– Algo tendrá esa piedra que muchos monjes bajan del monasterio sólo para verla y tocarla -explicó el taxista-. Uno de ellos me contó que ese agujero tiene propiedades fabulosas: quien lo atraviesa, cambia de sexo.
– Curiosas propiedades -comenté-. ¿Y le dijo el monje si alguno de su comunidad había pasado al otro lado?
– Más de uno -rió el taxista-. ¡Muchos!
– ¿Ah, sí? -preguntó Aina- ¿Y dónde están?
El taxista parecía muy contento de que le hicieran esa pregunta, porque así podía concluir la historia según el guión previsto. Señaló el camino de bajada desde el monasterio, luego la roca agujereada y, tras virar 180 grados con su cuerpo, apuntó a un convento a pie de carretera.
– Son las actuales monjas benitas.
Dicho esto, siguió riendo con un palillo en la boca y nos indicó que volviéramos al taxi. Camino de las cuevas de salitre, nuestro chófer aún tenía alguna curiosidad que contar sobre aquella zona:
– De toda la montaña de Montserrat, ésta es la parte más poderosa. Piensen que desde hace años hay avistamientos de ovnis una vez al mes. No muy lejos de esa roca que le he señalado.
– ¿Una vez al mes? -pregunté divertido por aquella conversación ligera-. Nunca hubiera imaginado que los alienígenas tuvieran días concretos de paso.
– Pues aquí sí, y viene mucha gente a verlos. El dueño del hotel Els Brucs convoca un encuentro la noche del día 11 de cada mes. ¡Se toman las manos y todo para convocarlos!
Llegamos a la entrada de las cuevas, donde un hombre muy delgado con barba -tenía pinta de espeleólogo- ya nos estaba esperando. Di una buena propina al taxista por sus explicaciones: no dejaba de asombrarme cuántas historias podían generar unas montañas de diez kilómetros de largo por cinco de ancho.
El guía voluntario de las cuevas tenía cara de sueño. Como iba a entrar yo solo, supuse que la visita terminaría en los 500 metros de recorrido que tenían acondicionados para los turistas.
Tras charlar por espacio de un minuto con Aina, que le explicó algo en catalán, el guía asintió y me indicó que le siguiera.
Pese a que no era de dimensiones espectaculares, el trabajo que había hecho el agua en aquellas cuevas bastaba para sacar los colores a cualquier escultor que se las diera de artista. Al parecer, el mismo Gaudí había copiado formas de aquellas cuevas para algunas de sus obras.
La poca iluminación y la humedad extrema hacían que no invitase a quedarse allí mucho tiempo. Sin embargo, una vez en el interior, el guía no parecía tener ninguna prisa y me explicó que aquél había sido el habitat de culturas neolíticas. Tras mostrarme las galerías principales, iluminó con su potente linterna un angosto túnel que parecía bajar hasta el centro de la Tierra.
– ¿Es cierto que de estas cuevas sale un pasadizo que lleva hasta el monasterio? -le pregunté.
– Por lo visto, sí, aunque yo nunca he logrado dar con él. No sería extraño, dado que estas montañas se asientan sobre un terreno que parece un queso gruyere. El agua ha excavado tantos túneles y cavernas que cualquier día Montserrat cederá bajo su propio peso y se la tragará la tierra.
– También he oído que hay un lago subterráneo que nadie ha visto -añadí.
– Cierto. Ese lago ha sido detectado, pero hasta ahora no hemos encontrado un túnel que nos lleve hasta él. Tiemblo sólo de imaginar las sorpresas geológicas que puede depararnos.
Eso parecía ser todo: unas pocas galerías y especulaciones sobre lugares de los que todo el mundo hablaba sin haberlos visto. Meras promesas. Debe de ser una constante humana anclar nuestros sueños en lo que no vemos en lugar de sacar partido a lo que es visible.
Al notar que estaba decepcionado con la visita, el barbudo dijo:
– Le confesaré algo: no he encontrado nada de lo que usted me ha dicho, pero tengo mi pequeño secreto aquí abajo. No suelo mostrarlo a los visitantes, ni siquiera a mis compañeros. Pero como estamos solos, confío en que esto quedará entre nosotros.
– Tiene mi palabra -dije lleno de excitación.
A continuación, el guía me pidió que le siguiera por un sector de la galería que estaba sin iluminar. Era un rincón de techo bajo casi desprovisto de estalactitas y estalagmitas. Probablemente por este motivo no recibía la atención de los focos y, por los rollos de cable esparcidos por el suelo, parecía estar destinado a almacenar repuestos de material eléctrico.
Al fondo había una gruesa puerta de hierro cubierta de óxido naranja.
El guía sacó una llave del bolsillo trasero de su pantalón y la hizo girar en la cerradura. A continuación, abrió de un tirón la puerta, que emitió un chirrido quejumbroso como una bestia largamente encerrada. Al otro lado esperaba encontrar uno de los míticos pasadizos secretos pero, para mi desilusión, la linterna iluminó un habitáculo miserable de apenas tres metros cuadrados, con suelo de plancha, donde se apilaban cajas llenas de bombillas.
– Cuido estas cuevas por afición -explicó- y de vez en cuando guío alguna visita esporádica, como hoy. Puesto que soy el responsable de mantenimiento, durante años he abierto y cerrado este pequeño almacén de material, muchas veces sin darme cuenta. Pero un día que estaba buscando repuestos, un compañero quiso gastarme una broma y me encerró dentro con llave. Aunque practico la espeleología, no soporto que me encierren en ningún sitio, así que me puse como una fiera y empecé a golpear la puerta, pero el bromista se había ido fuera a fumar un cigarro. Al parecer, había apostado con alguien que me dejaría encerrado quince minutos de reloj.
– ¿Y qué sucedió?
– Estaba tan nervioso que busqué a ciegas algo que me sirviera para echar la puerta abajo. Al palpar el techo, de repente el suelo cedió bajo mis pies y caí siete u ocho metros. Tuve la fortuna de aterrizar sobre una pila de cajas vacías que se rompieron bajo mi peso, pero amortiguaron la caída. De otro modo me habría roto la crisma. Cuando logré ponerme de pie, de repente recordé que llevaba un mechero en el bolsillo. Al encenderlo vi que me encontraba en una cámara secreta excavada por manos humanas.
– Entonces fue doblemente un golpe de suerte -comenté fascinado-. ¿Y qué encontró en su interior?
– Aquel día, nada. Con la llama del encendedor logré localizar una escalera de cuerda que llevaba al almacén desde donde había caído y me apresuré a subir por ella. Una vez aquí arriba, descubrí que la parte del suelo que había cedido era de apenas un metro cuadrado, justo al lado de donde se apilaba el material. Exploré el techo con el mechero y encontré, disimulado en un ángulo, este minúsculo interruptor.
El guía palpó un rincón del techo cercano a la puerta y, tal como había explicado, parte del suelo de plancha se abrió suavemente hasta quedar el espacio justo para que cupiera una persona. Satisfecho con el efecto que esto había causado en mí, continuó:
– Alguien invirtió tiempo y dinero hacia los años cuarenta en construir este dispositivo, que tiene el motor oculto bajo la plancha. El túnel vertical y la cámara secreta son mucho más antiguos. Probablemente ya se utilizaron en la invasión napoleónica.
– Es un hallazgo sensacional. ¿Está seguro de que no lo conoce nadie más?
– Me temo que hay alguien más que lo conoce. Luego entenderá cómo he llegado a esta conclusión.
– Pero aquel primer día usted no reveló que había hallado el escondite -dije manifestando mi suposición.
– Exacto, como estaba resentido con mi compañero por la broma pesada, antes de que viniera a liberarme lo dejé todo tal como estaba y guardé el secreto para mí. Al día siguiente regresé solo para explorar esa cámara. Esperaba encontrar un tesoro.
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