– Ésta es la primera vez que te oigo decir que algo es imposible o muy difícil; tiene que haber sido una historia dura de escuchar. Espero que puedas olvidarla.
Nunca logré retomar la conversación acerca de los minusválidos con el viejo Wu. Murió de una enfermedad hepática ese mismo fin de semana. En su funeral le conté mis pensamientos en silencio, segura de que podía oírme. Una vez que las personas dejan este mundo, viven en la memoria de los vivos. A veces puedes sentir su presencia, ver sus caras, oír sus voces.
12 La infancia que no puedo dejar atrás
Cuando empecé a buscar historias de mujeres chinas estaba llena de entusiasmo juvenil pero tenía muy pocos conocimientos. Cuando ya supe más, adquirí una comprensión más madura, pero también empecé a sentir más dolor. A veces me sobrevenía una especie de insensibilidad ante todo el sufrimiento con el que tropezaba, como si se estuviera formando un callo en mi interior. Y, sin embargo, cuando volvía a tener conocimiento de un nuevo caso, volvían a despertarse todos mis sentimientos.
A pesar de que mi vida interior era un caos, mi carrera profesional era cada vez más exitosa. Me habían nombrado directora de desarrollo de programas y planificación, lo que implicaba encargarse del desarrollo de la futura estrategia de toda la emisora de radio. A medida que creció mi reputación e influencia pude entrar en contacto con mujeres que, de otro modo, me hubieran resultado inaccesibles: esposas de dirigentes del Partido, mujeres que se encontraban en el ejército, en instituciones religiosas o en cárceles. Uno de estos encuentros se hizo realidad gracias a una ceremonia de entrega de premios de la Agencia de Seguridad Pública. Esta agencia me había encargado la organización de actividades de educación cívica, y a consecuencia de ello iban a concederme el premio a la «Flor del Cuerpo de Policía». El premio no era muy importante, pero era la única mujer en la provincia que había sido honrada con él, y más tarde iba a resultarme enormemente útil en mis intentos por llegar a más mujeres.
Para los chinos, cualquier excusa es buena para organizar un banquete: vivimos de acuerdo con el principio «la comida es el cielo», y poder beber y comer hasta más allá de la saciedad es señal de una riqueza incalculable. A pesar de que sólo éramos cuatro galardonados había más de cuatrocientos comensales en el banquete. Son muy pocas las mujeres policías que reciben condecoraciones o premios, por no hablar de mujeres que provienen de otros ámbitos, y aquella noche me convertí en tema de multitud de conversaciones. Yo odio las aglomeraciones y las chácharas interminables, así que me escurrí por la puerta para salir al pasillo de servicio y escapar de todo eso. Cuando los atareados camareros me vieron, me gritaron: «¡Fuera de aquí, muévase, no obstruya el paso!»
Me apreté contra la pared. La incomodidad del lugar era preferible al examen al que me sometían los demás invitados. Poco después el comisario Mei apareció por ahí para dar las gracias a los camareros y se sorprendió al verme. Me preguntó qué creía que estaba haciendo.
Hacía ya un tiempo que conocía al comisario Mei y confiaba en él, por lo que le hablé con toda franqueza. Al escuchar mis explicaciones soltó una risita y dijo:
– No tienes por qué esconderte en este horrible agujero. Ven conmigo, te llevaré a un lugar más cómodo.
Me llevó consigo.
La sala de fiestas, que era famosa en toda la ciudad, tenía varios reservados y salas de reunión. El comisario me condujo a una de aquellas estancias mientras me contaba que la sala tenía la misma distribución que la Gran Sala del Pueblo de Beijing, y que había sido diseñada para satisfacer las necesidades de los dirigentes del gobierno central cuando acudían a la ciudad para inspeccionarla. Me sentí muy abrumada por ser admitida en aquel lugar sagrado y también estaba preocupada por las deducciones malintencionadas que pudiera hacer la gente al descubrir que estábamos solos en aquella estancia.
Al percatarse de mis vacilaciones Mei me dijo:
– No tienes por qué preocuparte por las habladurías. Hay un guardia en la puerta. Oh, estoy muy cansado… Mei bostezó y se dejó caer en el sofá.
El agente de policía que montaba guardia delante de la puerta llamó y preguntó en voz baja:
– Comisario, ¿necesita algo?
– Esto es todo -contestó Mei en un tono de voz rígido y frío.
Así es como los oficiales hablan a sus subalternos en China, y eso me hizo pensar en la manera en que debieron de implantarse las habituales actitudes de superioridad e inferioridad entre los chinos.
El comisario Mei se masajeó la cabeza con ambas manos echado en el sofá.
– Xinran, acabo de volver de un viaje a Hunan donde visité algunas prisiones. Durante una de estas visitas me hablaron de una presa que tal vez pueda interesarte. Ha entrado y salido varias veces de la prisión acusada de desviación sexual y cohabitación ilegal. Por lo visto, tiene una historia familiar muy trágica. Si quieres entrevistarla, podría organizarlo de manera que te recogiera un coche.
Asentí y le di las gracias. Él sacudió la cabeza cansinamente y dijo:
– Realmente las mujeres chinas lo pasan mal. He escuchado tu programa varias veces. Es triste, muy conmovedor. ¿Cuánta felicidad puede haber en la vida de una mujer que ha vivido aquí en las últimas décadas? Mi esposa dice que las mujeres ofrecen su sonrisa a los demás y guardan las penas para sí. A ella también le gusta mucho tu programa, pero no quiero que lo escuche demasiado. Es una mujer muy emocional y sensible, y una sola historia puede llegar a torturarla durante varios días seguidos.
Hizo una pausa y prosiguió:
– No querría que se muriera antes que yo. No podría soportarlo.
El comisario Mei era un hombre duro y fuerte de Shandong. Hacía muchos años que lo conocía, pero jamás sospeché que pudiera ser tan sensible. Los hombres chinos son educados para creer que deben imponer respeto, y muchos están poco dispuestos a mostrar su lado más débil. Por primera vez en nuestra relación, la conversación no versaba sobre el trabajo sino sobre hombres, mujeres y relaciones.
Dos semanas más tarde, un jeep de la agencia de Seguridad me llevó a la prisión de mujeres en las montañas al oeste de Hunan. El conjunto de edificios se parecía al de cualquier otra prisión: la valla eléctrica, los guardias y los proyectores montados en los muros grises creaban instantáneamente una atmósfera de miedo y de tensión. La verja principal, por la que sólo podían pasar los coches de los poderosos, estaba cerrada. Entramos por la verja lateral.
Al echar la vista hacia arriba, adiviné por el tamaño y la forma de las ventanas qué era lo que se escondía detrás de ellas. Tras las amplias y altas ventanas rotas unas siluetas grises se movían de un lado a otro entre las máquinas atronadoras. Los prisioneros acostumbran a trabajar mientras cumplen su sentencia: arreglando coches, camiones o máquinas herramientas, o cosiendo y manufacturando textiles. Algunos son obligados a hacer trabajos duros, a extraer piedra o a trabajar en minas. A través de las ventanas de tamaño medio se vislumbraban uniformes, equipamientos y notas de color; aquí debían de estar las oficinas y las salas de estudio político. Las ventanas más pequeñas en las plantas superiores de los edificios correspondían a los dormitorios y las cantinas de las convictas.
El edificio principal conformaba una herradura alrededor de un edificio menor que alojaba los dormitorios del personal penitenciario y las salas de control. En la prisión para mujeres de Hunan Occidental hubo dos cosas que me llamaron la atención por diferenciarse de otras instituciones penitenciarias: la primera fueron los muros cubiertos de musgo y de líquenes de color verde oscuro por culpa del clima húmedo de Hunan Occidental; la segunda fue la extrañeza que sentí al ver a las mujeres vigilantes gritando a las prisioneras. Las vidas, los amores, las penas y los gozos de las mujeres con uniforme de policía no podían ser tan diferentes de los de las mujeres en ropas de prisión.
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