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Xinran Xue: Nacer mujer en China

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Xinran Xue Nacer mujer en China

Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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Ya es demasiado tarde para pedirte que perdones mi terrible e irrevocable error, pero sigo queriendo pedirte, querida Yulong, que me perdones.

En tu carta me planteaste dos preguntas: ¿por qué te muestras esquiva a ver a tu padre? y ¿qué te llevó a dibujar una mosca y por qué la hiciste tan bella?

Querida Yulong, ambas preguntas me resultan muy, pero muy dolorosas, pero intentaré contestarlas.

¿Qué muchacha no quiere a su padre? Un padre es un gran árbol que ofrece cobijo a la familia, la viga que soporta la estructura de una casa, el guardián de su esposa e hijos. Pero yo no quiero a mi padre. Lo odio.

En el día de Año Nuevo del año en que cumplí once me levanté de la cama muy temprano y descubrí que sangraba inexplicablemente. Me asusté tanto que empecé a llorar. Mi madre, que acudió a mi lado al oírme llorar, me dijo:

– Hongxue, ya eres una mujer.

Nadie -ni siquiera mi madre- me había hablado nunca de la condición femenina. En el colegio nadie había hecho preguntas tan vergonzosas. Aquel día, mamá me dio algunos consejos básicos para hacer frente a la hemorragia, pero, por lo demás, no me explicó nada. Yo estaba emocionada, ¡me había convertido en mujer! Estuve corriendo por el patio, dando brincos y bailando, durante tres horas. Incluso me olvidé por completo del almuerzo.

Un día del mes de febrero en el que nevaba con insistencia, mi madre había salido para hacerle una visita a una vecina. Mi padre había vuelto a casa de la base militar en una de sus escasas visitas. Me dijo:

– Tu madre me ha contado que te has hecho mayor. Ven, quítate la ropa y deja que papá vea si es verdad.

– Yo no sabía qué era lo que pretendía ver y hacía tanto frío que no quería desnudarme.

– ¡Rápido! ¡Papá te ayudará! -me dijo, a la vez que me quitaba la ropa con gran destreza.

Su comportamiento era diametralmente opuesto a su habitual lentitud. Frotó todo mi cuerpo con sus manos mientras me preguntaba una y otra vez:

– ¿Se han puesto duros esos pezoncillos? ¿De aquí te salió la sangre? ¿Esos labios van a besar a papá? ¿Te gusta que papá te toque así?

Me moría de vergüenza. Desde que tenía uso de razón no recordaba haber estado desnuda delante de nadie, salvo en los baños públicos para mujeres. Mi padre se dio cuenta de mis escalofríos. Me dijo que no tuviera miedo y me advirtió que no le contara nada a mamá.

– Nunca has gustado a tu madre -me dijo-. Si descubre que te quiero tanto, no querrá saber nada de ti.

Ésta fue mi primera «experiencia femenina». Luego sentí náuseas.

A partir de entonces, en cuanto mi madre salía de la habitación, mi padre me acorralaba detrás de la puerta y me toqueteaba todo el cuerpo. Cada día que pasaba tenía más miedo de su «amor».

Más tarde trasladaron a mi padre a otra base militar. Mi madre no pudo acompañarlo debido a su trabajo. Dijo que estaba agotada tras haber tenido que criarnos a mí y a mi hermano, y que quería que mi padre se hiciera cargo de sus responsabilidades por un tiempo. Y así fue como mi hermano y yo fuimos a vivir con mi padre.

Había ido a parar a la guarida del lobo.

Cada mediodía, desde el día en que dejamos a mi madre, mi padre se metía en mi cama cuando estaba haciendo la siesta. Cada uno tenía su habitación en un dormitorio colectivo, y mi padre solía utilizar la excusa de que mi hermano pequeño no quería hacer la siesta y así dejarlo en la calle.

Durante los primeros días se limitó a toquetearme. Más tarde empezó a forzar su lengua dentro de mi boca. Luego empezó a aguijonearme con la parte dura de la parte inferior de su cuerpo. Solía meterse en mi cama como una serpiente, sin importarle que fuera de día o de noche. Usaba las manos para separar mis muslos y pasar el rato conmigo. Incluso me introducía los dedos.

Por entonces ya había dejado de pretender que se trataba de «amor paterno». Me amenazó diciéndome que si se lo decía a alguien, tendría que soportar el escarnio público y desfilar por las calles con paja sobre la cabeza, pues yo ya era lo que la gente solía llamar un «zapato usado».

Mi cuerpo, que maduraba a pasos forzados, lo excitaba aún más si cabe de día, mientras mi temor crecía. Instalé una cerradura en la puerta de mi dormitorio, pero a él poco le importaba despertar a todos los vecinos aporreando la puerta hasta que yo la abría. A veces engañaba a los demás ocupantes del dormitorio para que lo ayudaran a forzar la puerta, o les contaba que tenía que entrar por la ventana para recoger alguna cosa porque mi sueño era muy profundo. A veces era mi hermano quien lo ayudaba, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Por tanto, sin reparar en si había cerrado la puerta con llave o no, se introducía en mi habitación a la vista de todo el mundo.

Cuando oía los golpes en la puerta, a menudo el miedo me paralizaba y no podía más que acurrucarme envuelta en mi edredón, temblando. Los vecinos me decían entonces:

– Dormías tan profundamente que tu padre ha tenido que meterse por la ventana para recoger sus cosas. ¡Pobre hombre!

Tenía miedo de dormir en mi habitación, ni siquiera me atrevía a estar sola en ella. Mi padre se dio cuenta de que cada vez buscaba más excusas para salir, por lo que se inventó una norma: debía estar de vuelta en casa antes del almuerzo. Sin embargo, a menudo caía desplomada incluso antes de haber terminado de comer, porque mi padre metía pastillas de dormir en mi comida. No había manera de protegerme.

Muchas veces pensé en quitarme la vida, pero no podía soportar la idea de abandonar a mi hermanito, que no tenía a nadie a quien recurrir. Empecé a estar cada vez más delgada, y de pronto caí gravemente enferma.

La primera vez que ingresé en el hospital militar, la enfermera que estaba de servicio contó al especialista, el doctor Zhong, que mi sueño estaba muy alterado, que empezaba a temblar en cuanto escuchaba el más mínimo ruido. El doctor Zhong, que desconocía los hechos, dijo que se debía a la fiebre tan alta que tenía.

Sin embargo, aun estando peligrosamente enferma, mi padre acudió al hospital y se aprovechó de mí mientras llevaba el gota a gota puesto y no podía moverme. En una ocasión, al verlo entrar en la habitación, empecé a chillar descontroladamente, pero, cuando la enfermera acudió corriendo, mi padre se limitó a decirle que yo tenía un temperamento muy fiero. La primera vez sólo pasé dos semanas en el hospital. Cuando volví a casa, descubrí un morado en la cabeza de mi hermano y manchas de sangre en su abriguito. Me contó que mientras yo estuve ingresada en el hospital, papá estuvo de un humor de perros y le había pegado con cualquier excusa. ¡Aquel mismo día, la enfermiza bestia de mi padre apretó mi cuerpo -todavía desesperadamente endeble y débil- contra el suyo y me susurró que me había echado mucho de menos!

No podía parar de llorar. ¿Éste era mi padre? ¿Sólo había tenido hijos para satisfacer sus deseos animales? ¿Por qué me había dado la vida?

Mi experiencia en el hospital me había mostrado un camino para seguir viviendo. Por lo que a mí se refería, las inyecciones, las pastillas y los análisis de sangre eran preferibles a la vida al lado de mi padre. Así fue como empecé a autolesionarme, una y otra vez. En invierno solía remojarme en agua fría y luego salía a la nieve y al frío. En otoño tomaba comida caducada. Una vez, llevada por la desesperación, alargué el brazo para intentar que un pedazo de hierro que caía me seccionara la mano izquierda por la muñeca. (De no haber sido por un trozo de madera blanda que llevaba por debajo, sin duda hubiera perdido la mano.) En aquella ocasión me gané sesenta noches de seguridad. Entre las lesiones que me provocaba y las drogas que me hacían tomar crecí extremadamente delgada.

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