Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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Mientras atravesaba un amplio pasillo en dirección a la terminal de llegadas, me preguntaba si mi padre habría cruzado aquel mismo pasillo en sentido inverso cincuenta años antes, camino de Norteamérica. Nunca pude hablar con él de ese viaje, porque a los seis años nos abandonó a mi madre y a mis dos hermanos. No volvimos a tener noticias suyas. Treinta años después, ni siquiera sabía si estaba vivo o muerto, y lo cierto es que tampoco me había preocupado por averiguarlo.

Tras deslomarse trabajando para mantenernos, mi madre había muerto cuando yo ya iba a la universidad. Luego los tres hermanos nos habíamos dispersado por distintos estados, como balas perdidas que éramos. Por los avatares de la vida, últimamente nuestra relación se había reducido a la tarjeta de felicitación que nos mandábamos por Navidad. Una historia muy norteamericana a fin de cuentas.

Por el rencor que me despertaba la figura de mi padre, jamás me había interesado por conocer Barcelona, donde él había vivido hasta los dieciocho años. Sólo recuerdo que habláramos una vez sobre ese tema. Yo estaba en la cama con fiebre y había reclamado su presencia antes de dormirme. Entonces vivíamos en las afueras de Sunnyvale, una ciudad bastante aburrida en el actual Silicon Valley.

El caso es que le pregunté:

– ¿Cómo es Barcelona, papá?

Como era hombre de pocas palabras, se limitó a responder:

– Hace mucho sol.

– Pero en California también hace mucho sol -repuse.

– Sí, pero allí el sol es distinto -dijo cansino.

– ¿Cómo de distinto?

– No lo sé: pica más.

Ése era todo mi bagaje sobre Barcelona, aparte de lo que había visto en documentales sobre Gaudí, la Costa Brava o las bondades de la dieta mediterránea. A esto había que sumar el rascacielos con forma de misil que había encontrado en la revista y el monasterio de Montserrat, que bastantes problemas me había creado ya.

Y nada más.

Cuando salí a la parada de taxis, el sol empezaba a perfilarse entre los diferentes hangares del aeropuerto. Mientras hacía cola calculé que en Japón debían de ser las tres de la tarde y en Los Ángeles las diez de la noche del día anterior. Desde luego que saber esto no ayudaba a ordenarse la cabeza.

Llegó mi turno y un hombre bastante chusco salió de su taxi negro y amarillo y me cargó la maleta en el portaequipajes. Luego le mostré las señas del alojamiento que me había reservado Cloe.

Al ver Hotel Jazz el taxista pronunció un escueto «okay» y arrancó muy lentamente, como si quisiera optimizar el consumo de gasolina hasta la última gota.

Con las noticias de la radio como fondo, me escandalicé al ver la fealdad de los suburbios que preceden a Barcelona: bloques de hormigón dignos del realismo soviético, esparcidos como setas junto a industrias de aspecto obsoleto. Excepto una especie de platillo volante que parecía haber aterrizado en lo alto de un hotel, costaba relacionar todo aquello con la ciudad de la arquitectura y el diseño.

A medida que la luz de la mañana se hacía más intensa, los ojos se me iban cerrando y el sonido de la radio se integraba en un sueño inquietante, en el que yo no había logrado escapar de Umeda Sky.

La llegada al centro de Barcelona por una avenida flanqueada por edificios del siglo XIX me despertó los sentidos. El taxi pasó por una plaza arbolada con un viejo edificio que, por el cartel azul que colgaba verticalmente sobre el pórtico, entendí que albergaba la universidad. Desde allí desembocamos a una calle con bastante tráfico a esa hora temprana de la mañana. Eso me hizo pensar que ya era lunes.

El taxi se detuvo frente a un edificio nuevo de espectacular diseño. La entrada del Hotel Jazz armonizaba la madera y el cristal con una combinación de tabiques blancos y negros que le daba una estética zen.

Mareado por el largo viaje -aún no me había recuperado del jet lag anterior- y por la breve cabezada que había echado en el taxi, di mi nombre en la recepción y un empleado tan diseñado como el hotel traqueteó en el teclado de su ordenador.

– No nos consta ninguna reserva a ese nombre, señor -dijo en un inglés impecable-. Y lamento comunicarle que el hotel está lleno.

Estupefacto ante esa noticia, le pedí por favor que volviera a mirar el registro de reservas. Esta segunda comprobación tampoco surtió efecto en un primer momento, pero el recepcionista de repente detuvo el tecleo y, sin mudar de expresión, dijo:

– Disculpe. Veo que tengo una entrada para hoy a esta hora, pero está a nombre de su mujer. Por eso no le encontraba.

Intenté disimular la extrañeza que me causaba esta información porque estaba dispuesto a dar descanso a mis huesos aunque fuera a costa de usurpar la habitación de otro. Por pura precaución pregunté:

– ¿Ya ha llegado mi esposa?

– No, ha dejado un recado de que vendrá por la tarde. Pero la habitación ya está lista si quiere dejar su maleta.

Dicho esto, me entregó la llave con una tarjeta doblada y pasó a atender a una familia que acababa de entrar en el hall. Ni siquiera tuve que mostrarle mi pasaporte.

Sin duda se trataba de un error, pero de momento había preservado el anonimato y dispondría de cama por unas cuantas horas. Luego ya se vería.

Subí en ascensor hasta la cuarta planta y atravesé un pasillo de diseño minimalista hasta la puerta que me habían asignado: la 404. Los tres números estaban pintados verticalmente con grandes caracteres en la misma puerta, lo que la hacía parecer una enorme ficha de dominó.

El interior de la habitación era de un lujo austero, si algo así puede existir. Sobre el parqué reluciente había una cama de matrimonio, una cómoda butaca con una lámpara de pie para leer y un escritorio con ordenador conectado a Internet. El baño también estaba impecable.

Sin más dilación, corrí las cortinas y me desnudé. Entré en la cama dispuesto a descansar unas horas, pero antes de cerrar los ojos quise mirar la tarjeta que me había entregado el recepcionista junto a la llave.

Vi que era una reserva por tres días con el nombre de quien la había efectuado, mi supuesta esposa: Cloe Yahalom.

2

Pude descansar hasta el mediodía sin más sobresaltos. Una vez sabido que Cloe estaba al caer, sólo quedaba esperar instrucciones y rogar para que la investigación pudiera cerrarse en el mínimo de días.

Tras ducharme, afeitarme y cambiarme de ropa, me senté en el sillón de la habitación a ordenar mis bolsillos, empezando por el dinero. Descontando los gastos realizados en Japón, me quedaba un total de 18.000 dólares, a los que había que sumar 5.000 más por haberme desplazado a Barcelona. A 1.000 dólares por día de trabajo, si el asunto duraba una semana calculé que podría volver a casa con unos 30.000 dólares en el bolsillo, si la Fundación cubría todos mis gastos.

Era una cifra importante -jamás había visto tanto dinero junto- que nos permitiría a Ingrid y a mí vivir con desahogo hasta la primavera. Esto me hizo pensar en los almendros en flor y en Keiko, cuya desaparición había abierto una profunda brecha en mi corazón.

Para quitármela de la cabeza, volví a los balances económicos -la afición favorita de los que están sin blanca- mientras encendía el ordenador para consultar mi correo. Me daba cuenta, sin embargo, de que era absurdo hacer planes porque el dinero sólo les sirve a los vivos, y aquella aventura parecía devorar a todos los que se implicaban en ella.

Si seguía con vida era porque a alguna de las facciones -tal vez a ambas- le interesaba que así fuera, y no dudarían en liquidarme cuando les hubiera dado lo que querían.

Con esta funesta certeza, leí un par de correos electrónicos de agencias de prensa para las que colaboraba. Decían básicamente que no tenían nada nuevo para mí. También respondí brevemente a un par de colegas de profesión que me pedían fuentes y contactos para artículos de poca monta, como los que yo solía redactar antes de la llamada de la Fundación.

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