Xinran Xue - Nacer mujer en China

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Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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Cuando el bullicio en el patio de recreo me hubo entristecido tanto que ya no pude seguir mirando por la ventana, empecé a leer. En la biblioteca no había muchos libros para niños de enseñanza primaria, por lo que me encontré con grandes dificultades a la hora de descifrar aquel complejo vocabulario. Al principio, mi maestro respondía a mis preguntas y me explicaba cosas cuando venía a controlarme, pero más tarde me trajo un diccionario que utilicé profusamente aunque seguía sin entender ni la mitad de lo que leía.

Los libros de historia china y extranjera me fascinaban. Me enseñaron que había diferentes formas de vivir: no sólo las que recogían las dramáticas historias que todo el mundo conocía, sino también la de gente corriente que tejía su propia historia a través de sus vidas cotidianas. Gracias a estos libros también aprendí que quedan muchas preguntas por responder.

Aprendí muchísimo de la enciclopedia, y hoy en día soy capaz de realizar tareas manuales y reparaciones de todo tipo, desde bicicletas a pequeños aparatos eléctricos. Solía soñar con convertirme en diplomática, abogada, periodista o escritora. Cuando estuve en condiciones de elegir profesión, abandoné el trabajo administrativo en el ejército, después de doce años, para hacerme periodista. Los conocimientos pasivos que había acumulado durante mi infancia volvieron a ayudarme.

Mi sueño de unirme a los demás niños en el patio de recreo nunca se hizo realidad, pero me consoló poder leer sobre batallas y derramamiento de sangre en aquella biblioteca secreta. Los documentos sobre la guerra me hicieron sentir feliz por vivir en una era de paz, y me ayudaron a olvidar las pullas que me esperaban al otro lado de la puerta del cobertizo.

La primera persona que me enseñó a apreciar la felicidad y la belleza a través de la observación de la gente y las cosas que me rodeaban fue Yin Da.

Yin Da era huérfano. Parecía no saber cuándo había perdido a sus padres; lo único que sabía era que se había criado bajo el cuidado de los vecinos de la aldea, en una barraca de un metro y medio de largo por uno coma dos metros de ancho cuyo único mobiliario consistía en una cama que ocupaba todo el espacio. Había comido el arroz y llevado la ropa de cien familias y llamaba a todos los habitantes de la aldea padre y madre.

Recuerdo que Yin Da sólo tenía una muda. En invierno simplemente se ponía una gruesa chaqueta de algodón acolchada sobre la ropa de verano. Todo el mundo a su alrededor era pobre, por lo que una chaqueta acolchada para el invierno era suficientemente confortable.

A pesar de que Yin Da tenía cinco o seis años más que yo, estábamos en la misma clase en la escuela del ejército. Durante la Revolución Cultural todas las instituciones de educación estuvieron virtualmente fuera de servicio, y tan sólo los colegios y las escuelas militares estaban autorizados para instruir y formar a los jóvenes en cuestiones de defensa nacional. A fin de ofrecer ayuda a los campesinos y los obreros de la ciudad ocupada por la base militar, mi escuela organizó la enseñanza de los niños de la localidad junto con los niños del ejército. Muchos de ellos ya habían cumplido los catorce o quince años cuando empezaron en la escuela primaria.

Si Yin Da se encontraba cerca cuando los niños de familias «rojas» me propinaban una paliza, me escupían o me insultaban, él siempre me defendía. A veces, cuando me veía llorar en un rincón, decía a los Escoltas Rojos que me llevaba a conocer a los campesinos y luego me ofrecía una visita guiada por la ciudad. Me mostraba las casas de la gente más pobre y me contaba lo que la hacía feliz, aunque ganaban bastante menos de cien yuanes al año.

Durante los recreos solía llevarme a la colina que se alzaba detrás de la escuela para que pudiera contemplar los árboles y las plantas florecientes que allí crecían. Había muchos árboles de la misma especie en el mundo, me dijo, y, sin embargo, no existían dos hojas que fueran idénticas entre sí. Me contó que la vida era bella y que el agua daba vida ofreciéndose a sí misma.

Me preguntó qué me gustaba de la ciudad en la que se hallaba la base militar. Yo le dije que no sabía que hubiera algo que pudiera gustar, y que me parecía un lugarejo insignificante, pobre y sin color, lleno del humo asfixiante de las cocinas y gente vagando por las calles vestida con chaquetas desgarradas y camisas andrajosas. Yin Da me enseñó a examinar detenidamente y a recordar cada una de las casas de la ciudad, incluso aquellas que habían sido construidas a toda prisa con chatarra. ¿Quién vivía en aquellas casas? ¿Qué hacían en su interior? ¿Qué hacían en el exterior? ¿Por qué estaba la puerta entreabierta? ¿Estaría la familia esperando una visita o simplemente había olvidado cerrar la puerta? ¿Qué consecuencias acarrearía aquel descuido?

Seguí el consejo de Yin Da de interesarme por mi entorno y dejaron de preocuparme tanto los escupitajos y las burlas que sufría diariamente. Solía quedarme absorta en mis propios pensamientos, imaginando la vida de la gente que habitaba aquellas casas. El contraste entre mi mundo imaginario y el real acabó en una fuente tanto de consuelo como de dolor para mí.

A finales de la década de los sesenta, las relaciones entre China y la Unión Soviética se rompieron definitivamente, y se desarrolló un conflicto armado por la frontera norte de China en la isla de Zhenbao. Todos los pueblos y ciudades debían construir túneles a modo de refugios antiaéreos. En algunas grandes ciudades, los refugios tenían capacidad para acomodar a toda la población. Unas cuantas herramientas básicas y reservas de alimentos les permitirían sobrevivir en los túneles durante varios días. Todo el mundo, fuera viejo o joven, fue obligado a cavar aquellos túneles; ni siquiera los niños de siete u ocho años se libraron.

Los niños de nuestra escuela tuvieron que cavar túneles en la ladera de la colina detrás de la escuela. Nos dividieron en dos grupos: uno que debía trabajar en el interior del túnel y otro en el exterior. A pesar de que me habían asignado al grupo del interior, al final me pusieron a trabajar en la boca del túnel porque era niña y relativamente débil.

Un día, aproximadamente media hora después de haber iniciado la jornada de trabajo, se oyó un terrible rugido: el túnel se había desplomado. Quedaron enterrados cuatro niños, entre ellos Yin Da, que había estado trabajando en lo más profundo del túnel. Cuando finalmente consiguieron sacarlos, cuatro días después del accidente, sus cuerpos sólo pudieron ser identificados por la ropa.

A los hijos y los niños tutelados por familias «negras» no se nos permitió despedirnos de los cuatro niños que, póstumamente, fueron reconocidos como héroes. Desde lejos, lo último que pude ver de Yin Da fue su brazo sin vida colgando de una camilla. Tenía diecisiete años.

En una ocasión Yin Da me había enseñado el tema principal de la película Un visitante de la Montaña de Hielo. Tenía una melodía preciosa y la letra rememoraba a un amigo perdido. Años más tarde, cuando China ya había iniciado el proceso de apertura y reformas, repusieron la película. Los recuerdos de Yin Da volvieron a desbordarme.

Mi hermosa patria se extiende al pie de la Montaña de Hielo.

Cuando abandoné mi hogar, era como un melón

desprendido de la enredadera.

La muchacha que amaba vivía bajo los blancos álamos.

Cuando me fui ella era como un laúd que colgaba

abandonado en la pared.

La enredadera se ha quebrado, pero los melones todavía

son dulces.

Cuando vuelva el músico, el laúd volverá a sonar.

Cuando me despedí de mi amigo,

él era como una montaña de nieve: en una sola

avalancha,

desapareció para siempre.

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