Francesc Miralles - El Cuarto Reino

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El 23 de octubre de 1940, coincidiendo con la visita de Hitler a Hendaya, el jefe de las SS Heinrich Himmler escondió en las montañas de Montserrat una misteriosa caja que contenía el gran secreto del Führer. Setenta años despúes, el periodista Leo Vidal recibe el encargo de hallar una fotografía inédita de aquella expidición a Montserrat. En su investigación, que se convertirá progresivamente en un oscuro y peligroso juego, recorrerá medio mundo hasta descubrir, casi sin quererlo, en uno de los grandes misterios de la Historia. Una enigmática hermandad internacional ha custodiado el preciado tesoro; ahora, 120 años después del nacimiento de Hitler, es el momento elegido para que salga a la luz. ¿Podrá alguien detenerlos?.

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Acto seguido, busqué información sobre el Monasterio de Montserrat, porque mi intención era visitarlo cuanto antes. Era de suponer que mi misión consistiría en investigar allí, no en descubrir las noches locas de Barcelona.

La página web de la abadía me confirmó que los monjes de Montserrat estaban muy al día. Bajo la silueta fantasmal de las montañas pude seleccionar información en inglés sobre el alojamiento. Al parecer se alquilaban celdas para retiros espirituales, aunque no había ninguna disponible hasta tres días más tarde.

Supuse que no era ninguna coincidencia que Cloe hubiera reservado la habitación del hotel por tres días. Lo había hecho haciéndose pasar por mi esposa. ¿Se proponía sólo preservar mi identidad o tenía intención de alojarse en la misma habitación?

Me ruboricé sólo de pensar en compartir cama con ella, porque tal vez era la mujer más atractiva que había conocido en años. Por raro que pareciera, interiormente deseé seguir solo aquella peripecia, porque las chicas demasiado bellas siempre me han provocado pánico. Quizá sea inseguridad, pero siempre que se me ha acercado una mujer fuera de mi alcance me he preguntado qué diablos quería de mí, dónde estaba el truco.

Y Cloe encarnaba como nadie ese paradigma de vampiresa inquietante.

Dos suaves golpes en la puerta me sacaron de mis cabalas, aunque sólo en parte, porque tuve la certeza de que era algo relacionado con ella.

Nada más abrir, un jovencísimo botones con la cara carcomida por el acné me entregó un sobre marrón con mi nombre escrito a pluma. Sin duda era letra de mujer, y al abrirlo confirmé mi suposición de que me lo mandaba Cloe.

Lo abrí en presencia del chico y encontré un fajo de billetes unidos por un clip y una nota manuscrita.

Le entregué cinco dólares para que se largara, pero el botones replicó:

– Disculpe, aquí utilizamos euros.

– Pues cámbialos en recepción -le dije molesto mientras cerraba la puerta.

Acto seguido leí la nota:

Querido Leo,

La situación se está complicando y tenemos que hablar urgentemente, por este motivo me he desplazado a Barcelona.

Te espero a las cuatro en el Café de la Ópera.

Tuya,

Cloe.

3

Tras comer un plato ligero en el mismo hotel, pregunté al botones con acné dónde estaba el Café de la Ópera y corrió a buscarme un mapa donde me señaló el lugar exacto. No estaba lejos del hotel.

Cuando le volví a dar un par de dólares me miró con fastidio y me dijo:

– Por cierto, las Ramblas está lleno de casas de cambio.

Le agradecí el consejo -aunque fuera interesado- y salí a paso ligero bajo un sol de justicia. Para ser la tercera semana de octubre, aquel calor parecía presagiar el fin del mundo.

Mientras empezaba a sudar bajo la americana de hilo, tuve que darle la razón -aunque fuera por una vez- a mi padre: en Barcelona el sol picaba más.

Al entrar en las Ramblas, una especie de bulevar que baja hasta el mar, casi me asusté. Ni en Tokio había visto una calle tan concurrida. De repente me vi inmerso en una marea de miles de turistas -muchos de ellos en pantalón corto- que cada pocos metros se detenían delante de una estatua humana y bloqueaban el paso.

Los edificios que flanqueaban esta calle eran bastante bonitos, a excepción de un bloque que albergaba una estridente sala de juegos. Justo entonces salía de allí un nutrido grupo de inglesas, las cuales celebraban a gritos una despedida de soltera con sus sombreros sembrados de penes.

Aunque su arquitectura revelaba que había sido antaño un paseo noble, no se podía decir que las Ramblas actuales fueran un desfile de elegancia.

Aceleré el paso entre mesas llenas de extranjeros con cervezas de litro, ensaladas y paellas. Después de pasar junto a un mercado muy antiguo, divisé el edificio que albergaba la ópera de Barcelona. Según las indicaciones del botones, el café estaba enfrente.

Miré mi reloj. Faltaban dos minutos para las cuatro de la tarde, así que entré en el salón lleno de espejos con grabados. Mientras buscaba a Cloe entre las mesas, un joven engominado que se sentaba solo me miró apreciativamente y me dedicó una sonrisa.

Aquél era, sin duda, un punto de encuentro de la Barcelona gay.

Un camarero vestido de punta en blanco me indicó una mesa libre al fondo del local, donde me instalé tras quitarme la americana. Por la época que era, el aire acondicionado no estaba conectado y en el café hacía un calor horroroso.

Justo cuando me arremangaba la camisa como un descargador del puerto, Cloe hizo su entrada triunfal con un ajustado vestido verde botella a juego con sus ojos. Parecía que efectivamente acabara de salir de la ópera. La melena negra le caía a la altura de los hombros, que aquel modelito dejaba al descubierto. Un flequillo deliberadamente recto le acababa de dar un aire de Cleopatra moderna.

Intenté ocultar mi turbación ante aquel despliegue de encantos tendiéndole la mano para saludarla. A fin de cuentas, aquélla era una cita de negocios.

– ¿Cómo va el reencuentro con tus raíces? -preguntó tras pedir un café.

– Para mí, ésta es una ciudad tan extranjera como Berna o Tokio -repuse-. Ni siquiera hablo la lengua.

Las lenguas -precisó-, porque aquí se hablan dos.

– Me trae sin cuidado, porque no pienso aprenderlas. Mi padre me habló siempre en inglés y mi madre era del Big South americano.

– Pero tu apellido…

– Sí, mi apellido es catalán, pero eso es sólo un detalle sin importancia. Por cierto que el tuyo, Yahalom, suena muy judío. ¿No estará la Fundación presidida por algún cazanazis?

Mi estupidez hizo que me sintiera orgulloso de haberle asestado aquel golpe. Cloe me escrutó unos segundos con sus ojos bellamente almendrados y replicó:

– Soy judía, no tengo ningún reparo en admitirlo. Tal vez tú también lo seas. En Francia, Vidal es un apellido tan hebreo como Lunel o Lafitte, que son también muy comunes.

– Yo soy norteamericano -dije para cerrar la cuestión.

Cloe pareció reír para sus adentros al oír esta afirmación. Luego dio un breve sorbo a su café y dijo:

– Nadie es norteamericano, excepto los indios que tenéis en las reservas. Como los seminólas que han comprado la cadena Hard Rock Café. ¿Te enteraste de la noticia?

– Sí, pero supongo que no estamos aquí para hablar de los indios seminólas -dije asumiendo el papel del periodista impaciente-. Vayamos al grano: ¿cuál es la emergencia de la que me hablabas?

– En realidad, son tantas que no sé por dónde empezar. Resumiendo mucho, ellos saben ahora que tenemos la fotografía y están movilizando su gente para adelantar acontecimientos. Por cierto, me gustaría verla. ¿La tienes contigo?

Le entregué la cámara mientras comprobaba que nadie de nuestro alrededor nos estuviera vigilando. Cloe acercó su cara a la mía para que viéramos juntos la imagen en blanco y negro. Aspiré el mismo perfume dulzón y especiado que llevaba en el aeropuerto.

– ¿Qué quieres decir cuando hablas de ellos? -dije sin prestar atención al monitor-. ¿Te refieres a la organización que quiere divulgar esta foto en la prensa?

– Ojalá nuestro problema fuera sólo éste -dijo-. En realidad hay tres partes enfrentadas en esta batalla, si es que no surge una cuarta a medida que se acerque el gran momento.

– ¿Qué momento? Escucha: ya que me has puesto en uno de los bandos, creo que tengo derecho a conocerlo todo. Necesito saber para quién trabajo y a quién tengo que temer.

– Has de temer a todo el mundo, Leo -repuso ella repentinamente seria-. Mientras temas, estarás sobre aviso y no te pasará nada. La búsqueda del grial es un acto solitario.

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