Anna Gavalda - El consuelo

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Charles Balanda tiene 47 años y una vida que a muchos les parecería envidiable. Casado y arquitecto de éxito, pasa las horas entre aviones y aeropuertos. Pero un día se entera de la muerte de Anouk, una mujer a la que amó durante su infancia y adolescencia, y los cimientos sobre los que había construido su vida empiezan a resquebrajarse: pierde el sueño, el apetito y abandona planes y proyectos. Será el recuerdo de Anouk, una persona tremendamente especial que no supo ni pudo vivir como el resto del mundo, lo que le impulsará a dar un giro radical y cambiar su destino.

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– Por todas vosotras…

– ¿Estás mal de la cabeza o qué?

– Sí. Espera, que te lo voy a enseñar…

Claire, perpleja, dejó el móvil sobre su montón de marrones pendientes. Vibró de nuevo. Entonces descubrió el rostro de mil colores de su hermano y se echó a reír una última vez antes de volver a enfrascarse en sus centrales de depuración.

Alexis en chanclas y delantal delante de su barbacoa de gas… Qué bueno… Y su hermano que tenía una voz tan alegre esa noche…

De modo que había recuperado a su Anouk…, malinterpretó con una sonrisa algo melancólica.

* * *

¿Melancólica? La palabra se quedaba corta. Al volver aquella mañana, Kate sabía que ya no estaría su coche, y sin embargo… no pudo evitar buscarlo con la mirada.

Vagó todo el día como alma en pena. Volvió sin él a todos los lugares que le había enseñado. Los silos, el gallinero, la cuadra, la huerta, la colina, el río, la pérgola, el banco en el que habían desayunado entre las matas de salvia y… Todo estaba desierto, vacío.

Les dijo varias veces a los niños que estaba cansada.

Que nunca había estado tan cansada…

Cocinó mucho para permanecer en esa cocina donde habían pasado parte de la noche con Ellen.

Por primera vez en años, la perspectiva de las vacaciones de verano la angustió tremendamente. Dos meses ahí, sola con los niños… Dios mío…

– ¿Qué te pasa? -le preguntó Yacine.

– Me siento vieja…

Sentada en el suelo, Kate tenía la espalda apoyada contra la cocinera, con la cabeza del Gran Perro en el regazo.

– ¡Que no, que no eres vieja! Si todavía te falta mucho para cumplir los veintiséis…

– Tienes razón -se rió Kate-, ¡falta muchísimo incluso!

Aguantó el tipo hasta que las golondrinas terminaron su danza, pero ya estaba en la cama cuando Charles se cruzó con Mathilde en el pasillo.

– ¡Caray! -se sobresaltó ella-. ¿De qué era esa puerta? -Se puso de puntillas-: A ver… ¿dónde tengo que apuntar para darte un beso?

La siguió y se desplomó sobre su cama mientras ella preparaba el equipaje, contándole su fin de semana.

– ¿Qué tipo de música quieres oír?

– Algo bueno…

– ¿No querrás jazz, espero? -preguntó ella horrorizada.

Mathilde estaba de espaldas, contando sus pares de calcetines, cuando Charles le preguntó:

– ¿Por qué dejaste de montar a caballo?

– ¿Por qué me preguntas eso ahora?

– Porque acabo de pasar dos días maravillosos entre niños y caballos y no he dejado de pensar en ti…

– ¿De verdad?-preguntó Mathilde con una sonrisa.

– Todo el tiempo. Todo el rato me preguntaba por qué no te había llevado a ti también…

– No lo sé… Porque era lejos… Porque…

– Porque ¿qué?

– Porque tenías miedo todo el tiempo…

– ¿De los caballos?

– No sólo. De que me cayera… De que perdiera… De que me hiciera daño… De que pasara calor o pasara frío… De que hubiera atasco… De hacer esperar a mamá… De que no me diera tiempo a terminar los deberes… De que… Tenía la impresión de fastidiarte los fines de semana…

– ¿Ah, sí? -murmuró Charles.

– Pero no era sólo eso…

– ¿Qué, entonces?

– No lo sé… Bueno, ahora ya vas a tener que devolverme la cama…

Charles cerró la puerta al salir y se sintió como si lo hubieran expulsado del paraíso.

El resto de la casa lo intimidaba.

Vamos, se zarandeó, ¿a qué venían esas tonterías? Pero ¡si estás en tu casa! ¡Hace años que vives aquí! Son tus muebles, tus libros, tu ropa, tu hipoteca… Come on, Tcharlz.

Vuelve.

Vagó por el salón sin saber qué hacer, se preparó un café, pasó la bayeta, hojeó unas revistas sin leer siquiera las imágenes, levantó los ojos hacia su biblioteca, la encontró demasiado bien ordenada, buscó un disco pero ya no recordaba cuál, lavó su taza, la secó, la guardó, volvió a pasar la bayeta, se sentó en un taburete, se tocó el costado, decidió limpiarse los zapatos, fue al vestíbulo, se agachó, hizo otra mueca, abrió un mueble y limpió todos sus pares de zapatos, uno tras otro.

Apartó los cojines, encendió una lámpara, dejó el maletín sobre la mesa de centro, buscó sus gafas, sacó sus papeles, leyó las imágenes sin enterarse de los textos, volvió a empezar, se reclinó hacia atrás y escuchó los sonidos de la calle. Se incorporó, volvió a intentarlo, se deslizó las gafas hacia arriba para frotarse los párpados, cerró esa carpeta y apoyó las manos encima. Sólo veía su rostro.

Le hubiera gustado estar cansado.

Se lavó los dientes, abrió discretamente la puerta del dormitorio conyugal, distinguió la espalda de Laurence en la penumbra, dejó su ropa en la butaca que le había sido atribuida, contuvo la respiración y levantó su esquina del edredón.

Recordaba su última actuación. Sintió su aroma, su calor. Tenía el corazón hecho un lío. Quería amar.

Se acurrucó contra ella, alargó la mano y la deslizó entre sus muslos. Como siempre, lo sobrecogió la suavidad de su piel, le levantó el brazo y le lamió la axila mientras aguardaba a que se diera la vuelta y se abriera del todo. Dejó que sus besos siguieran la curva de sus caderas, la cogió del codo para impedir que se moviera y…

– ¿A qué huele? -preguntó Laurence.

Charles no entendió su pregunta, los tapó a los dos con el edredón y…

– ¿Charles? ¿Qué es ese olor? -volvió a preguntar, apartando el edredón de plumas.

Charles suspiró. Se alejó de ella. Respondió que no sabía.

– Es tu chaqueta, ¿no? Tu chaqueta apesta a hoguera…

– Quizá…

– Quítala de la butaca, por favor. Me desconcentra.

Charles salió de la cama y recogió su ropa.

La tiró dentro de la bañera. Si no vuelvo ahora, no volveré nunca.

Volvió a la habitación y se tumbó en la cama dándole la espalda. «¿Y bien?», decían sus uñas dibujando grandes ochos sobre su hombro.

Y bien nada. Le había demostrado que todavía se empalmaba. Aparte de eso, que se fuera a tomar por saco.

Los grandes ochos se transformaron en pequeños ceros y luego desaparecieron.

Una vez más, fue ella quien se quedó dormida la primera. Normal.

Había tenido que ir al Ritz y se había tragado a unas coreanas histéricas perdidas.

Charles, en cambio, contaba ovejas.

Y vacas, y gallinas, y gatos, y perros. Y niños.

Y sus beauty marks.

Y kilómetros…

Se levantó al alba y deslizó una notita bajo la puerta de Mathilde.

«A las once abajo. No te olvides del carné de identidad.» Y tres crucecitas porque así era como se mandaban besos allí donde ella iba a pasar las vacaciones.

Abrió la puerta del portal.

Y respiró.

4

– Nos sobra casi una hora, ¿quieres comer algo?

– …

No era su Mathilde de siempre.

– Eh -le dijo, agarrándola de la nuca-, estás agobiada, ¿o qué?

– Un poco… -susurró contra su pecho-. Ni siquiera sé adónde voy…

– Pero si me has enseñado las fotos, parecen muy kind estos MacNoséqué…

– Pero un mes se hace largo…

– No, hombre… Se te pasará volando… Y además, Escocia es un sitio precioso… Te va a encantar… Anda, vamos a comer algo…

– No tengo hambre.

– Pues entonces a beber algo. Sígueme…

Se abrieron camino entre maletas y carritos y encontraron una mesa al fondo del todo de un bareto algo guarrete. Sólo en París son tan sucios los aeropuertos, pensó. ¿Sería por las treinta y cinco horas semanales, la famosa desenvoltura frenchy o la certeza de tener, al alcance de unos taxis gruñones, la ciudad más bonita del mundo? Charles no lo sabía, pero siempre sentía la misma consternación.

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