Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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– ¿Y qué encontró?

– Sígame y verá.

18

Tras bajar muy lentamente por la escalera de cuerda, porque a cada paso se torcía y desequilibraba, finalmente toqué suelo. El guía me había precedido y ya iluminaba con su potente linterna aquella cámara subterránea de proporciones considerables. Era fácil suponer que en el pasado había servido para esconder riquezas robadas, o incluso se había utilizado de polvorín, como había apuntado el espeleólogo.

Éste parecía contento de poder por fin mostrar su secreto. Supuse que yo había tenido ese honor por el mero hecho de ser extranjero, lo que aseguraba -en teoría- que no volvería a meter las narices por allí.

– Durante todos estos años, para mí era simplemente una cámara vacía donde en el pasado se almacenaron cosas prohibidas -explicó el guía con entusiasmo-. Pero hace unos días volví a bajar y noté que alguien había estado aquí muy recientemente.

– ¿Cómo se dio cuenta? -pregunté pasmado.

Antes de responder, el espeleólogo dirigió el haz de luz sobre una gruesa tapa cuadrada de hierro abandonada en el suelo. Tras pasarme la linterna para que le iluminara, se agachó para apartarla y, acto seguido, levantó con esfuerzo una losa de piedra. Ésta dejó al descubierto un hoyo cuadrado del mismo tamaño que la tapa, recubierto en su interior por planchas de aluminio.

Sin duda, aquél era el escondite donde el jefe de las SS había guardado el secreto de Hitler. Pero al parecer yo llegaba demasiado tarde, porque el hueco estaba totalmente vacío.

– Estoy seguro de que alguien ocultó algo muy importante ahí abajo -declaró el guía sin poder ocultar su emoción-. Piense que esa tapa que me encontré tirada tenía una combinación de ocho cifras para ser abierta, como una caja fuerte, además de la doble dificultad que supone hallar esta cámara subterránea y el escondite bajo la losa de piedra.

– Prácticamente imposible de encontrar -opiné"-. Por eso mismo me sorprende que dejaran la tapa tan a la vista en lugar de devolverla a su sitio después de llevarse lo que había ahí abajo.

– Lo mismo pensé yo. La única explicación que se me ocurre es que quien vino tenía mucha prisa, porque había alguien pisándole los talones. En cualquier caso, eso prueba que el escondite ya no volverá a cumplir su cometido. Quizá debería comunicarlo a la dirección de las cuevas para que incluyan esta cámara en las visitas, aunque lo cierto es que hasta aquí no puede bajar cualquiera.

Tras decir esto, el barbudo dirigió la luz instintivamente al túnel vertical por el que habíamos descendido y dijo:

– Por cierto, ¿dónde está la escala de cuerda?

Alarmado, escruté el hueco con la mirada y constaté que la escala de cuerda no estaba en su sitio. Alguien la había retirado.

A partir de este instante todo sucedió muy rápido. Oí un estallido a mis espaldas, justo donde estaba el guía, que fue seguido de un ruido de cristales rotos. Luego la cámara quedó sumida en una total oscuridad.

Sin entender aún qué había sucedido, me giré lentamente intentando no sucumbir al pánico, aunque un sudor frío cubría ya todo mi cuerpo. Me agaché para buscar al guía a tientas. Estaba tumbado en el suelo y tenía la cabeza empapada de un líquido denso y viscoso. Con el corazón acelerado palpé el suelo en busca de la linterna, pero no pude encontrarla.

Intenté pegar el oído al corazón del espeleólogo, pero antes de que pudiera localizarlo, una voz conocida dijo:

– No está muerto. Sólo le he dado un cachete para que se acueste y podamos hablar a solas.

Identifiqué la voz con espanto. Era el hombre que había llamado por teléfono a la celda: mi ángel de la guarda. Por efecto del eco, era imposible saber de qué parte de la cámara procedía. Sin embargo, antes de responder me hice cargo de la situación: quien acababa de hablar se cubría las espaldas probablemente con un ayudante que estaba arriba, en el depósito de material, y había retirado la escala de mano para cortarnos la salida. No habíamos detectado su bajada a la cámara porque el haz de la linterna sólo había iluminado el escondrijo, quedando en tinieblas todo lo demás.

– Bonita manera de ayudar tiene usted -dije haciendo referencia a nuestra primera conversación-. ¿Por qué debería creer que el guía no está muerto?

La voz dejó escapar un suspiro de cansancio antes de responder:

– El tiempo de las muertes al por menor ha terminado. La violencia que presenciaste en Japón y, puntualmente, en Barcelona pertenece a otra etapa. Ahora se están sentando las bases para un nuevo exterminio masivo. A menos que seamos capaces de impedirlo.

– ¿Por qué habla en primera persona del plural? -dije mientras me incorporaba tratando de detectar aquella presencia.

– Porque quiero que trabajes para mí. Es bueno para la misión y para tu propia supervivencia. Leo: hasta ahora has seguido a las personas equivocadas. Ellos no se han equivocado al elegirte a ti, puesto que has logrado llegar hasta aquí. Por desgracia, a tenor de los resultados nos vemos obligados a empezar de cero. Y el tiempo se acaba.

Más allá de lo que decía, lo peor de aquella voz era que me sonaba a déjá vu, como si la hubiera oído ya antes de mi llegada a Montserrat y de la llamada telefónica.

– Sabe perfectamente que trabajo para la Fundación -dije para eludir la presión que se originaba en las tinieblas- y que me liquidarían ipso facto si cambiara de bando.

– Te liquidarán igualmente, Leo. Hazme caso: Cloe es como una mantis religiosa que devora a su gente una vez que los ha exprimido. ¿Quieres que te haga una relación de caídos por la causa?

– No me interesa. Y encuentro ridículo que precisamente tú, que pretendes publicar a los cuatro vientos los planes del Cuarto Reino, quieras mantener esta conversación a oscuras.

La voz calló unos segundos, como si esto último le hubiera hecho reflexionar. Luego expuso muy lentamente:

– La oscuridad es buena, porque permite juzgar las ideas sin tener que juzgar a las personas.

– Ya no me interesan las ideas ni esta investigación. Si no entra en sus planes otra muerte al por menor, con su permiso me gustaría abandonar este maldito lugar para nunca más volver.

– Cálmate, Leo. Aunque quisieras, no podrías desvincularte de esto.

– Está usted hablando como Cloe. Incluso como Hermann y los de su logia. ¿Por qué diablos no podría desvincularme?

– Porque no te han elegido por casualidad para esta misión.

Tras decir esto se hizo un silencio largo y opresivo. Llegué a dudar de si mi invisible interlocutor estaba al otro lado. Tal vez hubiera salido ya de la cámara y me esperaba el horrible destino de morir enterrado.

Acechado por el pánico, pregunté:

– ¿Sigue usted ahí?

– Sí, Leo.

– ¿Por qué me llama tantas veces por el nombre? Habla usted como si fuera mi padre.

– Es que soy tu padre.

Al oír esto, de repente sentí que las piernas no me sostenían; temí caer al suelo y no poder levantarme nunca más. Mientras tanto, la voz siguió hablando monótonamente:

– Por eso estás aquí, y por eso voy a ayudarte. ¿Crees que de otro modo te habría contratado la Fundación? Podrían haber fichado a un matón sin escrúpulos que les hubiera hecho mejor el trabajo. Tener en tus filas al hijo de tu enemigo es un seguro de vida. Y por eso mismo la gente del Cuarto Reino no te ha liquidado todavía. Mientras estés vivo pero controlado, pueden utilizarte en cualquier momento como moneda de cambio para intentar que me rinda. Pero ya te advierto que mi compromiso con la Resistencia supera cualquier filiación de sangre.

– Así que la línea blanda se llama la Resistencia… Si efectivamente eres mi padre, cosa que me resisto a creer, no pongo en duda que sacrificarías a tu hijo por ella con total frialdad.

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