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Xinran Xue: Nacer mujer en China

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Xinran Xue Nacer mujer en China

Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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Los medios de comunicación, ya fuera la radio, la televisión o los diarios, hablaban con una sola voz. Cuando en 1983 Deng Xiaoping inició el lento proceso de apertura de China, los periodistas, al menos los más valientes, pudieron empezar a realizar algunos cambios sutiles en la manera de presentar las noticias en su país. También pudieron, aunque tal vez suponía mayor peligro, hablar de asuntos personales en los medios de comunicación. Con «Palabras en la brisa nocturna» intenté abrir una pequeña ventana, un minúsculo agujero, en el que la gente pudiera permitir que sus almas se desahogaran y respiraran después de la atmósfera cargada de pólvora que habían soportado durante los últimos cuarenta años. El autor y filósofo chino Lu Xun dijo en una ocasión: «La primera persona que probó un cangrejo debió de comerse previamente una araña, aunque pronto se dio cuenta de que no convenía hacerlo.» Mientras esperaba la reacción de mis oyentes al programa, me pregunté qué pensarían ellos que era yo: un cangrejo o una araña. El gran número de cartas entusiastas que se apilaron sobre mi mesa me convencieron de lo primero.

La carta que recibí del joven Zhang Xiaoshuan fue la primera en que alguien solicitaba mi ayuda práctica, y me desconcertó. Se lo notifiqué al jefe de sección y le pregunté qué debía hacer. Él me sugirió con indiferencia que pidiera ayuda a la Oficina de Seguridad Pública local. Les hice una llamada y les conté la historia de Zhang Xiaoshuan.

El oficial al otro lado de la línea me pidió que me calmara.

– Este tipo de cosas pasa muy a menudo. Si todo el mundo reaccionara como usted, acabaríamos muertos de tanto trabajar. De todos modos, es un caso perdido. Tenemos montones de informes similares y nuestros recursos humanos y financieros son limitados. Si yo fuera usted, tendría mucho cuidado con meter la nariz en este asunto. Los aldeanos no tienen miedo de nada ni de nadie, incluso si nos presentáramos allí, serían capaces de incendiar nuestros coches y dar una paliza a nuestros agentes. Son capaces de ir muy lejos para asegurar que su linaje se perpetúe, porque sería un pecado contra sus ancestros no procurarse herederos.

– Olvídese de todo esto, -le dije-. Sólo dígame si piensa responsabilizarse de la muchacha o no.

– No he dicho que no fuera a hacerlo, pero…

– ¿Pero qué?

– Pero no hay por qué darse tanta prisa, lo haremos paso a paso.

– ¡No puede dejar que alguien muera paso a paso!

El agente de policía soltó una risita y dijo:

– No me extraña que digan que los policías combaten el fuego y que los periodistas lo avivan. ¿Cuál era su nombre, por cierto?

– Xin… ran -contesté entre dientes.

– Sí, sí, Xinran, un buen nombre. De acuerdo, Xinran, pásese por aquí. La ayudaré.

Parecía que me estuviera haciendo un favor en lugar de cumplir con su deber.

Me dirigí inmediatamente a su oficina. Era el típico agente de policía chino: robusto y alerta, con una expresión de desconfianza en el rostro.

– En el campo -dijo-, los cielos son altos y el emperador está lejos. Para los campesinos la ley no tiene ninguna fuerza. Ellos sólo temen a las autoridades locales que controlan los suministros de pesticidas, fertilizantes, semillas y herramientas.

El agente tenía razón. Al final fue el jefe local de suministros agrícolas quien consiguió salvar a la muchacha. Amenazó con cortar el suministro de fertilizante si no la liberaban. Tres agentes me llevaron a la aldea en el coche de policía. Cuando llegamos, el jefe de la aldea tuvo que abrirnos camino a través de una muchedumbre de aldeanos que sacudía los puños y nos maldecía. La muchacha sólo tenía doce años. Se la quitamos al anciano, que lloraba y nos insultaba amargamente. No me atreví a preguntar por el estudiante que me había escrito. Me hubiera gustado darle las gracias, pero el agente de policía me advirtió que si los aldeanos descubrían lo que había hecho, tal vez lo matarían, a él y a su familia.

Al presenciar de primera mano el poder de los campesinos, empecé a entender cómo Mao, gracias a ellos, había derrotado a Chiang Kai-shek y a sus armas británicas y americanas.

La muchacha fue devuelta a su familia, en Xining -un viaje en tren de veintidós horas desde Nanjing-, acompañada por un agente de policía y por un empleado de la emisora. Resultó que su familia había acumulado una deuda de aproximadamente 10.000 yuanes intentando encontrarla.

No recibí ningún elogio por el rescate de la muchacha, tan sólo críticas por «pescar en aguas revueltas e incitar a la gente» y por malgastar el tiempo y el dinero de la emisora. Las quejas me trastornaron. Una muchacha había estado en peligro y, a pesar de ello, su rescate se consideraba «una manera de agitar al pueblo y de drenar las arcas del Estado». ¿Qué valor tenía entonces la vida de una mujer en China?

Esta pregunta empezó a perseguirme. La mayoría de la gente que me escribía a la emisora eran mujeres. A menudo, sus cartas eran anónimas o escritas bajo seudónimo. Mucho de lo que en ellas me contaron me causó una profunda impresión. Yo creía entender a las mujeres chinas. Al leer sus cartas comprendí cuán equivocada había estado en mis suposiciones. Mis conciudadanas vivían vidas y se batían con problemas que yo ni siquiera era capaz de imaginar. Muchas de las cuestiones que me planteaban tenían que ver con su sexualidad. Una mujer quería saber por qué su corazón se aceleraba cuando chocaba por accidente con un hombre en el autobús. Otra me preguntó por qué empezaba a sudar cuando un hombre le tocaba la mano. Hacía demasiado tiempo que se había prohibido toda discusión acerca de cuestiones sexuales, y que cualquier contacto físico entre un hombre y una mujer que no estuvieran casados conducía a la condena pública o incluso al encarcelamiento. Aun entre marido y mujer, «la charla de enamorados en la cama» podía llegar a considerarse un comportamiento delictivo; se habían dado casos, con relación con peleas familiares, en que la gente había amenazado con denunciar a su pareja a la policía por haber consentido a ello. Como consecuencia, dos generaciones de chinos se criaron con sus instintos naturales confundidos. En su día, yo misma fui tan ignorante, aun a la edad de veintidós años, que rechacé hacer manitas con un profesor en una fiesta alrededor de una hoguera por miedo a quedarme embarazada. Mi idea de la concepción provenía de una línea de un libro: «Se tomaron de la mano a la luz de la luna… Cuando llegó la primavera tuvieron un hijo.» Me sorprendí queriendo saber mucho más acerca de las vidas íntimas de las mujeres chinas y decidí empezar a investigar sus diferentes trasfondos culturales.

El viejo Chen fue la primera persona a la que le hablé de mi proyecto. Llevaba años trabajando de periodista y era muy respetado. Se decía que incluso el alcalde de Nanjing le pedía consejo. Yo solía consultarle a menudo temas referidos a mi trabajo, no sólo por respeto a su antigüedad, sino también para aprovechar su considerable experiencia. Esta vez, no obstante, su reacción me sorprendió. Sacudió la cabeza, que era tan calva que apenas podías determinar dónde acababa su cráneo y dónde empezaba su rostro, y me dijo:

– ¡Ingenua!

Aquello me desconcertó. Los chinos consideran la calvicie un signo de sabiduría. ¿Estaba equivocada? ¿Por qué era tan ingenuo pretender comprender a las mujeres chinas?

Hablé a un amigo que trabajaba en la universidad de la advertencia del viejo Chen.

– Xinran -me dijo-, ¿alguna vez has estado en una fábrica de bizcochos?

– No -contesté, confundida.

– Pues yo sí. Por eso nunca como bizcocho.

Él me sugirió que hiciera una visita a una fábrica para que descubriera por mí misma lo que intentaba decirme.

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