Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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Tragué saliva antes de decir:

– En este caso, no me tranquiliza nada estar en posesión de esta maldita foto. Lo mejor es que me mandes algún mensajero de confianza para que pueda entregarle el chip. Os aseguro que no guardo ninguna copia. Y no olvides incluir los 10.000 dólares que me faltan por cobrar.

– Los recibirás en breve, más un plus por los riesgos que has tenido que correr, pero preferimos que guardes tú la fotografía. Eres quien mejor uso le puede dar, porque aquí y ahora sólo confiamos en ti.

– ¿Y qué quieres que haga con la foto? -pregunté pasmado.

– Leo: eres lo bastante listo para entender que la investigación no ha terminado. Ciertamente, no ha hecho más que empezar. ¿No te imaginas el siguiente paso?

– Sé lo que pretendes: que recorra diez mil kilómetros más hacia Barcelona para que averigüe cosas sobre esa visita de Himmler y la caja misteriosa. ¿Me equivoco?

– En absoluto, has acertado plenamente. Como premió te está esperando un billete a Barcelona en el mostrador de Swiss International.

– Ni soñarlo -repliqué-. He vivido suficientes kilómetros y calamidades para los próximos diez años. Y no me vas a hacer chantaje con el dinero que me debe la Fundación, porque esta vez tengo la sartén por el mango. Si me negáis el pago, voy a mandar la foto al New York Times, y que hagan con ella lo que quieran. ¿No era eso lo que pretendía Keiko?

– No es prudente hablar de lo que se desconoce, Leo -repuso Cloe con suave firmeza-. Y no voy a hacerte ningún chantaje. Para demostrártelo, en el mostrador de esta compañía hay un sobre a tu nombre con tu dinero. Puedes cancelar el vuelo a Barcelona si quieres, aunque sería una pena.

– ¿Por qué? A mí no me lo parece.

– Ahora no puedo darte detalles, pero tu misión es mucho más importante de lo que supones. En tus manos puede estar…

– La salvación del mundo -repuse en tono jocoso.

– Algo así -repuso ofendida-. Como eres un hombre frío y calculador, hablemos en cifras: 5.000 dólares a tu llegada a Barcelona para los primeros gastos y 1.000 diarios mientras dure la investigación. Hotel pagado. De hecho, con los pasajes encontrarás tu reserva… si aceptas la misión.

– Esto ya me gusta más, que se cuente con mi opinión -dije conciliador-. Pero mi respuesta seguirá siendo la misma. Tengo asuntos personales que resolver, ¿sabes? No puedo estar dando vueltas al globo indefinidamente buscando fotos inéditas del nazismo.

– Sólo te pido que no tomes una decisión ahora.

– ¿Cuándo si no? -dije asombrado-. Pienso embarcarme en el primer avión a Norteamérica que se me ponga por delante.

– Permíteme sólo que te llame en media hora y me das el sí o el no. Eres libre. Tal vez entretanto descubras que tus problemas personales se han resuelto.

18

El comentario que Cloe había dejado caer como por casualidad me había encendido todas las alarmas.

Nada más colgar, corrí hasta un teléfono del aeropuerto y tuve el valor de llamar al móvil de mi ex mujer, que me explicó a gritos que Ingrid se había roto una pierna en Seattle y alguien la había llevado hasta su casa. Juró y perjuró que no la dejaría moverse de allí hasta que le quitaran el yeso, es decir, en unas tres semanas.

– Luego nos sentaremos a hablar y habrá que tomar decisiones -repuso.

– ¿Qué decisiones?

– Si Ingrid no quiere quedarse conmigo y tú eres incapaz de ocuparte de ella, habrá que meterla en un internado.

– Ni hablar -repuse-, Ingrid se queda conmigo. Además, ¿con qué dinero íbamos a pagarle un internado?

– Con el tuyo, lógicamente. Te deben de ir muy bien las cosas si has podido pagar a una agencia de detectives para que encontraran a Ingrid en Seattle y la trajeran conmigo. Al parecer, se llevaron buenos golpes por el camino.

Esta conversación me había dejado tan atónito que permanecí diez minutos sentado en un banco del aeropuerto con la cabeza en las nubes. No sabía si enfurecerme con Cloe o estarle agradecido. Mientras yo me jugaba la vida en Japón, había aprovechado para averiguar mi situación familiar y mandar gente para que llevaran a Ingrid con su madre contra su voluntad. Feo, feo…

El objetivo era claro: allanar el terreno para que su «mejor hombre» pudiera centrarse en la tarea, que prometía ser en Barcelona igual de ardua y peligrosa.

Me hallaba en tal estado de confusión que cuando treinta minutos después volvió a sonar el móvil, dije simplemente:

– Iré.

19

Un proverbio japonés dice: «Si un dios te expulsa, otro te acogerá». Mientras el avión sobrevolaba el mar de China, deseé intensamente que el dios del Mediterráneo fuera más benévolo conmigo que el que había regido mi destino hasta entonces.

Mientras devoraba una bandeja de arroz con pollo y una mousse extremadamente dulce, con té verde como bebida, hice un análisis razonado y razonable de mi situación.

Era innegable que más pronto que tarde me iban a relacionar con las tres muertes en Japón. Sólo tenían que averiguar mi identidad, lo cual no sería difícil puesto que me había inscrito en el Oak Hotel de Tokio con mi propio nombre. Con ese panorama no era una buena idea permanecer en Santa Mónica, a la espera de que me echaran el guante cuando se dictara una orden internacional de busca y captura contra mí. Dadas las circunstancias, estaría más a salvo en tránsito de un lugar a otro.

Dicho de otro modo: estaba de mierda hasta el cuello y no podía hacer otra cosa que huir hacia delante.

Lo primero que haría al llegar a Barcelona sería cambiar mi hotel por otro donde no tuviera que registrarme con mi nombre, uno de esos tugurios donde los casados llevan a sus amantes en todas las ciudades del mundo.

Para dignificar lo que podía parecer una simple fuga, pensaba a menudo en Keiko, quien me había entregado antes de morir el secreto de Montserrat, la primera pista hacia un mundo subterráneo y lleno de trampas que aún no acertaba a imaginar.

Por otra parte, una lealtad recién descubierta me empujaba a investigar la muerte de Fleming -el recorte de periódico seguía en mi bolsillo-, aunque sólo fuera porque habíamos languidecido en las mismas aulas durante nuestra formación periodística.

Cuando hube dado suficientes vueltas a todo el asunto sin llegar a ninguna conclusión, me puse los cascos y desplegué el monitor oculto en el reposabrazos.

Entre las películas que ofrecía el menú, opté por El pescador y su esposa, una película alemana filmada en Japón, donde una pareja se dedica a criar carpas blancas con manchas rojas en las escamas. Cuando consiguen un pez con un único topo rojo perfectamente redondo en la cabeza, los coleccionistas nipones empiezan a ofrecer grandes fortunas, pues lo ven como una encarnación con branquias de la bandera japonesa.

Corté la película en este punto porque, por extraño que pareciera, Japón empezaba a quedar muy lejos.

TERCERA PARTE. CIUDAD PROHIBIDA

1

Acostumbrado a la pulcritud extrema de Suiza y Japón, donde ni siquiera hay papeleras porque la gente se lleva la basura a casa, el desembarco de madrugada en el aeropuerto de Barcelona fue como mínimo desconcertante.

Tras un caótico paso por el control de pasaportes, el pasaje tuvo que buscar la terminal de recogida de equipajes sorteando grandes montañas de porquería, porque el personal de limpieza se había declarado en huelga. Una vez en la cinta donde circulaban las maletas, hubo que esperar casi media hora a que asomaran los primeros bultos.

Cuando ya daba mi maleta por perdida, apareció finalmente entre el equipaje del vuelo siguiente.

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