Anna Gavalda - El consuelo

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Charles Balanda tiene 47 años y una vida que a muchos les parecería envidiable. Casado y arquitecto de éxito, pasa las horas entre aviones y aeropuertos. Pero un día se entera de la muerte de Anouk, una mujer a la que amó durante su infancia y adolescencia, y los cimientos sobre los que había construido su vida empiezan a resquebrajarse: pierde el sueño, el apetito y abandona planes y proyectos. Será el recuerdo de Anouk, una persona tremendamente especial que no supo ni pudo vivir como el resto del mundo, lo que le impulsará a dar un giro radical y cambiar su destino.

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La dependienta le preguntó si tenía muchos hijos.

Yes, contestó Charles.

Volvió a su hotel molido y cargado de bolsas como buen turista que era y que le encantaba haber sido.

Se dio una ducha y, sin necesidad de molde, adoptó la forma de un pingüino y pasó una velada deliciosa. Howard lo abrazó diciendo «My son!» y le presentó a un montón de gente interesantísima. Habló mucho rato de Ove Arup con un brasileño y dio con un ingeniero que había trabajado en el revestimiento de la ópera de Sydney. Conforme bebía, su inglés iba ganando en fluidez, y al final Charles terminó en una terraza enfrente de Central Park ligándose a una chica guapa in the moon light.

Le preguntó si era arquitecta.

Nat meee… graznó la chica.

Era…

Charles no se enteró. Comentó que era fantástico y la escuchó soltarle un montón de chorradas sobre París que era so romantic, el queso, so good y los franceses, so great lovers.

Charles observaba sus dientes perfectos, sus manos con manicura, su inglés sin monarquía y sus brazos delgaduchos. Se ofreció a traerle otra copa de champán y se perdió por el camino.

Compró celo y un rollo de papel de regalo en una tiendecita paquistaní, paró un taxi en la calle, se quitó el cuello postizo y se fue tarde a la cama.

Embaló por separado perros, gatos, una gallina, un pato, un caballo, un pollito, una cabra, una llama, una estrella, una luna, una nube, una golondrina, un ratón, un tractor, una bota, un pez, una rana, una flor, un árbol, una fresa, una caseta para perros, una paloma, una guitarra, una libélula, un cesto, una botella y un corazón.

Todo eso bien envuelto y mezclado en un paquete, Kate no comprendería nada.

Se durmió pensando en ella.

En su cuerpo, un poco.

Pero sobre todo en ella.

En ella con su cuerpo alrededor.

Era una cama inmensa, en plan double big obeso King Size, entonces ¿cómo era posible?

¿Cómo era posible que esa mujer, que apenas conocía, ocupase ya todo el espacio?

Otra pregunta más para Yacine…

Desayunó en el patio y dibujó, en el papel de cartas del hotel, las tribulaciones de un tejón en Nueva York.

Las suyas, pues.

Sus bolsillos llenos de grasa de castor, su deambular por Strand, su sesión de lectura en medio de vagabundos y adolescentes rebeldes (se esforzó mucho por que se viera bien la camiseta de uno de ellos: Keep shopping every thing is under control), su pelaje repeinado, ataviado con un bonito esmoquin, su cola al viento en la terraza con una tejona nada molona, su noche pasada cortando pedacitos de celo que se le quedaba pegado en las garras y… no… no contó lo exigua que era la cama…

Encontró el código postal de Les Marzeray en internet, fue al Post Office y precisó Kate and Co. en el paquete.

Volvió a cruzar el océano descubriendo el destino de Downe y de Barnet.

Horroroso.

Después leyó las cartas que Wilde había escrito desde la cárcel.

Refreshing.

Al aterrizar, se irritó por haber perdido cinco horas de vida. Preparó su expediente de «inquilino solvente», pasó por casa de Laurence, metió su ropa, unos cuantos discos y algunos libros en una maleta más grande y dejó su juego de llaves bien a la vista encima de la mesa de la cocina.

No. Ahí Laurence no lo vería.

Sobre la encimera del cuarto de baño.

Un gesto del todo estúpido. Todavía tendría que llevarse tantas cosas, pero bueno… Digamos que fue por la mala influencia del dandi…, de aquel que, abandonado por todos y agonizando ante un papel pintado que detestaba, todavía había tenido la chulería de murmurar: «Decididamente, los dos no podemos seguir aquí: o se va el papel pintado, o me voy yo…»

Charles se marchó.

7

Nunca trabajó tanto como en ese mes de julio.

Dos de sus proyectos habían pasado la primera ronda de selección. Uno no tenía mayor interés, un edificio administrativo de lo más garbancero; el otro, más emocionante pero también mucho más complicado, era muy importante para Philippe. La concepción y la realización de una nueva Zona de Urbanización Concertada (ZUC) en un nuevo barrio periférico. Era un proyecto enorme, y Charles tardó en dejarse convencer.

El terreno estaba en pendiente.

– ¿Y qué pasa? -replicó su socio.

– ¿Que qué pasa? Espera, te elijo una al azar… Mira, la del pasado 15 de enero, por ejemplo:

»"Cuando es necesaria una pendiente para colmar un desnivel, debe ser inferior a un 5 %. Cuando es superior a un 4 %, se prevé un descansillo encima y debajo de cada plano inclinado y cada 10 metros de plano continuo. A lo largo de toda ruptura de nivel de más de 0,40 metros, es obligatoria una barandilla que permita tomar apoyo. En caso de imposibilidad técnica, debida principalmente a la topografía y a la disposición de las edificaciones existentes, se tolera un desnivel continuo superior a un 5 %. Ese desnivel puede ser de un 8 % como máximo en un tramo inferior o igual a 2 metros y hasta…"

– Basta.

Charles se instaló en su mesa de trabajo meneando la cabeza de lado a lado. Detrás de esas cifras absurdas, la administración les indicaba que la pendiente media de un terreno edificable no podía ser superior a un 4 %.

¿En serio?

Charles se puso a pensar en el grave peligro que representaban la calle Mouffetard, la calle Lepic, la colina de Fourviére y las stradine que subían al asalto de las colinas de Roma…

Por no hablar de los barrios de Alfama y del Chiado en Lisboa. Y de la ciudad de San Fran…

Vamos… A trabajar… Aplanemos, nivelemos, uniformicemos, puesto que era eso lo que querían, transformar el país en un gigantesco suburbia.

¡Y todo en desarrollo sostenible, ¿eh?!

Claro. Claro.

Charles se consolaba reservando las pasarelas para el final. Le encantaba dibujar y concebir pasarelas y puentes. A su juicio, en ellos resultaba visible la mano del hombre.

En el vacío, la industria se veía obligada todavía a quitarse el sombrero ante los que concebían todo aquello…

De haber podido elegir, habría nacido en el siglo XIX, en la época en que los grandes ingenieros eran también grandes arquitectos. Los mejores logros, según Charles, ocurrían cuando se utilizaban materiales por primera vez. Maillart el hormigón, Brunel y Eiffel el acero, o Telford el hierro colado…

Sí, esos tipos se lo tenían que haber pasado muy bien… Entonces los ingenieros eran también empresarios y corregían sus errores a medida que se iban presentando. Resultado, sus errores eran perfectos.

El trabajo de Heinrich Gerber, de Ammann o de Freyssinet, el viaducto del Kochertal de Leonhardt, y el viaducto colgante de Brunel en Clifton. Y el Verreza… Bueno, que te vas por las ramas. Tienes entre manos una Zona de Urbanización Concertada, así que concéntrate y saca el código de urbanismo.

«… hasta un 12 % en un tramo igual o inferior a 0,50 metros.»

Pero esas dudas quizá fueran beneficiosas… Ponerse en la situación de ganar era también ponerse en la de fracasar. Querer lograr algo a toda costa llevaba a una actitud tímida y conservadora. No escandalizar… Philippe y él estaban de acuerdo sobre ese punto, y Charles trabajó en ese proyecto como un poseso. Pero relajado.

Flexible, inclinado.

La vida estaba en otra parte.

Cenaba casi todas las noches con el joven Marc. Descubrían, al fondo de peregrinos callejones sin salida, salones interiores de restaurantuchos que seguían abiertos después de medianoche, comían en silencio y probaban cervezas de todo el mundo.

Siempre terminaban por declarar, ebrios de agotamiento, que iban a escribir una guía. Pendiente acusada del gaznate o La ZUG (Zona de Urbanización de la Glotis), ¡y que por fin, por fin, el mundo reconocería su talento!

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