Luego Charles lo dejaba en casa en su taxi y se desplomaba sobre un colchón a ras de suelo en una habitación vacía.
Un colchón, un edredón, un jabón y una maquinilla de afeitar era todo lo que tenía por ahora. Oía la voz de Kate, «esta vida de robinsones nos salvó a todos…», se dormía desnudo, se levantaba con el sol y tenía la impresión de que el puente de su vida lo estaba construyendo ahí.
Habló varias veces con Mathilde por teléfono, le anunció que se había marchado de la calle Lhomond y había instalado su campamento al otro lado del Sena, al pie de la montaña Sainte-Geneviéve, en el Barrio Latino.
No, todavía no había elegido su habitación.
Esperaba a que volviera ella…
Nunca había tenido conversaciones tan largas con ella y se dio cuenta de lo mucho que había madurado en esos últimos meses. Le habló de su padre, de Laurence, de su hermanastra pequeña, le preguntó si había ido a algún concierto de Led Zeppelin, por qué Claire no había tenido hijos y si era verdad eso de que se había chocado con una puerta.
Por primera vez, Charles habló de Anouk a alguien que no la había conocido. Por la noche, mucho tiempo después de haberse despedido de Mathilde con un beso, le pareció evidente. Haberla compartido con un corazón que tenía la edad del suyo cuando…
– Pero ¿la querías?, o sea, ¿era amor lo que sentías por ella? -terminó por preguntarle Mathilde.
Y como no le contestó enseguida pues buscaba otra palabra, más exacta, más precisa, menos comprometedora, oyó un gruñido desengañado que le dio la bofetada que esperaba desde hacía más de veinte años para poder volver en sí:
– Mira que soy tonta… Cuando se quiere es amor lo que se siente.
* * *
El 17 de julio estrechó por última vez la manaza de su chófer ruso. Acababa de pasarse dos días arrancándose el poco pelo que le quedaba en un solar fantasma. Pavlovich había desaparecido, la mayor parte de la gente se había ido con la constructora Bouygues, los que se habían quedado amenazaban con sabotearlo todo si no les pagaban siu minutu, doscientos cincuenta kilómetros de cables se habían quedado en doce y todavía faltaba una autorización por…
– ¿Qué autorización? -bramó Charles, sin tomarse siquiera la molestia de hablar en inglés-. ¿Qué otro chantaje me tenéis preparado? ¿Cuánto queréis en total, hostia? ¿Y dónde estaba ese cabronazo de Pavlovich? ¿Él también se había marchado a Bouygues?
Ese proyecto había sido un berenjenal desde el principio. Ni siquiera suyo, de hecho, sino de un amigo de Philippe, un italiano que había ido a suplicarles di salvargli, que salvaran Vonore, la reputazione, le finanze, lo studio, la famiglia e la santa Vergine. Sólo le había faltado santiguarse besándose luego la punta de los dedos… Philippe había aceptado, y Charles no había dicho nada.
Imaginaba que debajo de todo eso había una partida de billar a tres bandas cuyo secreto sólo conocía el genio incorruptible de su acólito. Salvar ese proyecto era meterse a Fulanito en el bolsillo, Fulanito que era el brazo derecho de Menganito, Menganito que tenía 10.000 metros cuadrados que descentralizar y… en resumen, que Charles había estudiado los planos, creído que sería fácil, recuperado su ejemplar de Tolstoi cuyas páginas empezaban ya a amarillear y, como el pequeño Emperador, se había marchado con seiscientos mil hombres a enseñarles lo buenos estrategas que eran…
Y, como él, volvió aniquilado.
No, ni siquiera. Le traía totalmente sin cuidado. Se limitó a estrechar largo rato la mano de Viktor y sintió crujir un poco sus falanges y las sonrisas de ambos. En otra vida habrían sido buenos amigos…
Le tendió también el fajo de rublos que llevaba encima. Viktor se mostró reacio a aceptarlos.
– Por las clases de ruso…
– Nyet, nyet -decía, mientras seguía aplastándole los metacarpos.
– Para tus hijos…
Ah, bueno, entonces sí. Lo liberó.
Se dio la vuelta una última vez, no vio las llanuras desoladas, las ruinas de soldados hambrientos con los pies helados y envueltos en trapos o en pieles de borrego, sino un último tatuaje. Un alambre de espino en un brazo que se había alzado muy alto para desearle mucha shtchastya…
La vuelta, en cambio, fue difícil. Vivir como un joven estudiante cuando la vida se ponía difícil apenas le pesaba, pero aterrizar de una derrota cuando uno ya no tenía hogar era… otra paliza más.
No tuvo valor para coger un taxi y rumió su hundimiento en el tren.
Mísero trayecto. Triste y sucio. Bloques de pisos a la derecha, campamentos de gitanos a la izquierda… Y de hecho, ¿por qué llamarlo «campamentos de gitanos»? No seamos tan delicados, barrio de chabolas era la expresión más adecuada. Agradezcámosle a la mundialización el que nos permita gozar de las mismas curiosidades que en muchos otros lugares… Avanzando por esa vía férrea, Charles veía desfilar un montón de horrores y recordó que Anouk había muerto por ahí.
Nounou en un retrete cutre, y ella, en su casilla de salida…
Y con ese humor de ruina total llegó a su campamento al otro lado de la estación del Norte.
Fue directamente al despacho de su socio y abrió su mochila.
– Terror belli, decus pacis…
– ¿Cómo? -preguntó Philippe, suspirando con el ceño fruncido.
– Terror durante la guerra, escudo durante la paz, te lo devuelvo…
– ¿De qué estás hablando?
– De mi bastón de mariscal. Ya no iré más allí…
El resto de su conversación fue extremadamente técnico, financiero más bien, y cuando Charles cerró la puerta sobre toda la amargura que acababa de causar, decidió largarse sin pasar por la casilla reposabrazos desgastados.
Tenía un peso de más de 2.500 kilómetros de retirada en el corazón, dos horas más en su reloj biológico, volvía a estar cansado y tenía que pasar por el tinte si quería vestirse al día siguiente.
Cuando ya cruzaba el umbral, Barbara le hizo un gesto sin interrumpir su conversación telefónica.
Le indicaba un paquete sobre una estantería.
Ya lo vería mañana… Dio un portazo, se quedó parado, sonrió como un bobo, deshizo el camino andado y reconoció el matasellos.
Que daba fe.
No lo abrió inmediatamente y, como unas semanas atrás, cruzó París con una sorpresa bajo el brazo. Pero sin la inquietud de entonces.
Bajó por el bulevar Sebastopol, con unos andares ligeros, la costilla, flotando en su pecho, y el aire feliz del lechuguino que acaba de conseguir una primera cita. Sonriendo a los parquímetros y contemplando una y otra vez su dirección cuando el muñequito estaba en rojo.
(Bulevar así llamado, huelga recordarlo, en memoria de una victoria franco-inglesa en Crimea. ¡Nada menos!)
Contemplaba de nuevo el paquete en los pasos de cebra. Ya se imaginaba Charles que su letra sería así. Sinuosa y serpenteante… Como los motivos de su vestido… Y también sabía que se desbordaría de las casillas. Y que elegiría sellos bonitos…
Se apellidaba Cherrington.
Kate Cherrington…
Qué bobo era…
Y qué orgulloso se sentía.
De serlo aún a su edad.
Aprovechó ese subidón para llenar la despensa. Dejó un carro enorme en la caja del supermercado y prometió que estaría en casa dos horas después cuando se lo llevaran.
Salió de la tienda con un cepillo y un cubo lleno de productos de limpieza, limpió su apartamento por primera vez desde su primera visita, enchufó la nevera, abrió packs de agua, guardó metódicamente los cereales de Mathilde, su mermelada preferida, su leche semidesnatada y su champú muy suave, colocó toallas en el cuarto de baño, puso bombillas y se preparó el primer filete de su pisito de soltero.
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