Ahora que ha sido puesto en tela de juicio el daño que la Revolución Cultural infringió a la sociedad china, también habría que considerar el perjuicio causado a los instintos sexuales naturales. Los chinos dicen: «Hay un libro en cada familia que es preferible no leer en voz alta.» Hay muchas familias chinas que no se han enfrentado a lo que les ocurrió durante la Revolución Cultural. Las páginas de ese libro se han pegado con las lágrimas vertidas y ya no se pueden abrir. Las generaciones futuras o los extraños no verán más que un título borroso. Cuando la gente es testigo de la alegría de familiares y amigos al reencontrarse después de muchos años de separación, pocos son lo que se atreven a preguntarse cómo estas víctimas fueron capaces de hacer frente a sus deseos y al dolor de aquellos años.
A menudo fueron los niños, y sobre todo las niñas, quienes soportaron las consecuencias del deseo sexual frustrado. Criarse durante la Revolución Cultural siendo niña significaba estar rodeada de ignorancia, locura y perversión. Las familias y las escuelas eran incapaces de procurarles incluso las más mínimas nociones de educación social y, además, lo tenían prohibido. Muchos profesores y madres eran igualmente ignorantes en estos temas. Cuando sus cuerpos maduraban, las muchachas eran víctimas de agresiones indecentes y violaciones; muchachas como Hongxue, cuya única experiencia sensorial provenía de una mosca; Hua’er, que fue violada por la «revolución»; la mujer del contestador automático que fue descasada por el Partido; o Shilin, que nunca sabría que ya era una mujer adulta. Los perpetradores de estos crímenes fueron sus profesores, amigos, incluso padres y hermanos, que perdieron el control sobre sus instintos animales y se comportaron de la manera más vil y egoísta de la que es capaz un hombre. Las esperanzas de las muchachas se truncaron y su capacidad de experimentar placer sexual fue destruida para siempre. Si pudiéramos escuchar sus pesadillas, podríamos pasarnos diez o veinte años escuchando el mismo tipo de historias.
Es demasiado tarde para devolver la juventud y la felicidad a Hua’er y a tantas otras mujeres que padecieron la Revolución Cultural.
Recuerdo que un día, en la oficina, Mengxing leyó en voz alta la petición musical de una oyente y dijo:
– Simplemente no lo entiendo. ¿Por qué gustan tanto esas canciones apolilladas a las ancianas de este país? ¿Por qué no miran a su alrededor y se dan cuenta de cómo es el mundo actual? Se mueven con demasiada lentitud para nuestros tiempos.
El gran Li golpeó distinguidamente su mesa con un bolígrafo y la reprendió diciendo:
– ¿Demasiado lentas? ¡No debes olvidar que estas mujeres nunca tuvieron tiempo para disfrutar de su juventud!
En otoño de 1995 presenté una solicitud de renuncia al cargo de directora de Desarrollo de Programas y Planificación, argumentando que tenía que vérmelas con demasiados trabajos simultáneamente y que la carga laboral producida por mi programa de radio -informar, editar, contestar la correspondencia- iba en constante aumento. De hecho, lo que realmente deseaba era tener más tiempo para mí. Estaba harta de tener que examinar montañas de documentos llenos de prohibiciones y atender a reuniones interminables. Necesitaba dedicarle más tiempo a conocer de cerca a las mujeres chinas.
Mi decisión no hizo demasiada gracia a mis superiores, pero a estas alturas me conocían lo suficiente para saber que si me obligaban a seguir en el puesto era muy capaz de dimitir definitivamente. Mientras me quedara en la emisora, podrían seguir aprovechando mi presencia pública y mis numerosos contactos sociales.
En cuanto salió a la luz mi decisión, mi futuro se convirtió en motivo de interminables conjeturas y debates. Nadie podía entender la razón por la que había abandonado la seguridad de éxito continuado que ofrecía una carrera oficial. Hubo gente que dijo que iba a sumarme a la ola de nuevos empresarios, otros aventuraron que iba a aceptar una plaza de profesora universitaria muy bien pagada, aunque también los hubo que pensaron que me iría a América. Dicho con otras palabras: «Haga lo que haga Xinran, será algo distinguido.» Aunque pueda parecer que ser considerada una innovadora y una mujer moderna sea bueno, yo sabía lo mucho que podía sufrir la gente en manos de la «moda».
La moda en China siempre ha sido política. En la década de los cincuenta, la gente convirtió en moda a seguir el estilo de vida del comunismo soviético. Vociferaban consignas políticas, como por ejemplo:
– ¡Pongámonos a la altura de América y adelantemos a Inglaterra en veinte años!
Y seguían rigurosamente todas las disposiciones del presidente Mao al pie de la letra. Durante la Revolución Cultural estuvo de moda trasladarse al campo para ser «reeducados». La humanidad y la sabiduría fueron desterradas a parajes en los que no se sabía que había lugares en el mundo donde las mujeres podían decir «no» y los hombres podían leer los periódicos.
En la década de los ochenta, tras la política de reforma y apertura, la gente empezó a poner de moda entrar en el mundo de los negocios. En poco tiempo, se empezó a poner «director de empresa» en todas las tarjetas de visita. Había un dicho que rezaba: «De mil millones de personas, había noventa millones de empresarios y diez millones esperando montar un negocio.»
Los chinos nunca han seguido una moda por libre elección; siempre han sido llevados a ella por razones políticas. En mis entrevistas a mujeres chinas en particular, descubrí que muchas de las supuestas mujeres «a la moda» o «innovadoras» habían sido obligadas a ser así y luego perseguidas por la moda que encarnaban. Los hombres chinos dicen que las mujeres fuertes están de moda en estos días, pero las mujeres creen que «detrás de toda mujer exitosa hay un hombre que le causa dolor».
En una ocasión entrevisté a una célebre mujer de negocios que estaba constantemente en el candelero. Siempre había sido considerada una innovadora y yo había leído mucho acerca de ella en los periódicos. Me interesaba saber cómo se sentía estando siempre en boca de todos y cómo había llegado a ser tan conocida.
Zhou Ting había encargado un lujoso reservado en un restaurante de cuatro estrellas para nuestra entrevista. Me dijo que era para asegurarse de que gozáramos de privacidad. Cuando llegó, me dio toda la impresión de ser una mujer que disfrutaba estando de moda. Llevaba ropa cara y elegante de cachemira y seda, y un montón de joyas que brillaban y tintineaban cuando se movía. Me habían contado que daba cenas extravagantes en grandes hoteles y que cambiaba de coche tan a menudo como cambiaba de ropa. Era directora general en funciones de alimentos orgánicos para varias grandes compañías de la zona. Sin embargo, después de haberla entrevistado, descubrí que había una mujer muy distinta tras su aspecto elegante.
Al principio de nuestra entrevista, Zhou Ting me contó varias veces que llevaba mucho tiempo sin hablar de sus verdaderos sentimientos. Yo le dije que siempre entrevistaba a las mujeres acerca de sus verdaderas historias porque la verdad es el alma de la mujer. Me echó una mirada penetrante y replicó que la verdad nunca resulta «elegante».
Durante la Revolución Cultural, la madre de Zhou Ting, una profesora, fue obligada por la Guardia Roja a asistir a clases de estudio político. A su padre le permitieron quedarse en casa: tenía un tumor en la glándula adrenal y estaba tan enfermo que apenas era capaz de levantar unos palillos. Uno de los Escoltas Rojos dijo más tarde que no consideraron que valiera la pena molestarse por él. Al final, su madre estuvo en prisión varios años.
Desde el primer año en la escuela primaria, Zhou Ting fue perseguida por su procedencia. A veces, sus compañeros de clase le daban palizas hasta dejarla amoratada, otras le hacían cortes atroces en los brazos dejándole heridas ensangrentadas. Sin embargo, la miseria de estos ataques empalidecía comparada con el terror de ser interrogada acerca de su madre por los trabajadores, los equipos de propaganda y los grupos políticos apostados en la escuela, que la pellizcaban o la golpeaban en la cabeza si se quedaba en silencio. Tenía tanto miedo de ser interrogada que se ponía a temblar si caía una sombra en la ventana del aula.
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