– No es momento de sacar los trapos sucios, sino de buscar soluciones.
Lleno de confusión, llegué a valorar la posibilidad de que pudiera ser él, por rocambolesco que pareciera, porque recordaba haber oído decir a mi padre justamente esa frase. La última vez que la había dicho salió de casa para no regresar. Sin embargo, finalmente lo atribuí a una
casualidad desafortunada, pues lo cierto era que no identificaba su modo de hablar, aunque treinta y cinco años fuera de Estados Unidos -de ser ese el caso- le podrían haber cambiado el tono e incluso el acento.
Pese a mi escepticismo en este sentido -más bien pensaba que era un ardid para confundirme-, decidí fingir que aceptaba esa realidad para tratar de salir del hoyo. Dije:
– Sácame de aquí, padre.
– Saldrás tú sólito, igual que has entrado. Cuenta lentamente hasta cien y encontrarás la escala de cuerda nuevamente en su sitio.
– ¿Y el guía?
– Al infierno con él.
Tras decir esto, tosió ásperamente. Luego concluyó:
– Acepta este consejo: ya que no quieres ponerte del lado de tu padre, no actúes en su contra, o lo lamentarás. Vuelve a casa con Ingrid y olvídate para siempre de todo lo que has visto y oído.
– Es la segunda vez que me dan hoy este consejo. Debe de ser bueno.
– Te aseguro que lo es.
Acto seguido se hizo nuevamente el silencio, que rompí con una última intervención:
– Podrías haberme dicho esto mismo sin necesidad de hacerte pasar por mi padre. Si estuviera vivo y se hubiera trasladado a Cataluña, cosa que dudo, tendría ahora unos setenta años. No es una edad muy indicada para bajar a los abismos a repartir leña.
La voz no contestó. Supuse que se había ido ya y que empezaban a contar los cien segundos.
Sin perder más tiempo, me incliné sobre el espeleólogo para tratar de reanimarlo. Tal como había dicho la voz, no estaba muerto. Le mojé la cara con un pañuelo empapado con la humedad de las rocas y empezó a balbucear algo incomprensible. Tras ayudarlo a ponerse en pie, buscamos durante un buen rato el túnel de salida.
Cuando ya pensaba que la voz me había engañado para tener tiempo de salir y dejarnos morir allí dentro, de repente toqué la cuerda.
Salí de la cueva con la impresión de que allí dentro había transcurrido una vida entera. Hunter saltó encima de mí para celebrar mi retorno, mientras Aina miraba atónita al barbudo, que presentaba una buena herida en la cabeza.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó asustada-. ¿Os habéis caído?
– Digamos que hemos sufrido un percance -expliqué mientras el guía me miraba de reojo con estupefacción, sin atreverse a decir nada.
Tal vez incluso pensaba que yo había sido el autor del golpe.
– Estaba muy preocupada. Si no hubieran venido esos dos hombres a avisaros, me habría metido yo misma dentro de la cueva.
– ¿Avisarnos? -pregunté atónito-. ¿De qué dos hombres hablas?
– Diez minutos después de que hubierais entrado, han llegado en coche un señor mayor acompañado de un chico muy joven. Al parecer, venían a supervisar la seguridad de las cuevas y yo les he dicho que estabais dentro. El viejo os quería advertir de que hay una parte de la cueva que no se puede visitar, porque se producen desprendimientos.
– Un momento -repuse pasmado-. ¿Cómo era el más viejo?
– Muy simpático. De esos hombres que enseguida conectan con la gente.
– Quiero decir, físicamente -puntualicé repentinamente tenso.
– No te sabría decir la edad que tenía -explicó Aína sorprendida por tanto interés-. Era un viejo de complexión fuerte. Ahora que lo pienso, se parecía a ti, pero era más corpulento y con menos pelo. ¿A qué vienen tantas preguntas? Si hubiera sabido que te interesaba tanto, le hubiera dicho que te esperara. Acaban de irse.
– Malditos sean -se me escapó.
Tras mirarme con perplejidad, Aina se acercó a examinar la herida del barbudo, que insistía en tomar el coche a pesar de todo.
– En lugar de preguntar tanto podrías explicarme qué os ha pasado -dijo-. ¿Qué hay ahí dentro? -Está lleno de fantasmas.
El guía logró conducir su coche y nos dejó en la estación del cremallera antes de salir zumbando como alma que se lleva el diablo.
Ya en el tren de montaña, aún no habíamos llegado al monasterio cuando mi teléfono móvil sonó. Era Cloe, la tercera parte en discordia, por lo que casi me alegré de poder informarla y desligarme así de cualquier futura responsabilidad:
– Fin de la misión -dije sin importarme que Aina me estuviera escuchando-. He localizado el escondite de Himmler en las cuevas de salitre de Collbató. La logia aprovechó una cámara subterránea que ya existía y creó un acceso secreto y un cofre metálico para contener el grial. Desgraciadamente, he llegado demasiado tarde. Está tan vacío como mi cabeza ahora mismo. Se lo han llevado.
– ¿Y qué vamos a hacer ahora? -preguntó Cloe con ansiedad.
– Aceptar que está en sus manos y que ya no podemos acceder a ese secreto. Ahora mismo el grial podría hallarse en cualquier parte. Tendrás que buscar otros medios para frenar sus planes. Tal vez puedas hablar con la Resistencia para organizar una acción conjunta.
Cloe ocultó su sorpresa por el hecho de que hubiera utilizado aquella palabra para la «línea blanda», en palabras de ella, de la oposición al Cuarto Reino.
– Es urgente que nos reunamos -dijo-. Ahora tengo que atender varios asuntos, pero propongo que nos veamos mañana en Barcelona para hablar con calma. Podemos encontrarnos en mi hotel, si quieres. Anota el nombre…
– No voy a tener ocasión -la interrumpí-, porque debo volver a California de inmediato. Para mí todo esto ha terminado. La Fundación no tiene derecho a exigir más de mí. Además, no tengo ni el tiempo ni las energías para reiniciar la investigación de cero. Es mi última palabra.
– Buen viaje, entonces -dijo Cloe con tono de decepción-. Quizá nos veamos en un futuro.
– Será un placer, pero espero que en circunstancias más favorables que éstas. Cuídate.
Tras colgar, me di cuenta de lo ridículo que había sido decir eso a una mujer que va en una Ducati Monster y lleva pistola con silenciador.
– ¡Uau! -exclamó Aina, que no se había perdido detalle de la conversación-. Tu vida es más interesante aún de lo que me imaginaba.
Pasamos el resto de la tarde encerrados en la celda a cal y canto. Hunter montaba guardia en la puerta, medio dormido después de zamparse una lata de medio kilo de carne para perro.
Nosotros habíamos cenado un poco de pasta con salsa de bote, porque no quería arriesgarme a tropezar con Hermann y la Dama Bicolor en el restaurante del hotel.
Nadie llamó a la puerta ni sonó el teléfono fijo o el móvil. Cerrada fallidamente la búsqueda, lo más probable era que no padeciera nuevos percances si a la mañana siguiente tomaba el primer vuelo a Los Ángeles.
Aina parecía decepcionada por el hecho de que no me quedara un par de días con ella, más aún cuando se había tomado vacaciones y luego venía el fin de semana. Había intentado convencerme durante la cena, y mientras me duchaba antes de acostarnos permaneció al otro lado de la cortina de agua, en ropa interior, haciendo preguntas que yo no podía contestar.
– ¿Quién es esa Cloe?
– Ya te lo he dicho. La persona que me contrató para buscar el grial.
– Por teléfono has hablado algo de una fundación, pero nunca he oído de ninguna que se dedique a ese tipo de búsquedas.
– Ni yo tampoco, pero es mejor que borres todo esto de tu cabeza. Olvida incluso que has estado aquí. Sólo te traería problemas, te lo garantizo.
Читать дальше