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Xinran Xue: Nacer mujer en China

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Xinran Xue Nacer mujer en China

Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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En chino escrito, la palabra «útero» se compone de dos caracteres que corresponden respectivamente a «palacio» y «niños». Prácticamente todas las mujeres saben que el útero es uno de sus órganos clave. Sin embargo, las mujeres de la Colina de los Gritos ni siquiera saben qué es un útero.

El doctor que nos había acompañado en nuestro viaje de investigación me contó que uno de los aldeanos le había pedido que examinara a su esposa, ya que ésta había estado encinta en varias ocasiones pero nunca había conseguido llevar a buen término un solo embarazo. Con el permiso especial de los aldeanos el doctor examinó a la mujer y se quedó pasmado al descubrir que la mujer tenía el útero prolapso. La fricción y las infecciones de muchos años habían endurecido el útero, tan duro como una callosidad, y lo habían desprendido. El doctor no era capaz siquiera de imaginar qué lo había provocado. Sorprendida por la reacción del médico, la mujer, herida en su orgullo, le contó que todas las mujeres de la Colina de los Gritos eran así. El doctor me pidió que lo ayudara a verificar aquella afirmación. Varios días más tarde pude confirmar la veracidad de las palabras de la mujer, tras muchas horas observando subrepticiamente a las mujeres de la aldea mientras hacían sus necesidades. Los úteros prolapsos eran otra razón por la que las mujeres andaban con las piernas separadas.

En la Colina de los Gritos nadie se resiste al curso de la vida y la planificación familiar es un concepto desconocido. Se trata a las mujeres como si fueran máquinas reproductoras, y éstas suelen tener un hijo al año, cuando no tres en dos años. Nadie les garantiza que sus hijos sobrevivan. A mi entender, el único freno a las familias numerosas es la mortalidad infantil o los abortos por agotamiento.

Vi a muchas mujeres embarazadas en la Colina de los Gritos, pero no percibí ni sombra de ilusión por la llegada de una nueva criatura, ni entre ellas ni entre los hombres. Incluso estando en los últimos días de gestación, las mujeres tenían que trabajar como antes y soportar ser «utilizadas» por sus maridos, que pensaban que «tan sólo los niños que resisten ser aplastados son lo suficientemente fuertes». Estaba horrorizada por todo aquello, sobre todo por la idea de las esposas compartidas que eran «utilizadas» por varios hombres a la vez durante el embarazo. Los hijos que las mujeres parían eran realmente fuertes: la suposición de la «supervivencia del más fuerte» realmente parecía ser cierta en la Colina de los Gritos. Este pragmatismo brutal había tenido como consecuencia úteros severamente prolapsos entre las mujeres valientes y desinteresadas de la aldea.

La noche después de haber establecido que los úteros prolapsos eran un fenómeno común en la Colina de los Gritos, no conseguí dormir hasta pasadas algunas horas. Estaba echada en el kang de tierra sollozando por aquellas mujeres que pertenecían a mi generación y a mi tiempo. El hecho de que las mujeres de la Colina de los Gritos no tuvieran ni idea de la sociedad moderna, ni aún menos conciencia de los derechos de la mujer, era un pobre consuelo. Su felicidad se sustentaba en su ignorancia, en sus costumbres, y en la satisfacción de creer que todas las mujeres del mundo vivían como ellas. Hablarles del mundo exterior sería como eliminar los callos de una mano acostumbrada al trabajo y dejar que las espinas pincharan la carne tierna.

El día que abandoné la Colina de los Gritos descubrí que las compresas que le había dado a la abuela de Niu’er a modo de recuerdo colgaban de los cinturones de sus hijos: las usaban como toallas para secarse el sudor o proteger las manos.

Antes de mi visita a la Colina de los Gritos, había pensado que las mujeres chinas de todos los grupos étnicos estaban unidas, que cada una de ellas seguía un desarrollo único, pero que, esencialmente, todas andábamos parejas con los tiempos que nos habían tocado vivir. Sin embargo, durante las dos semanas que permanecí en la Colina de los Gritos vi a madres, hijas y esposas que parecían haber sido dejadas atrás en los albores de la historia, abandonadas a sus vidas primitivas en medio del mundo moderno. Estaba preocupada por ellas. ¿Alguna vez serían capaces de ponerse al día? No es posible alcanzar el final de la historia en un solo paso, y la historia no las esperaría. Sin embargo, cuando volví a la oficina y descubrí que los viajes como el que yo había realizado estaban sirviendo para que el resto del país fuera consciente de la existencia de estas comunidades ocultas, sentí que me encontraba al principio de algo. El principio encerraba mis esperanzas. Tal vez había una manera de ayudar a las mujeres de la Colina de los Gritos a moverse con un poco más de rapidez…

El gran Li escuchó mi relato de las mujeres de la Colina de los Gritos y luego me preguntó:

– ¿Son felices?

Mengxing exclamó:

– ¡No seas ridículo! ¿Cómo quieres que sean felices?

Yo dije a Mengxing que, de los cientos de mujeres chinas que había entrevistado en los casi diez años de radiodifusión y periodismo, las mujeres de la Colina de los Gritos eran las únicas que me manifestaron que eran felices.

Epílogo

En agosto de 1997 abandoné China para trasladarme a Inglaterra. La experiencia que había tenido en la Colina de los Gritos me había trastornado. Sentí que necesitaba respirar nuevos aires: saber cómo era vivir en un país libre. En el avión que me llevó a Londres coincidí con un hombre que me contó que volvía de su séptima visita a China. Había visitado todos los lugares históricos más importantes. Me habló con gran erudición del té, las sedas y la Revolución Cultural. Llevada por la curiosidad, le pregunté qué sabía de la posición de la mujer china en la sociedad. Me contestó que China le parecía una sociedad muy igualitaria: fuera adonde fuera, veía a hombres y mujeres desarrollando los mismos trabajos.

Había subido al avión con la idea de que tal vez podría encontrar la manera de describir la vida de las mujeres chinas a la gente de Occidente. De pronto, enfrentada a los limitados conocimientos de aquellos hombres, la tarea me pareció mucho más desalentadora y difícil. Tendría que retroceder en mi memoria para recuperar todas las historias que había recogido a lo largo de los años. Tendría que revivir las emociones que había sentido al escucharlas por primera vez, y tendría que encontrar las mejores palabras para describir toda la miseria, la amargura y el amor que habían expresado todas aquellas mujeres. Y, aun así, no estaba segura de la interpretación que los lectores occidentales harían de aquellas historias. Al no haber visitado jamás Occidente, no sabía lo que la gente podría saber de China.

Cuatro días después de mi llegada a Londres murió la princesa Diana. Recuerdo encontrarme en el andén de la estación de metro de Ealing Broadway, rodeada por gente que llevaba ramos de flores que pretendía dejar delante de las rejas del palacio de Buckingham.

No pude resistir el impulso de periodista y pregunté a una mujer que tenía al lado qué había significado la princesa Diana para ella. Empezamos a hablar de la posición de la mujer en la sociedad británica. Al rato me preguntó cómo era la vida de las mujeres en China. Para las occidentales, me dijo, parecía que la mujer china moderna seguía llevando un velo. Estaba convencida de que era importante intentar mirar tras aquel velo antiguo. Sus palabras me inspiraron. Tal vez habría, después de todo, una audiencia interesada en mis historias en Occidente. Más tarde, cuando empecé a trabajar en la facultad de estudios orientales y africanos de la Universidad de Londres, hubo más gente que me animó a seguir adelante. Hablé a una profesora de algunas de mis entrevistas, y ella me aseguró que debería ponerlas por escrito. La mayoría de los libros que se habían escrito hasta entonces, me dijo, habían tratado de ciertas familias chinas en concreto. Estas historias ofrecerían una perspectiva más amplia.

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