Anna Gavalda - El consuelo

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Charles Balanda tiene 47 años y una vida que a muchos les parecería envidiable. Casado y arquitecto de éxito, pasa las horas entre aviones y aeropuertos. Pero un día se entera de la muerte de Anouk, una mujer a la que amó durante su infancia y adolescencia, y los cimientos sobre los que había construido su vida empiezan a resquebrajarse: pierde el sueño, el apetito y abandona planes y proyectos. Será el recuerdo de Anouk, una persona tremendamente especial que no supo ni pudo vivir como el resto del mundo, lo que le impulsará a dar un giro radical y cambiar su destino.

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– Los dibujos…

Claire dejó a un lado la carta y siguió la mirada de su hermano.

– Según tú, ¿es un hombre o una mujer? -le preguntó Charles.

– ¿El qué? ¿Esa espalda de ahí?

– No. La mano que sujetaba la sanguina…

– No lo sé. Ahora se lo preguntamos.

Tati de Windsor les sirvió una copa de vino tinto sin que se la pidieran y se volvió para comentarles los platos escritos en la pizarra, cuando de la ventana que comunicaba con la cocina se oyó un gruñido:

– ¡Teléfono!

Les rogó que lo disculparan y fue a coger el móvil que le tendían.

Charles y Claire lo vieron enrojecer, palidecer, sentir una turbación que se elevaba de su alma agitada, llevarse la mano a la frente, soltar el teléfono, agacharse, perder las gafas, volver a ponérselas torcidas, precipitarse hacia la salida, coger su chaqueta del perchero y cerrar con un portazo, mientras dicho perchero se estrellaba contra el suelo, arrastrando con él un mantel, una botella, dos juegos de cubiertos, una silla y el paragüero.

Silencio en la sala. Todos se miraron pasmados.

De los fogones se elevó un rosario de maldiciones. Apareció el cocinero, un joven con aire malhumorado que se limpió las manos en el delantal antes de recoger su móvil.

Sin dejar de mascullar para el cuello de su camisa, lo dejó sobre la barra, se agachó, sacó una botella magnum de champán y se puso a abrirla tomándose todo el tiempo del mundo.

El que fue necesario para que su ceño fruncido se transformara en algo que vagamente recordaba a una sonrisa…

– Bueno… -dijo, dirigiéndose a todos los presentes-, parece que mi socio acaba de darle un heredero a la corona…

El corcho salió despedido. El cocinero añadió:

– A esta ronda invita el tito…

Le tendió la botella a Charles rogándole que sirviera a todo el mundo. Él tenía trabajo.

Se alejó con su copa en la mano agitando la cabeza como si no se pudiera creer lo emocionado que estaba…

Se dio la vuelta. Con la barbilla les señaló la libreta abandonada sobre el mostrador.

– Tendrán que anotar ustedes mismos lo que quieran tomar, muchas gracias; arranquen la primera hoja y déjenmela aquí encima -masculló, señalando la ventanita de comunicación-. Y quédense una copia, porque también les pediré que calculen su propia cuenta…

La puerta se cerró y oyeron:

– ¡Y si es posible, escriban en letras de molde! ¡Soy analfabeto!

Y soltó una carcajada.

Gigantesca. Gastronómica.

– Joder, Philou… ¡Joder!

Se volvió hacia su hermana:

– Jo, tienes razón, este sitio es de lo más pintoresco…

Sirvió a ambos una copa de champán y pasó la botella a la mesa de al lado.

– No me lo puedo creer -murmuró Claire-, y yo que pensaba que este tío era totalmente asexual…

– ¡Ah! Típico de las mujeres… En cuanto un chico es bueno y simpático, lo castráis.

– No, hombre -protestó Claire.

Bebió un sorbo y añadió:

– Mira, tú eres el chico más bueno y simpático que conozco y…

– Y ¿qué?

– No. Nada… Vives con una mujer estooo… súper… despampanante…

– Lo siento -rectificó Claire-. Perdóname. Ha sido una tontería.

– Me he marchado, Claire…

– Te has marchado ¿adónde?

– De casa.

– ¿En serio? ¡Anda ya! -dijo riéndose.

– Síiiii… -contestó él con aire lúgubre.

– ¡Más champán!

Y, al ver que no reaccionaba, dijo:

– ¿Estás triste?

– Todavía no.

– ¿Y Mathilde?

– No sé… Dice que quiere venirse conmigo…

– ¿Dónde vives ahora?

– Cerca de la calle de Les Carmes…

– No me extraña…

– ¿Que me haya marchado?

– No. Que Mathilde quiera irse contigo…

– ¿Por qué?

– Porque a los adolescentes les gusta la gente generosa. Después uno se pone una coraza, pero a esa edad todavía se necesita algo de benevolencia… Oye, ¿y cómo vas a hacer con el trabajo?

– No lo sé… Tendré que organizarme de otra manera, me imagino…

– Vas a tener que cambiar de vida…

– Mejor. Estaba cansado de la otra… Creía que eran los desfases horarios, pero para nada, era… lo que acabas de decir… Un problema de benevolencia…

– No doy crédito… ¿Y cuánto hace que te marchaste?

– Un mes.

– O sea, ¿desde que volviste a ver a Alexis, entonces?

Sonrió. Pero qué lista era Claire…

– Eso es…

Claire esperó a esconderse detrás de la carta de vinos para soltar un pequeño:

– ¡Gracias, Anouk!

Él no contestó. Seguía sonriendo.

– Oye, tú… -le dijo ella, mirándolo por debajo de la carta-, tú has conocido a alguien…

– No…

– Mentiroso. Te has puesto colorado.

– Serán las burbujas del champán…

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo son esas burbujas? ¿Rubias?

– Color ámbar…

– Caray… Espera… Vamos a elegir si no queremos que el cromañón de la cocina nos eche la bronca, y luego tengo… -consultó su reloj- tres horas para sonsacarte… ¿Qué vas a tomar? ¿Corazones de alcachofa? ¿Besugo?

Charles buscaba sus gafas.

– A ver, ¿dónde ves eso?

– Justo delante de mí -contestó su hermana riéndose.

– ¿Claire?

– ¿Mmm?

– ¿Cómo hacen los hombres que están en el otro bando en un tribunal?

– Lloran a su mamá… Bueno, yo ya he elegido. ¿Y bien? ¿Quién es?

– No lo sé.

– Joooder, no… no me vengas con ésas…

– Mira, te lo voy a contar todo, y luego, tú que eres tan lista, me dirás si pillas lo que es…

– ¿Es una mutante?

Asintió con la cabeza.

– ¿Qué tiene de especial?

– Una llama.

– ¡¿!?

– Una llama, tres mil metros cuadrados de techumbre, un río, cinco hijos, diez gatos, seis perros, tres caballos, un burro, gallinas, patos, una cabra, bandadas de golondrinas, un montón de cicatrices, un anillo con una piedra engastada, látigos, un cementerio de bolsillo, cuatro hornos, una sierra mecánica, una trituradora, una cuadra del siglo XVIII, una armadura de tejado impresionante, dos idiomas, centenares de rosas y unas vistas maravillosas.

– Pero ¿qué es eso? -preguntó Claire, abriendo unos ojos como platos.

– ¡Ah! Estás tan perdida como yo, por lo que veo…

– ¿Cómo se llama?

– Kate.

Cogió la hoja de la libreta donde habían apuntado sus consumiciones y fue a dejarla ante la madriguera de la bestia.

– Y… -añadió Claire- ¿es guapa?

– Te lo acabo de decir…

* * *

Entonces volvió a sentarse a la mesa.

El cementerio junto al vertedero, las letras que había pintado con espray sobre la lápida, Sylvie, el nudo en la garganta, la paloma, su accidente en el bulevar Port-Royal, la mirada vacía de Alexis, su vidita sin sueños y sin música como terapia de substitución, las siluetas alrededor de la hoguera, el legado de Anouk, la caseta de puntería, el color del cielo, la voz al teléfono del policía, los inviernos en Les Vesperies, la nuca de Kate, su rostro, sus manos, su risa, esos labios que no había dejado de mordisquearse, sus sombras, Nueva York, la última frase de la novela corta de Thomas Hardy, su cama llena de astillas y las galletas que contaba todas las noches.

Claire no había probado bocado.

– Se va a enfriar -le advirtió él, señalando su plato. -Pues sí. Si te quedas ahí parao como un idiota jugueteando con tus galletitas, se va a enfriar, puedes estar seguro…

– ¿Qué otra cosa quieres que haga?

– Que tomes las riendas del proyecto.

– No has visto el obrón que es esto…

Claire apuró su copa, le recordó que invitaba ella, consultó la pizarra y dejó el dinero en la mesa.

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