Xinran Xue - Nacer mujer en China

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Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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»Mi reputación de mujer nunca había significado gran cosa para mí. Había convivido con varios hombres y había permitido que se lo pasaran bien. Por esta razón he estado en dos campos de reeducación y me han condenado a prisión dos veces. El guía político del campo decía de mí que era una delincuente incorregible, pero eso no me preocupó. Cuando la gente me reprocha que no tengo vergüenza, no me enfado. Lo único que preocupa a los chinos es la fachada, sus «caras», pero no entienden cómo sus caras están unidas al resto de su cuerpo.

»Mi hermana Shu es quien mejor me comprende. Ella sabe que iré hasta donde tenga que ir para corregir mis recuerdos del terror sexual; sabe que deseo tener una relación sexual madura que cure mis órganos sexuales heridos. A veces soy precisamente como dice Shu que soy, otras no.

»Mi padre no sabe quién soy, y yo tampoco.

El día después de mi vuelta a la emisora de radio hice dos llamadas de teléfono. La primera fue a una ginecóloga. Le hablé del comportamiento sexual de Hua’er y le pregunté si existía algún tratamiento para los traumas psíquicos y físicos que había sufrido. La doctora parecía no haberse planteado nunca la cuestión. Por aquel entonces, en China no se contemplaban las enfermedades psíquicas, tan sólo las físicas.

Luego llamé al jefe de policía Mei. Le conté que Hau’er era japonesa y le pregunté si no podría ser transferida a una prisión para extranjeros, donde las condiciones eran mejores.

Él reflexionó un rato y luego contestó:

– Mira, Xinran, en lo que respecta a la condición de japonesa de Hua’er, el silencio es oro. En este momento, sus crímenes se reducen a delincuencia sexual y cohabitación ilegal. No debe de quedarle mucho tiempo en prisión. Si se llega a saber que es extranjera, es posible que la acusen de que sus actos estén políticamente motivados y podría llegar a ser mucho peor para ella.

Cualquiera que haya vivido la experiencia de la Revolución Cultural recordará que las mujeres que habían cometido el «crimen» de tener ropa o costumbres extranjeras eran humilladas públicamente. Les esquilaban el pelo de cualquier manera para diversión de los Escoltas Rojos; les emborronaban la cara con pintalabios; ataban zapatos de tacón alto a una cuerda y la pasaban alrededor de su cuerpo; colgaban de su ropa pedazos de todo tipo de «artículos extranjeros», desde los ángulos más impensables. Obligaban a las mujeres a contar una y otra vez cómo habían adquirido los productos extranjeros. Yo tenía siete años cuando vi por primera vez lo que tenían que soportar aquellas mujeres, obligadas a desfilar por las calles para que la gente las abucheara. Recuerdo que pensé que si había otra vida después de la muerte, yo no quería renacer como mujer.

Muchas de aquellas mujeres habían vuelto a la patria junto con sus maridos, para dedicar sus vidas a la revolución y a la construcción de una nueva China. De vuelta en el país tuvieron que hacerse cargo de las tareas domésticas con la ayuda de los utensilios y electrodomésticos más elementales, pero esto no fue nada comparado con tener que reprimir las cómodas costumbres y posturas que habían adquirido en el extranjero. Cada palabra y cada acción era juzgada en un contexto político; tuvieron que compartir la persecución que sus maridos sufrieron al ser acusados de ser «agentes secretos» y debieron soportar una «revolución» tras otra por poseer artículos femeninos adquiridos en el extranjero.

Entrevisté a muchas mujeres que tuvieron este tipo de experiencias. En 1989, una campesina de las montañas me contó que hubo un tiempo en que había asistido a una academia de música. Su rostro estaba surcado por arrugas y sus manos eran ásperas y callosas, así que no detecté ninguna habilidad musical en ella. Fue cuando habló con aquella especial resonancia, tan propia de los que han recibido clases de canto, que empecé a pensar que tal vez decía la verdad.

Me mostró fotografías que probaban que mis dudas estaban totalmente infundadas. Ella y su familia habían pasado algún tiempo en América; cuando volvieron a China, ella tenía apenas diez años. Tuvo ocasión de desarrollar sus dotes musicales en un conservatorio de Beijing hasta que se instauró la Revolución Cultural. El vínculo que sus padres tenían con América les costó la vida y arruinó la vida de su hija.

A los diecinueve años fue enviada a una zona montañosa muy pobre y los delegados de la aldea la entregaron en matrimonio a un campesino. Había vivido allí desde entonces, en una zona con tanta indigencia que los aldeanos no podían permitirse comprar aceite para cocinar.

Antes de que la dejara me preguntó:

– ¿Siguen en Vietnam los soldados americanos?

Mi padre conocía a una mujer que volvió a China tras muchos años de estancia en la India, cuando ya tenía más de cincuenta años. Era profesora y era muy buena con sus alumnos: a menudo había utilizado dinero de sus ahorros para ayudar a estudiantes con problemas económicos. Al principio de la Revolución Cultural nadie creyó que fuera a verse afectada y, sin embargo, fue perseguida y «rehabilitada» durante dos años por la ropa que vestía.

Esta profesora había sostenido que las mujeres debían vestir colores alegres y vivos y que el traje Mao era demasiado masculino, por lo que solía llevar un sari por debajo de la chaqueta reglamentaria. La Guardia Roja consideró que su actitud era desleal hacia la patria y la condenaron por «rendir culto y mostrar una fe ciega en cosas extranjeras». Entre los Escoltas Rojos que la persiguieron también hubo estudiantes a los que ella había ayudado económicamente. Se disculparon por su comportamiento, pero le dijeron que «si no luchamos contra ti nos meteríamos en líos y nuestras familias con nosotros».

La profesora nunca volvió a ponerse sus queridos saris, pero en su lecho de muerte había mascullado «Los saris son tan bonitos» una y otra vez.

Hubo otra profesora que me habló de su experiencia durante la Revolución Cultural. Una familiar lejana de Indonesia le había enviado un pintalabios y un par de zapatos de tacón alto de una marca inglesa a través de un miembro de una delegación gubernamental. Puesto que comprendía que los regalos del extranjero podrían dar lugar a sospechas de espionaje, se había apresurado a desprenderse de ellos sin siquiera desenvolverlos. No se había percatado de la presencia de una niña de once o doce años que jugaba cerca del cubo de basura y que fue quien finalmente denunció el «crimen» a las autoridades. Durante varios meses, la profesora fue conducida a través de la ciudad en la parte de atrás de un camión para que la multitud pudiera perseguirla.

Entre 1966 y 1976, poco había en China que distinguiera la ropa de mujer de la de hombre. Se veían muy pocos artículos específicamente femeninos. El maquillaje, la ropa bonita y las joyas sólo existían en las obras literarias prohibidas. Sin embargo, por revolucionario que fuera entonces el pueblo chino, no todos fueron capaces de resistirse a su naturaleza. Una persona podía ser «revolucionaria» en todos los aspectos, pero si alguien sucumbía a los deseos sexuales «capitalistas», era vilipendiado en público o llevado al banquillo de los acusados. Algunos se quitaron la vida en la desesperación. Otros se erigieron en modelo de moralidad y de virtud, pero se aprovecharon de los hombres y de las mujeres que eran reformados, haciendo de su sumisión sexual «una prueba de lealtad». La mayoría de la gente que vivió aquellos tiempos tuvo que soportar un ambiente sexual estéril, sobre todo las mujeres. Estando en la flor de sus vidas, hubo padres de familia que fueron encarcelados o enviados a escuelas de reeducación durante períodos de hasta veinte años, mientras sus esposas se veían obligadas a soportar una viudez en vida.

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