Xinran Xue - Nacer mujer en China

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Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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»Mi hermano pequeño Shi se aferraba a alguna cosa y lloraba. Salté de la cama para ver a qué se estaba aferrando. Era mi madre, que colgaba del dintel de la puerta.

Hua’er luchaba por respirar. La mecí entre mis brazos mientras repetía su nombre una y otra vez.

Unos minutos más tarde apareció un trozo de papel en la ventanilla de observación. Había un mensaje escrito en él: «Le rogamos mantenga una distancia apropiada con la prisionera.»

Maldije en silencio y llamé a la puerta para que la vigilante la abriera. Dejé a Hua’er en la sala de entrevistas, me dirigí al despacho del director de la prisión -con la carta del jefe de policía Mei en mano- y exigí que se le permitiera a Hua’er pasar las próximas dos noches en mi habitación. Tras muchas vacilaciones, el director consintió a condición de que me comprometiera por escrito a absolverlo de toda responsabilidad si surgía cualquier imprevisto mientras Hua’er permaneciera conmigo.

De vuelta a la sala de entrevistas descubrí que Hua’er había estado llorando sobre toda la comida que tenía delante. Me la llevé de vuelta a mi habitación, pero apenas dijo nada durante las siguientes veinticuatro horas. Pensé que probablemente estaría abriéndose paso a través de las profundidades de su dolor, y no osaba siquiera imaginarme que tuviera más experiencias trágicas a las que enfrentarse.

Cuando Hua’er recuperó las fuerzas para volver a hablar, me contó que su padre había sido liberado cuatro días después del suicidio de su madre, pero que no reconoció a sus hijos. Años más tarde, alguien les había contado que el padre de Hua’er había perdido la razón al saber que su amada esposa se había quitado la vida. Había permanecido inmóvil en la misma postura durante dos noches seguidas, preguntando una y otra vez: «¿Dónde está Youmei?»

Ni Hua’er ni su hermana se atrevieron jamás a preguntar si su padre había tenido conocimiento del «grupo de estudio» o si saberlo había contribuido a su crisis nerviosa. Tras su liberación, el padre vivió con ellos como si fueran perfectos extraños. A lo largo de más de veinte años, lo único que sus hijos consiguieron enseñarle fue que «papá» era la palabra que utilizaban para designarlo a él. Cualquiera que fuera quien pronunciara la palabra, cualquiera que fuera el lugar, él respondía a ella.

La hermana de Hua’er, Shu, nunca se casó. Aquel día fatídico, los del grupo de estudio la habían traído de vuelta a casa temprano porque estaba embarazada y habían decretado que no podía seguir «estudiando». Por entonces tenía quince años y su madre no osaba llevarla al hospital porque los Escoltas Rojos la condenarían como «capitalista» y «zapatilla usada», obligándola a desfilar por las calles para su escarnio. En su lugar, su madre tenía pensado ir a buscar unas hierbas medicinales que pudieran provocar un aborto. Antes de que le diera tiempo a hacerlo, la violación de Hua’er al día siguiente la empujó al abismo.

Shu no sabía qué hacer ni a quién acudir. Se vendó ingenuamente la barriga y los pechos incipientes, pero fue en vano. No sabía dónde encontrar las hierbas de las que había hablado su madre, pero un día recordó que en una ocasión le había dicho que toda medicina contiene tres cuartas partes de veneno. Se tragó todos los medicamentos que había en la casa de golpe. Sufrió un desvanecimiento y una fuerte hemorragia en el colegio. Aunque en el hospital lograron salvarle la vida, el feto murió y tuvieron que extirparle la matriz. A partir de entonces, Shu tuvo que soportar que la tacharan de «mala mujer» y de «zapatilla usada». A medida que fueron pasando los años y la maternidad empezó a ser una realidad para las mujeres de su generación, Shu fue transformándose en una mujer fría y taciturna, muy distinta a la muchacha alegre que había sido.

El día antes de abandonar la Prisión de Mujeres de Hunan Occidental entrevisté a Hua’er por última vez.

Un par de años después de la experiencia de Hua’er en el grupo de estudio, encontró un libro en el almacén del colegio con el título ¿Quién eres?, un libro que trataba de la biología femenina y de las ideas chinas acerca de la castidad. Sólo entonces, después de haber leído aquel libro, descubrió todas las consecuencias de lo que le había pasado.

Hua’er alcanzó la madurez con un sentido algo inseguro de su identidad y de su amor propio. No había experimentado los sueños de una joven muchacha que recién ha empezado a comprender el amor; no esperaba con ilusión la noche de bodas. Las voces y los manoseos en la negrura de aquella habitación del grupo de estudio la perseguían continuamente. A pesar de ello, con el tiempo se casó con un hombre bueno y amable al que amaba. Cuando se casaron, la virginidad en la noche de bodas era el patrón de oro por el que se juzgaba a las mujeres, y la falta de ella a menudo conducía a la separación. A diferencia de otros hombres chinos, el marido de Hua’er jamás había desconfiado de su virginidad. La había creído cuando ella le contó que su himen se había roto haciendo deporte.

Hasta el año 1990, más o menos, era frecuente que varias generaciones de una misma familia convivieran en una sola estancia, con las zonas de reposo separadas del resto por cortinas finas o literas. Había que practicar el sexo en la oscuridad, en silencio y con cautela; la atmósfera de control y represión inhibía las relaciones entre las parejas de casados, y a menudo provocaba conflictos conyugales.

Hua’er y su marido compartían una estancia con la familia de él, por lo que tenían que hacer el amor con la luz apagada para que sus sombras no se proyectaran en las cortinas que separaban su dormitorio. A ella le aterraba que su marido la tocara en la oscuridad: le parecía que sus manos pertenecían a los monstruos de su infancia y no podía evitar aullar de miedo. Cuando su marido intentaba consolarla y le preguntaba qué le pasaba, Hua’er era incapaz de contarle la verdad. Él la quería mucho, pero le resultaba difícil hacer frente a la angustia de ella cuando hacían el amor, así que optó por reprimir su deseo sexual.

Más tarde, Hua’er descubrió que su marido se había quedado impotente. Se culpó de la situación de su marido y sufrió terriblemente porque lo quería. Hizo lo que pudo para ayudarlo a recuperarse pero fue incapaz de reprimir los temores que se apoderaban de ella en la oscuridad. Al final, Hua’er sintió que debía dejarlo libre para que tuviera oportunidad de mantener una relación sexual normal con otra mujer, y pidió el divorcio. Cuando su marido se negó y le preguntó las razones de su decisión, Hua’er no le dio más que excusas. Ella le dijo que no era romántico, a pesar de que siempre se acordaba de cumpleaños y aniversarios y cada semana la obsequiaba con un ramo de flores. Todo el mundo a su alrededor veía que él la animaba, pero ella le dijo que era mezquino y de miras estrechas, y que era incapaz de hacerla feliz. También le dijo que no ganaba suficiente dinero, aunque todas sus amigas la envidiaban por las joyas que él le regalaba.

Incapaz de encontrar una buena razón para querer el divorcio, Hua’er recurrió finalmente a decirle que él no podía satisfacerla físicamente, a sabiendas de que él era el único hombre que podía hacerlo. Confrontado a esto, al marido de Hua’er no le restaba nada que decir. Con el corazón partido, el hombre partió hacia la remota Zhuhai, que por aquel entonces todavía era una zona subdesarrollada.

La voz de Hua’er todavía resonaba en mis oídos mientras contemplaba el paisaje cambiante desde el jeep que me devolvía a casa tras unos días en la Prisión de Mujeres de Hunan Occidental.

– Mi amado esposo se fue -dijo-, y yo me sentí como si me hubieran arrancado el corazón… Solía pensar: a los once era capaz de satisfacer a los hombres, a los veinte era capaz de volverlos locos, a los treinta era capaz de hacerles perder el alma, ¿y a los cuarenta…? A veces quería utilizar mi cuerpo para que aquellos hombres que todavía eran capaces de decir «lo siento» tuvieran la oportunidad de comprender lo que puede llegar a ser una relación sexual con una mujer; otras quería buscar a los Escoltas Rojos que me habían torturado y contemplar cómo sus hogares se hacían mil pedazos y sus familias se trastornaban. Quería vengarme de todos los hombres y hacerlos sufrir.

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