Oh, mi querido amigo,
jamás volveré a ver tu poderosa silueta ni tu rostro
bondadoso. Oh, mi querido amigo,
jamás volverás a oírme tocar el laúd,
jamás volverás a oírme cantar.
No sé si Yin Da advirtió el destino que le aguardaba en esta canción melancólica cuando la cantó para mí, pero me dejó una melodía a través de la cual recordarlo.
13 La mujer cuyo padre no la conoce
La primera noche que pasé en la Prisión de Mujeres de Hunan Occidental no me atreví a cerrar los ojos por miedo a mis recurrentes pesadillas. Aun con los ojos abiertos me resultaba imposible dejar fuera imágenes de mi infancia. Al amanecer, me dije que tenía que dejar atrás el pasado y encontrar un modo de conseguir que Hua’er confiara en mí para poder compartir su historia con otras mujeres. Pregunté a la vigilante si podía volver a hablar con Hua’er en el locutorio.
Cuando entró en la sala, la susceptibilidad y la terquedad del día anterior se habían desvanecido y su rostro estaba transido de dolor. Por su cara de sorpresa deduje que yo también parecía otra tras una noche sufriendo el tormento de los recuerdos. Parecía que supo inmediatamente que podía confiar en mí.
Hua’er inició nuestra entrevista contándome cómo su madre había elegido los nombres de ella, de su hermana y de sus hermanos. Su madre había dicho que todas las cosas en el mundo natural luchaban por su lugar, pero que los árboles, las montañas y las rocas eran los más fuertes, por lo que llamó a su primera hija Shu («árbol»), a su hijo mayor Shan («montaña») y a su hijo menor Shi («roca»). Un árbol en flor dará sus frutos, y las flores embellecen las montañas y las rocas, por lo que llamó a Hua’er Hua («flor»).
– Todo el mundo decía que era la más bella… tal vez porque me llamaba Hua.
Me llamó la atención la poesía de estos nombres y pensé para mis adentros que la madre de Hua’er debió de ser una mujer muy culta. Serví a Hua’er un vaso de agua caliente del termo que había sobre la mesa. Ella lo agarró con las dos manos, clavó la mirada en el vapor que subía de él y musitó:
– Mis padres son japoneses.
Sus palabras me desconcertaron. No se hacía mención de esta circunstancia en sus antecedentes penales.
– Ambos daban clases en la universidad y se nos dispensaba un trato especial. Había familias que se veían obligadas a vivir en una sola habitación mientras que nosotros disponíamos de dos. Mis padres dormían en la pequeña y nosotros ocupábamos la grande. A menudo, mi hermana Shu nos llevaba a mí y a mi hermano mayor a casa de sus amigos. Sus padres se mostraban amables con nosotros, nos ofrecían cosas para picar y nos pedían que dijéramos algo en japonés. Yo era muy joven, pero hablaba muy bien el japonés y disfrutaba enseñando a los adultos a decir palabritas y frases. Los demás niños echaban mano a toda la comida mientras yo hablaba, pero mi hermana siempre me guardaba un poco. Me protegía.
El rostro de Hua’er se iluminó.
– Mi padre estaba orgulloso de Shu porque era muy aplicada en el colegio. Decía que ella lo ayudaría a ser más sabio. Mi madre también elogiaba a mi hermana por ser tan buena chica, y porque nos vigilaba a mí y a mi hermano mayor dándole así tiempo a ella para preparar sus clases y cuidar de mi hermano pequeño, Shi, que tenía tres años. Cuando jugábamos con mi padre éramos los niños más felices del mundo. Se disfrazaba de muy variopintos personajes para hacernos reír. A veces era el anciano que transportaba la montaña del cuento japonés y entonces nos llevaba a los cuatro a cuestas. Solíamos estrujarlo todo lo que podíamos hasta que le faltaba el aliento, pero él seguía llevándonos a la espalda mientras gritaba: «¡Llevo… la montaña… a cuestas!»
– A veces se enrollaba la bufanda de mi madre alrededor de la cabeza para convertirse en la abuela loba del cuento chino. Siempre que jugábamos al escondite, yo me zambullía debajo del edredón y gritaba inocentemente: «¡Hua’er no está debajo del edredón!»
»Mi padre se escondía en los lugares más ingeniosos. Una vez incluso se escondió en la gran tinaja donde guardábamos el grano. Cuando finalmente salió, estaba cubierto de maíz, alforfón y arroz.
Hua’er se rió al recordarlo y yo me uní a ella. Tomó un sorbo de agua, saboreándola.
– Éramos muy felices. Pero, de pronto, en 1969, empezó la pesadilla.
Las vivas llamas de la hoguera que habían marcado el final de mi infancia feliz aparecieron ante mis ojos. Las palabras de Hua’er desterraron la imagen.
– Una tarde de verano, mis padres habían ido a trabajar y yo estaba haciendo los deberes bajo la supervisión de mi hermana mientras mi hermano jugaba con sus juguetes. De pronto oímos el rítmico vocerío de las proclamas en la calle. Por entonces, los adultos siempre estaban gritando y vociferando, y no le dimos importancia. El griterío se acercaba cada vez más, hasta que estuvo delante de nuestra puerta. Una banda de jóvenes se había detenido y gritaba: «¡Abajo los esbirros japoneses del imperialismo! ¡Eliminad a los agentes secretos extranjeros!»
»Mi hermana se comportó como una adulta. Abrió la puerta y preguntó a los estudiantes, que parecían tener su edad: «¿Qué estáis haciendo? Mis padres no están en casa.»
»Una muchacha que encabezaba la banda dijo: «Escuchad, mocosos, vuestros padres son agentes secretos de los imperialistas japoneses. Han sido puestos bajo la vigilancia del proletariado. ¡Debéis romper con ellos y dejar al descubierto sus actividades de espionaje!»
»¿Mis padres, agentes secretos? En las películas que yo había visto, los espías siempre eran malvados. Al darse cuenta de lo asustada que estaba, mi hermana se apresuró a cerrar la puerta y posó las manos sobre mis hombros.
»-No tengas miedo. Espera a que vuelvan mamá y papá y les contaremos lo que ha pasado -me dijo.
»Mi hermano mayor llevaba un tiempo diciendo que quería unirse a los Escoltas Rojos. Entonces dijo tranquilamente:
»-Si son agentes secretos, me iré a Beijing para tomar parte en la revolución contra ellos.
»Mi hermana se lo quedó mirando y dijo: «¡No digas tonterías!»
»Había anochecido cuando los estudiantes dejaron de gritar delante de la puerta. Más tarde, alguien me contó que el grupo pretendió registrar la casa pero no había osado hacerlo al ver a mi hermana en el umbral de la puerta protegiéndonos a los tres. Por lo visto, el líder de los Escoltas Rojos les había dado una terrible reprimenda por ello.
»No volvimos a ver a mi padre hasta mucho después.
El rostro de Hua’er se heló.
Durante la Revolución Cultural, cualquiera que proviniera de una familia rica, cualquiera que tuviera estudios superiores, fuera especialista o experto en algo, tuviera contactos en el extranjero o hubiera trabajado para el gobierno anterior a 1949 era catalogado como contrarrevolucionario. Había tantos delincuentes políticos de este tipo que las prisiones no podían acogerlos. En su lugar, estos intelectuales fueron desterrados a remotas zonas rurales para que trabajasen en el campo. Sus noches estaban ocupadas con la «confesión de sus crímenes» a la Guardia Roja, o si no recibiendo clases de los campesinos que jamás habían visto un coche ni oído hablar de la electricidad. Mis padres soportaron muchos períodos de trabajo y reeducación como aquellos.
Los campesinos enseñaron a los intelectuales las canciones que solían cantar cuando trabajaban el campo y les explicaron cómo sacrificar cerdos. Al haberse criado en un ambiente culto y erudito, los intelectuales se estremecían viendo sangre, y a menudo dejaban boquiabiertos a los campesinos por su falta de habilidades y conocimientos prácticos.
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