niños salvajemente atacados. El sonido de algo de cristal al dar sobre algo metálico, y el susurro y el borboteo del agua hirviendo. Un niño jugaba con la placa de madera clavada en la pared (El doctor está. El doctor no está). Subía y bajaba la chapa de latón que lo indicaba. Un bebé febril hipaba en el regazo de su madre. El lento ventilador del techo cortaba el aire espeso y cargado de miedo y formaba con él una espiral infinita que serpenteaba lentamente hasta el suelo como una peladura de patata interminable.
Nadie leía las revistas.
Por debajo de la cortinilla que cubría el hueco de la puerta que daba directamente a la calle llegaba el incesante tris, tras de pies incorpóreos en chanclas. El ruidoso mundo despreocupado de los que no tenían Nada Alojado en la Nariz.
Ammu y Kalyani se intercambiaron los niños. Levantaron narices, echaron cabezas hacia atrás y las giraron hacia la luz por si una madre podía ver algo que se le hubiera escapado a la otra. Tras no haber conseguido ningún resultado, Lenin, vestido como si fuera un taxi -camisa amarilla y ceñidos pantalones cortos negros-, volvió al regazo de nilón de su madre (y a su paquete de chicles). Se sentó sobre las flores del sari y desde aquella posición de poder inexpugnable contempló la escena impasible. Se metió el dedo índice de la mano izquierda en el orificio de la nariz que no tenía taponado y respiró ruidosamente por la boca. Llevaba el pelo repeinado con aceite Ayurvedic, con la raya impecable. Los chicles eran para tenerlos hasta que lo viera el médico; sólo después podría consumirlos. Todo le parecía estupendo. Tal vez era aún un poco demasiado pequeño para saber que la Atmósfera de la Sala de Espera, más los Gritos de detrás de la cortina, hubieran debido dar como resultado lógico un Saludable Miedo al Dr. V. V.
Una rata de lomo peludo viajaba sin cesar de la consulta del médico a la parte baja del armario de la sala de espera.
Una enfermera aparecía y desaparecía detrás de la cortina a tiras de la puerta del médico blandiendo unas armas extrañas: un vial diminuto. Una lámina rectangular de cristal con sangre. Un tubo de ensayo con orina espumosa que miraba a contraluz. Una bandeja de acero inoxidable con agujas hervidas. Los pelos de sus piernas, semejantes a finos alambres, estaban enrollados y aplastados contra las medias blancas traslúcidas. Los tacones cuadrados de sus sandalias blancas estaban desgastados por la parte interior, lo que hacía que torciera los pies hacia dentro, uno contra otro. Unas horquillas negras relucientes, como culebras estiradas, sujetaban el almidonado gorro de enfermera a su pelo aceitado.
Parecía tener filtros contra las ratas en las gafas, porque no advertía la presencia del roedor de lomo peludo ni siquiera cuando pasaba a toda velocidad justo por delante de sus pies. Decía los nombres con voz grave, como de hombre: «A. Ninan… S. Kusumalatha… B. V. Roshini… N. Ambady», sin hacer caso del aire alarmado que bajaba en espiral.
Estha tenía los ojos como platos por el miedo. Estaba hipnotizado por el cartel de El dootor está, El doctor no está.
Rahel sintió que le subía una oleada de pánico.
– Ammu, vamos a probar otra vez.
Ammu le sujetó la nuca con una mano. Con el pulgar envuelto en el pañuelo taponó el agujero de la nariz en el que no tenía nada. Todos los ojos de la sala de espera estaban clavados en Rahel. Iba a ser la actuación estelar de su vida. Estha puso cara de estar también preparado a soplar por la nariz. Arrugó la frente e inspiró profundamente.
Rahel hizo acopio de todas sus fuerzas. ¡Por favor, Dios mío, por favor, haz que salga! Sopló desde las plantas de los pies y desde el fondo del corazón en el pañuelo de su madre.
Y, entre un torrente de mocos y alivio, la cosa emergió. Era una cuentita de cristal malva en un reluciente lecho de limo. Tan orgullosa como una perla en una ostra. Los niños se apiñaron alrededor para admirarla. El chiquillo que había estado jugando con el cartel miró con desdén.
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