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Xinran Xue: Nacer mujer en China

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Xinran Xue Nacer mujer en China

Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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Soy impaciente por naturaleza, por lo que a la mañana siguiente, a las cinco, me dirigí a una pastelería pequeña pero que tenía fama de ser muy buena. No había anunciado mi visita, pero no esperaba encontrar problemas para acceder al taller. En China, a los periodistas se los suele llamar «reyes sin corona». Tienen la entrada libre a prácticamente cualquier organización del país.

El gerente de la pastelería no sabía a qué había venido pero estaba impresionado por mi entrega al trabajo: dijo que jamás había conocido a un periodista que se levantara tan temprano para recoger información. Todavía no se había hecho de día. Bajo la débil luz de las farolas de la fábrica, siete u ocho mujeres rompían huevos en una enorme tina. Bostezaban y se aclaraban la voz con un terrible carraspeo. El sonido intermitente de los escupitajos me hizo sentir incómoda. Una de las mujeres tenía yema de huevo por toda la cara, lo más probable era que fuese por haberse sonado la nariz y no por algún extraño tratamiento de belleza. Vi a dos obreros añadiendo condimentos y colorantes a una masa esponjosa que había sido preparada el día anterior. Añadieron los huevos a la mezcla que, posteriormente, vertieron en moldes de papel de estaño que corrían por una cinta transportadora. Cuando los moldes salieron del horno, una docena de mujeres empaquetaron los pastelillos en cajas. Tenían migas en las comisuras de los labios.

Cuando abandoné la fábrica, recordé algo que un compañero periodista me había contado en una ocasión: los lugares más sucios del mundo no son los retretes ni las cloacas, sino las fábricas de alimentos y los comedores. Decidí no volver a comer nunca bizcocho, aunque no conseguí dilucidar la relación que había entre lo que acababa de ver y la cuestión de comprender a las mujeres.

Llamé a mi amigo, que pareció quedar decepcionado por mi falta de percepción.

– Fuiste testigo de lo que esos preciosos pastelillos tuvieron que soportar para convertirse en lo que son. Si sólo los hubieras visto en la tienda, nunca lo habrías sabido. Sin embargo, aunque es posible que consigas describir lo mal dirigida que está la fábrica y la manera en que contraviene la normativa de sanidad, ¿realmente crees que con ello podrás conseguir que la gente deje de comer bizcocho? Lo mismo se da en el caso de las mujeres chinas. Incluso si consigues tener acceso a sus hogares y a sus memorias, ¿realmente crees que serás capaz de juzgar o modificar las leyes según las cuales viven sus vidas? Además, ¿cuántas mujeres se avendrán a renunciar a su amor propio para hablar contigo? Me temo que pienso que tu colega es realmente sabio.

2 La muchacha que tenía una mosca como mascota

Desde luego, el viejo Chen y mi amigo de la universidad tenían razón en una cosa. Sería muy difícil encontrar a mujeres dispuestas a hablar libremente conmigo. Para las mujeres chinas, el cuerpo desnudo es motivo de vergüenza, no de orgullo, no se considera bello. Lo mantienen tapado. Pedir a las mujeres que me permitieran entrevistarlas sería lo mismo que pedirles que se quitaran la ropa. Me di cuenta de que tendría que buscar formas más sutiles para investigar sus vidas.

Las cartas que recibía de mis oyentes, llenas de anhelos y de esperanza, se convirtieron en mi punto de partida. Pregunté a mi jefe si podía añadir una sección especial al final de mi programa, una especie de consultorio en el que poder discutir, o tal vez leer, algunas de las cartas recibidas. No se opuso a la idea; él también deseaba saber lo que pensaban las mujeres chinas y así buscar una solución a la tensa relación que mantenía con su esposa. Sin embargo, él no podía autorizar personalmente la sección: tendría que dirigir una solicitud a la oficina central. Yo ya estaba más que familiarizada con el procedimiento: las diferentes categorías de burócratas de la emisora no eran más que simples recaderos glorificados, sin poder ejecutivo. Los altos escalafones de la jerarquía eran los que tenían la última palabra.

Seis semanas más tarde me devolvieron la solicitud de la oficina central, engalanada con cuatro sellos de lacre rojo que confirmaban la aprobación. La duración de la sección propuesta había sido recortada a diez minutos. Aun así, sentí que me había llovido maná del cielo.

El impacto que tuvo mi consultorio femenino de diez minutos fue mucho mayor de lo que cabía esperar: el número de cartas de los oyentes se incrementó hasta tal punto que empecé a recibir más de cien al día. Tuve que solicitar la ayuda de seis estudiantes universitarios para poder leer todo el correo que me llegaba. También los asuntos tratados en las cartas empezaron a ser más variados. Los testimonios que leí provenían de todo el país, se habían desarrollado en muchos momentos distintos a lo largo de los últimos setenta años, y correspondían a mujeres de realidades sociales, culturales y profesionales muy diversas. Revelaban mundos que habían estado ocultos para la gran mayoría de la población, incluida yo misma. Las cartas me conmovieron profundamente. Muchas de ellas llegaban acompañadas de detalles personales, como por ejemplo flores, hojas y cortezas prensadas y labores de ganchillo.

Una tarde, al volver al despacho, encontré un paquete y una nota del portero sobre mi mesa. Por lo visto, una mujer de unos cuarenta años había traído el paquete a la emisora y le había pedido al portero que me lo entregara a mí. No había dejado ni nombre ni dirección. Varios compañeros me recomendaron que entregara el paquete al departamento de seguridad para que lo examinaran antes de abrirlo, pero me resistí a hacerlo. Sentía que el destino no podía someterse a segundas consideraciones y un fuerte impulso me empujó a abrir el paquete de inmediato. Dentro encontré una vieja caja de zapatos, con un hermoso dibujo de una mosca humana en la tapa. Los colores casi se habían borrado. Alguien había escrito una frase junto a la boca de la mosca: «Sin primavera, las flores no pueden florecer; sin propietario, esta caja no podrá abrirse». La tapa estaba cerrada con un candado perfectamente colocado.

Vacilé. ¿Debía o no debía abrirla? Entonces descubrí una notita que sin duda había sido pegada hacía muy poco rato: «¡Xinran, por favor, abre esta caja!»

La caja estaba llena de hojas de papel amarillentas y descoloridas. Escritas de arriba abajo, las hojas no eran del mismo tamaño, forma ni color. La mayor parte eran pedazos de papel sueltos, del tipo que se utiliza para los historiales médicos. Parecía un diario. También había una gruesa nota de entrega certificada. Estaba dirigida a Yan Yulong, de un cierto equipo de producción de la provincia de Shandong, y el remitente era una tal Hongxue, que daba como dirección un hospital de la provincia de Henan. El sello de correos estaba fechado el 24 de agosto de 1975. Estaba abierta, y en la parte superior aparecían estas palabras: «Xinran, te ruego respetuosamente que leas cada palabra. Una fiel oyente.»

Puesto que no tenía tiempo para hojear las notas antes de iniciar la emisión, decidí leer primero la carta:

Querida Yulong:

¿Estás bien? Siento no haberte escrito antes, realmente no hay razón alguna para no haberlo hecho, pero es que tengo demasiadas cosas que contarte y no sé por dónde empezar. Espero que puedas perdonarme.

Ya es demasiado tarde para pedirte que perdones mi terrible e irrevocable error, pero sigo queriendo pedirte, querida Yulong, que me perdones.

En tu carta me planteaste dos preguntas: ¿por qué te muestras esquiva a ver a tu padre? y ¿qué te llevó a dibujar una mosca y por qué la hiciste tan bella?

Querida Yulong, ambas preguntas me resultan muy, pero muy dolorosas, pero intentaré contestarlas.

¿Qué muchacha no quiere a su padre? Un padre es un gran árbol que ofrece cobijo a la familia, la viga que soporta la estructura de una casa, el guardián de su esposa e hijos. Pero yo no quiero a mi padre. Lo odio.

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