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Xinran Xue: Nacer mujer en China

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Xinran Xue Nacer mujer en China

Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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Xinran Xue


Nacer mujer en China

Título original: The Good Woman of China

© por la traducción, Sofía Pascual Pape, 2003

Para todas las mujeres chinas,

y para mi hijo PanPan.


Nota de la autora

Las historias que aquí se cuentan son reales, pero hemos cambiado los nombres para proteger a las personas implicadas.


En chino, el carácter «Xiao» delante de un apellido significa «joven». Delante del nombre propio crea un diminutivo e indica que la persona que habla se siente cercana a la persona a la que se dirige.

Prólogo

A las nueve de la noche del 3 de noviembre de 1999, yo volvía a casa después de una clase en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres. Cuando salía de la estación de metro de Stamford Brook hacia la oscura noche otoñal, oí un extraño sonido a mis espaldas. No me dio tiempo a reaccionar, cuando, de pronto, alguien me golpeó con fuerza en la cabeza y me empujó al suelo. Instintivamente aferré el asa de mi bolso que contenía la única copia de un manuscrito que acababa de escribir. Pero mi asaltante no iba a darse por vencido.

– Dame tu bolso -me gritó una y otra vez.

Luché con una fuerza que no sabía que poseía. No pude ver su rostro en medio de la oscuridad. Sólo sabía que estaba luchando contra un par de manos fuertes e invisibles. Traté de protegerme al tiempo que intentaba patearlo donde suponía que estaría su ingle. Él me devolvió las patadas y sentí agudas explosiones de dolor en la espalda y las piernas, junto con el sabor salado de la sangre en mi boca.

Unos transeúntes empezaron a correr hacia nosotros gritando. Pronto el hombre estuvo rodeado por una multitud enfurecida. Cuando finalmente conseguí ponerme en pie, a trompicones, descubrí que medía más de metro ochenta.

Más tarde, la policía me preguntó por qué había arriesgado mi vida por un bolso.

Temblorosa y dolorida, les expliqué:

– Dentro guardo mi libro.

– ¿Un libro? -exclamó un agente de policía-. ¿Acaso un libro es más importante que su vida?

Naturalmente, la vida es más importante que un libro. Pero, en cierto modo, mi libro era mi vida. Era mi testimonio sobre las vidas de las mujeres chinas, el resultado de muchos años de trabajo periodístico. Sabía que mi comportamiento había sido estúpido: de haber perdido el manuscrito, podía haber tratado de recrearlo. Sin embargo, no estaba segura de soportar una vez más los sentimientos extremos que me había provocado su escritura. Revivir las historias de las mujeres que conocía había sido muy doloroso, y más aún ordenar mis memorias y encontrar el lenguaje adecuado para expresarlas. Al luchar por aquel bolso defendí mis sentimientos y los de las mujeres chinas. El libro era el resultado de tantas cosas que, de haberlas perdido, no habría sido capaz de recuperarlas. Cuando te adentras en tus recuerdos, abres una puerta al pasado; el camino tiene muchas ramificaciones y, en cada incursión, el itinerario que sigues es siempre distinto.

1 Mi viaje hacia las historias de las mujeres chinas

Una mañana temprana de la primavera de 1989, yo atravesaba las calles de Nanjing montada en mi bicicleta Flying Pigeon, soñando despierta con mi hijo PanPan. Los brotes verdes de los árboles, las nubes de aliento escarchado que envolvían a los demás ciclistas, los pañuelos de seda de las mujeres ondeando al viento primaveral, todo ello se fundía con los pensamientos dedicados a mi hijo. Lo estaba criando sola, sin la ayuda de un hombre, y no resultaba nada fácil cuidar de él siendo una madre trabajadora. Sin embargo, no importa el viaje que emprendiera, fuera éste largo o corto, aun durante los rápidos paseos al trabajo, él siempre me acompañaba en el alma y me daba ánimos para seguir adelante.

– ¡Eh, pez gordo de la radio, mira por dónde vas! -me gritó un colega cuando entré dando tumbos al recinto de la emisora de radio y televisión en la que trabajaba.

Había dos agentes de policía apostados en la verja. Les mostré mi pase. Una vez dentro, tendría que enfrentarme a otros guardias de seguridad en las entradas de las oficinas y los estudios. La seguridad de la emisora era extremadamente estricta y los empleados recelábamos de los guardias. Circulaba una historia acerca de uno nuevo que se había quedado dormido estando de guardia por la noche y que se puso tan nervioso que mató al compañero que lo había despertado.

Mi oficina se encontraba en la planta dieciséis del imponente edificio moderno de veintiún pisos. Yo prefería subir por las escaleras en lugar de arriesgarme a tomar el poco fiable ascensor, que solía estropearse con frecuencia. Cuando llegué a mi mesa, descubrí que me había dejado la llave de la bicicleta en la cerradura. Un colega se apiadó de mí y se ofreció a llamar al guardia de la verja. La cosa no era tan fácil como puede parecer, pues ningún empleado subalterno disponía de un teléfono, y mi colega tendría que acercarse a la oficina del jefe de sección para hacer la llamada. Al final, no obstante, alguien me trajo la llave y el correo. Enseguida me llamó la atención una carta: el sobre estaba hecho con la tapa de un libro y llevaba pegada una pluma de pollo. Según la tradición china, una pluma de pollo es una señal urgente de aflicción.

El remitente de la carta era un joven que la había enviado desde una aldea a unos doscientos kilómetros de Nanjing. La carta decía así:


Muy estimada Xinran:

Escucho todos tus programas. De hecho, todos los habitantes de mi aldea disfrutan escuchándolos. Pero el motivo de mi carta no es contarte lo buenos que son tus programas; te escribo para contarte un secreto.

No es realmente un secreto, porque todo el mundo en la aldea lo sabe. En la aldea hay un anciano lisiado de sesenta años que recientemente compró una joven esposa. La muchacha parece muy joven. Creo que la han secuestrado. Ocurre con cierta frecuencia por aquí, pero muchas de las chicas suelen escaparse más tarde. El anciano teme que su esposa se escape y la tiene atada con una gruesa cadena de hierro. Su cintura está en carne viva por el roce con la pesada cadena: la sangre se ha filtrado a través de sus ropas. Creo que eso la matará. Por favor, sálvala.

Hagas lo que hagas, no menciones mi carta en la radio. Si los aldeanos lo descubren, expulsarán a mi familia.

Espero que tu programa sea cada vez mejor.

Tu leal oyente,

Zhang Xiaoshuan


Era la carta más angustiosa que había recibido desde que empecé a presentar mi programa de radio vespertino, «Palabras en la brisa nocturna», cuatro meses atrás. A lo largo del programa solía hablar de diversos aspectos de la vida cotidiana, utilizando mis propias experiencias para ganarme la confianza de los oyentes, y sugería maneras de abordar las dificultades de la vida.

– Mi nombre es Xinran -dije al empezar la primera emisión del programa-. Xinran significa «con mucho gusto».

«Xin xin ran kai le yan», escribió Zhu Zinqing en un poema dedicado a la primavera. «Con mucho gusto y excitación abría los ojos a las cosas nuevas.» Para mí, el programa también era una «cosa nueva». Hacía poco que era presentadora y estaba intentando hacer algo que no se hubiera hecho antes en la radio.

En el período comprendido entre 1949 y 1988, la única información a la que tenía acceso el pueblo chino eran las directrices del Partido, divulgadas a través de la radio, los diarios estatales y, más tarde, la televisión estatal. La comunicación con cualquier ser humano o estamento en el extranjero parecía tan remota y fantástica como un cuento. Los medios de comunicación, ya fuera la radio, la televisión o los diarios, hablaban con una sola voz. Cuando en 1983 Deng Xiaoping inició el lento proceso de apertura de China, los periodistas, al menos los más valientes, pudieron empezar a realizar algunos cambios sutiles en la manera de presentar las noticias en su país. También pudieron, aunque tal vez suponía mayor peligro, hablar de asuntos personales en los medios de comunicación. Con «Palabras en la brisa nocturna» intenté abrir una pequeña ventana, un minúsculo agujero, en el que la gente pudiera permitir que sus almas se desahogaran y respiraran después de la atmósfera cargada de pólvora que habían soportado durante los últimos cuarenta años. El autor y filósofo chino Lu Xun dijo en una ocasión: «La primera persona que probó un cangrejo debió de comerse previamente una araña, aunque pronto se dio cuenta de que no convenía hacerlo.» Mientras esperaba la reacción de mis oyentes al programa, me pregunté qué pensarían ellos que era yo: un cangrejo o una araña. El gran número de cartas entusiastas que se apilaron sobre mi mesa me convencieron de lo primero.

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