Pero ¿por qué corren esa misma suerte los periodistas, que gozan, en ciertos aspectos, de una vida privilegiada?
Los periodistas chinos han sido testigos de muchos acontecimientos chocantes y estremecedores. Sin embargo, en una sociedad en la que los principios del Partido han gobernado las noticias, les ha resultado muy difícil transmitir la cara verídica de lo que han visto. A menudo han sido obligados a decir y escribir cosas con las que no estaban de acuerdo.
Cuando entrevistaba a mujeres que vivían en matrimonios políticos faltos de sentimientos, cuando veía a mujeres debatiéndose entre la pobreza y la miseria, que no tenían siquiera un plato de sopa o un huevo para comer después de haber dado a luz, o cuando oía a mujeres en mi contestador automático que no se atrevían a hablar a nadie de las palizas que les propinaban sus maridos, muchas veces me encontraba en la situación de no poder ayudarlas por culpa de las regulaciones a las que está sometida la radiodifusión. Sólo me quedaba llorar por ellas en privado.
Cuando China acababa de iniciar el proceso de apertura era como un niño hambriento que devoraba todo lo que tenía a su alcance, indiscriminadamente. Más tarde, cuando el mundo veía una China feliz y eufórica, con ropas nuevas y que ya no lloraba de hambre, la comunidad periodística vio un cuerpo transido por el dolor de la indigestión. Pero era un cuerpo cuyo cerebro no podían utilizar, pues el cerebro de China todavía no había desarrollado las células necesarias para asimilar la verdad y la libertad. El conflicto entre lo que sabían y lo que se les permitía decir creó un entorno en el que su salud mental y física no dejaba de sufrir.
Fue precisamente un conflicto como éste el que me llevó a abandonar mi carrera de periodista.
En otoño de 1996, a la vuelta de la conferencia del Partido, el viejo Chen me contó que varios grupos de alivio de la pobreza habían sido enviados al noroeste de China, el suroeste de China y a otras zonas económicamente deprimidas del país. Había escasez de personal público cualificado que pudiera emprender estos viajes de investigación y a menudo el gobierno recurría a periodistas cualificados para recoger información. El viejo Chen dijo que se estaba planteando unirse a un grupo que se desplazaría a la antigua zona militar de Yan’an para ver cómo era allí la vida de la gente corriente. Según el viejo Chen, se trataba de un rincón olvidado por la revolución.
Vi una oportunidad excelente para ampliar mi conocimiento de las vidas de las mujeres chinas y solicité inmediatamente la inclusión en uno de estos grupos. Fui asignada al grupo «noroeste», pero en realidad viajamos a la zona oeste de Xi’an, en China central. Cuando los chinos, en su gran mayoría, hablan del «noroeste», de hecho se refieren a China central, puesto que los desiertos occidentales del país no figuran en su mapa mental.
Mientras hacía el equipaje para el viaje, decidí no incluir muchos de los objetos útiles que solía llevarme en mis viajes de investigación. Había dos razones para ello. En primer lugar, íbamos a tener que realizar una larga travesía por las montañas durante la cual tendríamos que cargar con nuestro equipaje. No quería molestar a mis colegas masculinos con parte de mi equipaje cuando ellos también estarían exhaustos. La segunda razón era más importante: la meseta que íbamos a visitar era un lugar muy pobre y pensé que me sentiría incómoda rodeada de facilidades delante de toda esa gente. No habían visto nada del mundo exterior y tal vez tampoco habían tenido el lujo de estar abrigados y bien alimentados.
Primero viajamos a Xi’an, donde el grupo se dividió en tres. Había otras cuatro personas en mi grupo: dos periodistas, un doctor y un guía del gobierno local. Partimos hacia nuestro destino final con gran entusiasmo. Aunque no creo que nuestra ruta fuera la más dura, la zona que visitamos probablemente fuera la más afectada por la pobreza. Hay innumerables grados de riqueza y pobreza, que se manifiestan de formas muy diversas. Durante nuestro viaje, el paisaje que nos rodeaba fue haciéndose cada vez más sencillo: los altos edificios, la algarabía de voces humanas y los colores vivos de la ciudad eran reemplazados gradualmente por casas bajas de ladrillo o chozas de barro, nubes de polvo y campesinos que vestían ropas grises y uniformes. Más avanzado el viaje, la gente y el rastro de huellas humanas fueron haciéndose más escasos. La salvaje meseta de tierra ocre era sacudida por violentas tormentas de arena, a través de las cuales sólo lográbamos ver con gran dificultad. El lema de nuestra misión había sido: «Ayudar a los más pobres en los lugares más pobres.» La máxima que implicaba el uso del superlativo resulta difícil de definir. Cada vez que uno se encuentra con una situación extrema, nunca está seguro de que sea la más extrema. Sin embargo, hasta hoy no he sido testigo de una pobreza comparable a la que pude experimentar en aquel viaje.
Cuando, tras dos días y medio de sacudidas montados en un jeep militar, el guía nos anunció finalmente que habíamos llegado, todos creímos que se trataba de una equivocación. No habíamos visto ni la sombra de un ser humano, ni qué decir tiene de una aldea, en el paisaje que nos rodeaba. El jeep se había abierto camino a través de unas colinas desnudas, y nos habíamos detenido junto a una de ellas, relativamente grande. Tras una inspección más detenida, descubrimos que alguien había cavado cuevas en la ladera de la colina. El guía nos presentó el lugar como el paraje que habíamos deseado visitar – la Colina de los Gritos, una aldea diminuta que no aparecía en ningún mapa- y nos dijo que también para él era la primera vez.
Me asombró que así fuera y me puse a pensar en el extraño nombre de la aldea.
El rugido del jeep había atraído a algunos aldeanos curiosos. Mientras rodeaban el vehículo, empezaron a hacer todo tipo de comentarios, y llamaban al jeep «caballo que bebía petróleo»; se preguntaban dónde habría ido a parar su «cola» negra, ahora que había dejado de moverse, y los niños que había entre ellos hablaban de cómo encontrarla. Yo quería explicarles que la cola estaba formada por los gases de escape, pero los jefes de la aldea habían aparecido para darnos la bienvenida y nos hicieron pasar al interior de una cueva que hacía las veces de cuartel general.
Aquel primer encuentro comenzó intercambiando los saludos convencionales. Tuvimos que concentrarnos mucho para entendernos entre nosotros debido a las diferencias regionales en el habla y el acento, y por eso me resultó imposible observar de cerca todo lo que me rodeaba. Nos ofrecieron un banquete de bienvenida: unos pedazos de pan ácimo, un bol con gachas de harina de trigo muy líquidas y un platillo con huevos fritos con guindillas. Más tarde descubrí que el gobierno regional había pedido al guía que trajera los huevos especialmente para nosotros.
Después de la cena nos condujeron a nuestro alojamiento a la luz de tres velas. Los dos periodistas masculinos disponían de una cueva para ellos solos, el doctor debía quedarse con un anciano, y yo compartiría una cueva con una joven. No pude hacerme una idea muy clara de la cueva a la luz de las velas, pero el edredón despedía un olor agradable a tela desteñida al sol. Rechacé educadamente la ayuda de los aldeanos que me habían acompañado hasta allí y abrí mi bolsa. Cuando me disponía a preguntar a la muchacha dónde podía lavarme, descubrí que ella ya se había subido al kang. Recordé entonces lo que el guía había dicho durante el viaje: éste era un lugar en que el agua era un bien tan preciado que ni siquiera un emperador podía lavarse la cara o los dientes cada día.
Me desvestí y ocupé el lado del kang que -obviamente- me había sido asignado. Me hubiera gustado pasar un par de minutos charlando con la muchacha, pero ella ya estaba roncando suavemente. No parecía sentir nada especial por la nueva experiencia de tener que compartir su casa, y se había quedado dormida inmediatamente. Yo estaba agotada y además me había tomado unas cuantas pastillas para el mareo, por lo que pronto caí en un aturdido sueño. Mi habilidad para dormir en lugares extraños era motivo de envidia para mis colegas, que decían que eso era lo que me convertía en una periodista innata. En cuanto se habían acostumbrado a un nuevo lugar, tenían que trasladarse a otro donde volverían a padecer de insomnio. Para ellos, un desplazamiento por motivos de trabajo era un suplicio.
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