Xinran Xue - Nacer mujer en China

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Nacer mujer en China: краткое содержание, описание и аннотация

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Las voces silenciadas. Xinran Xue era presentadora de un influyente programa radiofónico chino cuando en 1989 recibió una carta angustiosa: una niña había sido secuestrada y forzada a casarse con un anciano que desde entonces la mantenía encadenada. Los hierros estaban lacerándole la cintura y se temía por su vida. Xinran obtuvo la liberación de la víctima, pero se percató de que un silencio histórico imperaba sobre la situación de las mujeres en su nación. Decidió difundir las historias de oyentes que cada noche llamaban a su programa. Esta iniciativa inédita tuvo por respuesta miles de cartas con increíbles relatos personales y convirtió a Xinran en una celebridad. Entre los numerosos testimonios que escuchó y dio a conocer, seleccionó quince para que integraran este libro. Nacer mujer en China es un relato colectivo revelador acerca de los deseos, los sufrimientos y los sueños de muchas mujeres que hasta ahora no habían encontrado expresión pública.

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Todavía hoy me resulta difícil comprender que la situación política de mi familia hubiera podido impedir al doctor acudir en mi ayuda.

En calidad de «hija de una familia capitalista», pronto mi madre fue detenida para ser investigada y se le prohibió volver a casa. Mi hermano y yo fuimos trasladados a un orfanato para niños cuyos padres estaban en prisión.

En el colegio me prohibieron tomar parte en las actividades lúdicas porque había que evitar que «contaminara» el espíritu revolucionario. A pesar de que era miope, no me permitieron sentarme en la primera fila de la clase porque los mejores puestos estaban reservados a los hijos de campesinos, obreros y soldados; se les suponían «raíces rectas y brotes rojos». Del mismo modo, me prohibieron colocarme en la primera fila durante las clases de educación física, a pesar de que era la más baja de la clase, porque los puestos cercanos al profesor estaban reservados a «la próxima generación de la revolución».

Junto con otros doce niños «contaminados», de edades comprendidas entre los dos y los catorce años, mi hermano y yo teníamos que asistir a clases de estudio político después de la escuela y no podíamos participar en actividades extraescolares con niños de nuestra edad. No nos permitían ver películas, ni siquiera las más revolucionarias, porque debíamos «conocer a fondo» la naturaleza reaccionaria de nuestras familias. En la cantina nos daban de comer después de que hubieran comido todos los demás porque antaño mi abuelo paterno «había ayudado a los imperialistas británicos y americanos, quitando la comida a bocas chinas y la ropa a espaldas chinas».

Nuestros días estaban organizados por dos Escoltas Rojos que nos ladraban las órdenes:

– ¡Fuera de la cama!

– ¡A clase!

– ¡A la cantina!

– ¡A estudiar las citas del Gran Timonel, nuestro presidente Mao!

– ¡A la cama!

Sin una familia que pudiera protegernos, seguimos la misma rutina día tras día, y fuimos privados de las sonrisas, los juegos y las risas propias de la infancia. Hacíamos los deberes solos y los niños mayores ayudaban a los pequeños a lavar la ropa y lavarse la cara y los pies cada día; tan sólo nos permitían ducharnos una vez por semana. Por la noche, todos -niños y niñas indistintamente- dormíamos apiñados sobre un lecho de paja.

Nuestro único consuelo eran las visitas a la cantina. Allí nadie charlaba ni reía, pero a veces había algún alma caritativa que se compadecía de nosotros y nos daba paquetes de comida subrepticiamente.

Un día llevé a mi hermano, que todavía no había cumplido tres años, al final de la cola de la cantina, que era inusitadamente larga. Debió de ser un día de celebración nacional, pues por primera vez desde nuestra llegada vendían pollo asado y su delicioso aroma flotaba en el aire. Se nos hizo la boca agua. Llevábamos mucho tiempo comiendo restos, pero sabíamos que no habría pollo para nosotros.

De pronto mi hermano rompió a llorar y empezó a gritar que quería pollo asado. Temiendo que el ruido pudiera molestar a los Escoltas Rojos y que nos echaran de allí, hice todo lo que pude por convencer a mi hermano de que parara de llorar. Sin embargo, él siguió llorando, cada vez con más rabia. Estaba tan horrorizada que a punto estuve de romper en lágrimas también.

En aquel preciso instante pasó una mujer de aspecto maternal. Arrancó una parte de su pollo asado, se lo ofreció a mi hermano y se alejó sin decir palabra. Mi hermano dejó de llorar y estaba a punto de empezar a comer cuando un Escolta Rojo se acercó a toda prisa, le quitó la pata de pollo de la boca, la arrojó al suelo y la pisoteó hasta que quedó hecha papilla.

– Vosotros, cachorros de lacayos imperialistas, os creéis con derecho para comer pollo, ¿eh? -gritó el Escolta Rojo.

Mi hermano estaba demasiado asustado para moverse; aquel día no comió nada, y tampoco lloró ni armó ningún escándalo por ningún pollo asado o cualquier otro lujo durante mucho tiempo después de aquel incidente. Muchos años después pregunté a mi hermano si todavía recordaba aquello. Estoy contenta de poder decir que no lo recordaba, pero yo no podré olvidarlo jamás.

Mi hermano y yo vivimos en el orfanato durante casi cinco años. Tuvimos suerte, en comparación con otros niños que vivieron allí durante casi diez.

Los niños del hospicio confiaban los unos en los otros y se ayudaban mutuamente. Allí todos éramos iguales. Sin embargo, no había sitio para nosotros en el mundo exterior. Fuéramos adonde fuéramos, la gente retrocedía en cuanto nos veía, como si tuviéramos la peste. Los adultos maduros nos expresaban su simpatía en silencio, pero los niños nos humillaban e insultaban. Nuestra ropa se llenaba de escupitajos, pero no sabíamos cómo defendernos y aún menos cómo devolver los golpes. En cambio, el odio y el desprecio que sentían hacia nosotros quedó grabado con fuego en nuestros corazones.

La primera persona que me escupió fue mi mejor amiga. Me dijo:

– Mi madre dice que tu abuelo ayudó a esos horribles ingleses a comer carne y a beber sangre chinas. Fue el peor, pero el peor de entre toda la mala gente. Tú eres su nieta y por tanto tampoco puedes ser una buena persona.

Me escupió, se alejó de mí y ya no volvió a hablarme nunca más.

Un día estaba acurrucada en el fondo de la clase, llorando después de haber recibido una paliza de los niños «rojos». Creía que estaba sola y me sobresalté cuando uno de mis maestros se acercó a mí por detrás y me dio una suave palmadita en el hombro. Resultaba difícil interpretar la expresión de su rostro a través de las lágrimas y a la débil luz de las lámparas, pero sí pude distinguir que hacía gestos para que lo siguiera. Confiaba en él porque sabía que ayudaba a gente pobre fuera del colegio.

Me llevó a un cobertizo al lado del patio de recreo donde el colegio guardaba los trastos. Abrió el candado rápidamente y me hizo pasar. La ventana estaba cubierta con papel de periódico, por lo que el interior estaba a oscuras. El cobertizo estaba atestado de montones de trastos viejos y cuerdas, y olía a moho y a podrido. El asco me obligó a detenerme, pero mi maestro se abrió camino serpenteando entre los trastos con la facilidad que da la práctica. Yo lo seguí como pude.

Me quedé pasmada al encontrar una biblioteca pulcra y ordenada en el interior de la estancia. Había varios cientos de libros distribuidos sobre tablas de madera rotas. De pronto comprendí por primera vez el sentido del verso de un poema: «En la sombra más oscura de los arces topé de pronto con las alegres flores de una aldea.»

El maestro me contó que aquella biblioteca era un secreto que estaba preparando para ofrecérselo a las generaciones venideras. Por revolucionario que fuera el pueblo, dijo, no podría sobrevivir sin libros. Sin libros no seríamos capaces de entender el mundo; sin libros no podríamos desarrollarnos; sin libros la naturaleza no podría servir a la humanidad. Cuanto más hablaba, más se excitaba, pero a mí sus palabras me aterrorizaron. Sabía que eran precisamente aquellos libros los que la Revolución Cultural luchaba por destruir. El maestro me dio una llave del cobertizo y me dijo que podía refugiarme allí para leer cuando quisiera.

El cobertizo se hallaba justo detrás del único servicio de la escuela, por lo que me resultaba fácil acceder a él sin levantar sospechas cuando los demás niños asistían a las actividades que yo tenía vedadas.

Durante mis primeras visitas al cobertizo, el olor y la oscuridad me resultaron sofocantes, por lo que hice un agujerito del tamaño de un guisante en los periódicos que tapaban la ventana. Me asomaba para observar a los niños mientras jugaban, y soñaba con que algún día me permitirían unirme a ellos.

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